Por José Joaquín Beeme
Admira un Scorsese anciano que afronta su primer wéstern con empeño humanitario y hasta justiciero, históricamente comprometido y fieramente ético.
Sí, porque con la complicidad artística (y financiera) de otros dos italo-americanos habituales en su cine, De Niro y DiCaprio, cumple en Los asesinos de la luna un largo ejercicio de justicia reparativa que desvela uno de los crímenes fundacionales de su nación-imperio: el genocidio perpetrado contra los indios Osage.
Pueblo de unos pocos miles de personas, asentado en la vega del Misuri, que fue arrinconado en unos páramos calcinados de Oklahoma pero de los que, como por milagro, brotó a inicios del siglo pasado el chorro negro de todos los pecados, con el insospechado acceso a la riqueza de aquellos desheredados que inmediatamente fueron objeto de la peor codicia wasp: además de expolios directos de la Standard Oil, el sibilino expediente de los matrimonios mixtos para encubrir asesinatos más o menos domésticos y justificar herencias, con el fin último de usurpar tierras y capital. Un caso ejemplar de acumulación capitalista originaria.
David Grann, periodista del New Yorker, rastreó este true crime a lo largo de cinco años, desempolvando la historia de un patriarca benefactor, ganadero de obediencia masónica, que orquestó la masacre maridando a los chacales de su entorno familiar con ricas mujeres nativas para después eliminarlas mediante veneno o por bala o bombazo. Una especie de discípulos del Monsieur Verdoux, sólo que las víctimas eran jóvenes y hermosas purasangre, de repente acribilladas o misteriosamente tronzadas por una astenia fatal. Historia que investigó, sin demasiado éxito, el primer FBI del más tarde temible Hoover, y sobre la que se acabó echando más tierra, para sepultarla bien sepultada, porque había que construir país.
Hasta que un siglo después llega Martin, el pequeño gran maestro de Queen, y decide sacudir las conciencias de una América vanamente olvidadiza. Tironeado siempre por la memoria histórica, se reserva incluso un cameo en la audaz coda radiofónica, puro cine-radio-teatro que nos ahorra tópicos carteles enciclopédicos. Y otorga protagonismo a los propios descendientes del ultraje, en particular a la actriz Lily Gladstone, orgullosa de sus ancestros (que cuentan bailarinas clásicas, un general de aviación y hasta un vicepresidente), de tradición católica por obra de los misioneros y amante de las abejas y los abejorros, lo que no es extraño en un pueblo que, guerrero y todo, tuvo una concepción casi franciscana de la naturaleza (abuelo sol, madre luna) aun en el siniestro condado de petro-vaqueros que les reservaron, adonde acudía a visitarles, entre mito y sueño, el ángel de la muerte encarnado en búho real.