‘María Moliner, tendiendo palabras’, documental de Vicky Calavia


Por Don Quiterio

   La experiencia me ha curtido de mala manera. Y, a estas alturas de la historia, el cuerpo me avisa cada vez que me enfrento a un documental. ¿Acaso existe algún género más encorsetado que este? Es complicado (si no imposible) pensar en algún ejemplo.

    Pero casos los hay, de antaño y de hogaño, aunque se puedan contar, ay, con los dedos de una oreja. Y es que la mayoría de filmes que lo representan suelen ser testigos de productos secuestrados por la persona a la que se rinde homenaje, como cafés repletos de palabras. De lo que se trata, normalmente, es de ensalzar a una figura, subrayando, hasta dejar seco el marcador, todas sus virtudes y logros, para reivindicar, así, su papel en la historia y convertir, de paso, a la persona en personaje casi de fantasía. Café para todos.

  No es exactamente el caso del documental ‘María Moliner, tendiendo palabras’ (2017), estrenado en el Centro de Historias de la capital aragonesa, porque no llega a esa categoría y deviene en un apañado reportaje televisivo realizado con tan buena voluntad como escasa enjundia. Vicky Calavia (Zaragoza, 1971), una de las documentalistas más prolíficas en el ámbito del cine aragonés (‘Poesía del instante’, ‘Zaragoza poética’, ‘Manuel Rotellar, desde la fila 8’, ‘Alberto Sánchez, la proyección de los sueños’, ‘Espacios habitados’, ‘Tu alma es un paisaje escogido’, ‘Por qué escribo’, ‘Aragón rodado’, ‘Eduardo Ducay, el cine que siempre estuvo ahí’), sigue insistiendo en el arte del documental, o lo que entiende por él, tanto en las formas, cuadriculadas, como en un metraje -de hora y cuarto de duración- tan parco en capas que no se deja alumbrar por sus apariencias.

  Este documental no cede a las circunstancias, viste de luto y, al final, se convierte en una entrega de una suerte de trilogía que forma parte del proyecto de dar visibilidad a la mujer, iniciada por ‘María Domínguez, la palabra libre’ (2014), sobre la alcaldesa de Gallur fusilada por las tropas nacionales en Fuendejalón, y continuada por ‘La ciudad de las mujeres’ (2016), que poco tiene que ver con la mirada felliniana a un paisaje y un paisanaje, siempre provocadora y socarrona, lírica e inteligente. Ahora, ‘María Moliner, tendiendo palabras’ pasa de puntillas el mérito de unas mujeres que se involucraron heroicamente en la defensa republicana tras el alzamiento de las fuerzas rebeldes, pues la derrota de la causa significaba la vuelta a la minoría de edad. Esto es, la ley de los fueros españoles obligaba a que el marido fuese el administrador de los bienes de la sociedad conyugal y su representante legal. La mujer, de este modo, no podía establecer relaciones comerciales, ni trabajar, sin el consentimiento del cónyuge.

  Un documental que no alimenta la encomiable biografía de Inmaculada de la Fuente -aparece para dar la nota precisa a la filóloga-, porque no plantea paradojas ni te obliga a reflexionar. La retórica, precisamente, es un instrumento para pensar y descubrir la verdad a partir de unas reglas. No deja de ser una paradoja que el mayor riesgo de destrucción del valor de la palabra provenga del uso de la palabra, de su banalización en el discurso fílmico. La añoranza a los maestros documentalistas, al ver esta película de Vicky Calavia, se hace palpable. Un trabajo que se instala en el triste cementerio de las palabras.

  Y en ese contraste descubres la incapacidad para trascender un relato que no elige el camino del cine de corte experimental para dejar a un lado las herramientas convencionales y buscar un lenguaje diferente con el cual poder cuestionar la influencia que ejercen los medios visuales en el pensamiento humano. La directora de ‘María Moliner, tendiendo palabras’ no es, maldita sea, ninguna guerrillera de la imagen. Tampoco la voz más veraz de un género que necesita el atrevimiento de poner en duda el valor de la imagen que utiliza el cine convencional. El reportaje televisivo, decía.

  Falta, pues, una mirada estilizada, personal. Falta el ensayo fílmico, al que habría que llevar a nuevas fronteras poéticas en la yuxtaposición de imágenes, voz en off y uso del material de archivo. Falta, en fin, el experimento cinematográfico, la creencia del documento subjetivo si se quiere una forma de cine en el que el texto resulte tan importante o más que la imagen. Porque los documentales deberían ser una forma excelente de aprender conceptos e historias interesantes a través del riesgo, el ensayo y la trascendencia.  Esa es la cuestión y ese es el problema.

  El buen documental nos trasciende, en efecto, y nos lleva a un estado emocional superior que se aleja del artificio, de lo meramente informativo, de opinión o juicio. He aquí el quid de la cuestión: cómo lo artificioso, lo falso, constituye una manera de traición. Un verdadero documental tiene que ser áspero y sincero, absorbente y nada complaciente, si no se cae en las redes del márquetin y la publicidad. Poco se aclara que la revolución docente de Moliner pasaba por despertar el corazón del alumno, poniendo en marcha su razón y su libertad, porque el auténtico reto para quien educa es despertar el deseo. La acumulación de factores adversos no podrá nunca silenciar por completo esta llamada.

  A mi modo de ver, ‘María Moliner, tendiendo palabras’ requería más experimentación y mayor grado de complejidad artística y literaria que el documental al uso, de corta y pega. Vicky Calavia no ha sabido trascender unas imágenes que se suceden sin parar, esquemáticas y poco efectivas, sin mostrar la herida de fondo que arrastra la protagonista, sin preguntarse si se puede hacer algo para cambiar ese molde que nos ha hecho como somos, o si tenemos la posibilidad de elegir. Con el solo nombre de María Moliner tendría que bastar para entender la esencia de una idea. Hay documentalistas, sin embargo, que no renuncian al bullicioso bar del adjetivo. Café para todos. Otra vez.

  Acaso estamos en una época de pereza intelectual. Porque si para alguien la segunda república, tan vieja y malherida ya, significó avances importantísimos, decisivos, fue para las mujeres, que por primera vez una constitución consagraba el principio de igualdad. Ahí estaban, para demostrarlo, las luchadoras Isabel Oyarzabal, Dolores Ibarruri, Federica Montseny, Lucía Sánchez Saornil, Mercedes Comaposada, Amparo Poch i Gascó o Clara Campoamor, con su memorable defensa del voto femenino en las cortes constituyentes.

  O las creadoras e intelectuales María Teresa León, Maruja Mallo, Manuela Bellester, María Zambrano o María Moliner, ese café repleto de palabras del documental que nos ocupa y autora del primer plan de bibliotecas en la España rural, a la que la derrota republicana no le impidió realizar en solitario el innovador ‘Diccionario de uso del español’, el más completo de la lengua castellana, mérito que no le fue reconocido por la RAE. Era, claro, un mundo de hombres. Una sociedad misógina.

  Al diccionario, publicado por primera vez en 1966 -primer tomo- y 1967 -segundo tomo-, con casi tres mil páginas, le dedica María Moliner quince años de su vida. Su gran y única obra. Una mujer, en efecto, que puso en marcha las llamadas misiones pedagógicas en la segunda república, pero a la llegada del franquismo su trayectoria se vio truncada, fue depurada por las autoridades en 1939 y condenada al ostracismo. Se puso a trabajar en una biblioteca y comenzó su particular ordenación de las palabras. “La denominación ‘de uso’ aplicada a este diccionario”, explicaba la propia Moliner, “significa que constituye un instrumento para guiar en el uso del español tanto a lo que lo tienen como idioma propio como a aquellos que lo aprenden y han llegado al conocimiento de él a ese punto en el que el diccionario bilingüe puede y debe ser substituido por un diccionario en el propio idioma que se aprende”.

  Pese a sus buenas intenciones, el documental no termina de despegar. Hay que aprender de los maestros, decía más arriba, y saber jugar con los tiempos. Y, por supuesto, tener claras las ideas. La educación en general y la cinematográfica en particular es un proceso nunca terminado. Una lección ha de darse en estado naciente y la pregunta del discípulo, esa que lleva grabada en su frente, se ha de manifestar y hacerse clara a él mismo. Esto lo entendía a la perfección María Zambrano, la filósofa y ensayista a la que me refería con anterioridad: “El alumno comienza a serlo cuando se le revela la pregunta agazapada dentro, la pregunta que, al ser formulada, es el inicio del despertar de la madurez, la expresión misma de la libertad. No tener maestro es no tener a quién preguntar y, más hondamente todavía, no tener ante quién preguntarse”.

  El documental repasa la vida de María Moliner (1900-1981) con las palabras y sus definiciones como vehículo narrativo y estético, y explica el proceso intelectual que la condujo a escribir. Pero no destaca precisamente por el retrato que se pretende construir ni por los bustos parlantes, explicadores de la identidad del personaje: Víctor Juan, Soledad Puértolas, Pilar Benítez, Pedro Álvarez de Miranda, Marco Dugnani, Manuel Cebrián, Luisa Gutiérrez, José Manuel Blecua, Javier Barreiro, Inés Fernández Ordóñez, Eva Puyó, María Antonia Martín Zorraquino, Aurora Egido o el periodista y escritor Antón Castro, quien define el diccionario, en su mareante movimiento de brazos, como un “trabajo hercúleo”. En fin, personalidades del mundo de las artes y las letras que estorban más que iluminan ante el probable magnetismo y la fuerza que podría destilar el personaje, dándonos opiniones, o banalidades, en espacios recorridos o vinculados a la obra de María Moliner: bibliotecas, librerías, editoriales, facultades, academias, casas, jardines, su Paniza natal… No todos estorban, claro, porque el reportaje se salva, o únicamente es válido, por los que algo tienen que decir.

  Una ocasión perdida para hablar de unas mujeres de gran importancia en la retaguardia durante la guerra civil, que serían castigadas y reeducadas por su condición de género, porque habían pecado al haber asumido comportamientos contrarios a la moral católica. Una María Moliner que, obviamente, quiere, sueña con ser independiente, libre, en una sociedad cargada de prejuicios y convenciones machistas. Y terriblemente clasista. Un ser a la fuerza cerebral, que necesita amabilidad, querer y que la quieran, con su ansia de justicia y de independencia, de libertad y también de amor. Una mujer hermosa y compleja, fuerte y frágil al mismo tiempo, escéptica y cariñosa, dolida pero digna, directa y brusca pero cálida y familiar.

  No le falta razón a José María Romera cuando afirma que sobre María Moliner se ha construido una leyenda de doble filo: “Queriendo hacer de ella una heroína de la cultura, nos la han retratado con la figura de un ama de casa recluida por las noches en la cocina para tejer a hurtadillas las fichas de su colosal obra. Pero María Moliner fue, desde muy joven, una competente bibliotecaria que tras la guerra civil fue confinada por motivos ideológicos a un destino menor. Eso la llevó a volcar sus empeños en el diccionario. El caso es que el María Moliner nos lleva acompañando medio siglo con tanta lealtad o más que el mataburros académico”.

  Porque sus palabras tienden puentes y engloban el diccionario que creó, al margen de la autoridad que la vetó y siempre dale que te pego a las teclas de su Olivetti, “trabajando con una mirada absolutamente humilde sobre el texto, sobre la máquina de escribir, que parece estar ensimismada buscando el rastro de una palabra”, como dice la escritora y académica Carme Riera al describir una fotografía que le gusta sobremanera. Humilde, con dureza en el centro (de almendra, no de corazón), María Moliner fue una lección, una mujer de un escepticismo lúcido, de revelaciones que circunscribió su biografía a la escritura y a no hacer demasiado ruido. Y no por falta de fuelle. Nunca interrumpió el paso. Continuó escribiendo y callando. Delicada. Constante. En voz baja. Más atenta a lo doméstico y a lo trivial que a las grandes escenografías de la vida. Así llegaron sus palabras como una baliza, como una bengala de luz exacta. Y tiempo después apareció ese diccionario “orgánico”, de uso, que es parte de una geografía intelectual y emocional singularísima.

  Se han hecho unas cuantas películas sobre esta perseverante intelectual, mujer de acción literaria, y ahora se quiere ahondar en su lado más humano, tierno y personal, más allá del apunte o acercamiento biográfico. Así, escuchamos la voz de la hija de la lexicóloga -Carmen Ramón Moliner- en su piso madrileño en el que vivieron y las anécdotas se suceden: cómo, jugando, la ayudaban a ordenar las fichas desparramadas por el suelo, las nanas que les cantaba… Todo muy tierno, sí, pero Vicky Calavia y sus ayudantes -la cámara de Carlos Navarro, la música de Gonzalo Alonso, la producción de Camino Ivars, la posproducción de Sergio Duce o la actriz Lucía Camón prestando su cuerpo y la voz en off- se dedican a regar el desierto que hay entre sus orejas.

  El resultado es un mal maquillado documental con una capa de prestigio que huele demasiado a rancio, una banda sonora fastidiosamente invasiva y una filia desesperante por la retórica cursi, mal entendida, que poco tiene que ver con el pretendido toque poético o lírico. Un trabajo, al fin y al cabo, marca de la casa, que suele ser un poco a los documentales lo que la sacarina a los cafés cortados.

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