Jaime de Armiñán, querido señorito


Por Don Quiterio

   “Una película es para uno mismo; si trabajas con la idea de hacer algo comercial, caes en una trampa”.

      Autor de una docena de obras teatrales (‘Eva sin manzana’, ‘Nuestro fantasma’, ‘Sinfonía acabada’, ‘Café del Liceo’, ‘Pisito de solteras’), de casi setecientos guiones para la pequeña o gran pantalla, de dieciséis largometrajes que él mismo dirige, además de otras tantas series televisivas, el recientemente fallecido Jaime de Armiñán -madrileño de la cosecha del 27- ha practicado un costumbrismo satírico con oído para el lenguaje de la calle (y de la oficina y de la pensión y del saloncito con mesa camilla), a la manera, salvando las distancias, de un García Hortelano o un Longares en novela, y con una ventana abierta a la ensoñación y lo fantástico y un amor a las cómicas y los cómicos: Amparo Baró, Amparo Soler Leal, Julieta Serrano, Lola Gaos, Emma Cohen, Charo López, Carmen de la Maza, Mónica Randall, Concha Velasco, José Bódalo, Antonio Ferrandis, Alberto Closas, Manuel Zarzo, Alfredo Landa, Agustín González…

   Las historias que escribe o dirige Armiñán, en efecto, tienen una apariencia suave, incluso inofensiva, pero a veces encierran una mordaz sátira de las costumbres y, más aún, una crónica de la represión vivida en España durante tantos años de franquismo. Algo de esto ya se barrunta en el programa ‘Historias de la frivolidad’, sobre la historia del erotismo que escribe junto al realizador Chicho Ibáñez Serrador en los años sesenta del siglo veinte. O en sus primeras series para la pequeña pantalla: ‘Cuando ellas veranean’, ‘Galería de maridos’, ‘Galería de esposas’, ‘Mujeres solas’, ‘Chicas en la ciudad’, ‘Confidencias’, ‘Tiempo y hora’, ‘Las doce caras de Juan’, ‘Las doce caras de Eva’, ‘Del dicho al hecho’, ‘Tres eran tres’, ‘Suspiros de España’ o ‘Fábulas’, esta última realizada junto con Pilar Miró en las respectivas miradas a Samaniego, La Fontaine, Esopo y otros compañeros de fatigas.

   O en los guiones que escribe para el zaragozano José María Forqué, mayores o no tanto, quien le introduce en el medio cinematográfico: ‘El secreto de Mónica’, ‘La becerrada’, ‘El juego de la verdad’, ‘Tengo dieciete años’, ‘La muerte viaja demasiado’, ‘Yo he visto la muerte’, ‘Un diablo bajo la almohada’… También se hace cargo de los libretos de las películas ‘Las gemelas’, de Antonio del Amo; ‘Piso de soltero’, de Alfonso Balcázar; ‘Un tiro por la espalda’, de Antonio Román; ‘Solo los dos’, de Luis Lucia, o ‘Whisky y vodka’, el último largometraje dirigido por el zaragozano Fernando Palacios.

  A lo largo de su carrera, Armiñán se rodea de clásicos en la dirección fotográfica del cine español como Antonio Ballesteros, Francisco Fraile, Luis Cuadrado, Fernando Arribas, Manuel Berenguer o Domingo Solano. Y de bandas sonoras a cargo de Juan Carlos Calderón, Pepe Nieto, Rafael Ferro, Jesús Aranguren, Alejandro Massó, Jordi Doncos o Jesús Yanes. Todos ellos participan, con mejor o peor acierto, en un cine de los amores imposibles que también rastrea el eterno asunto de la guerra civil. Un cine con muchos personajes de marginados por los que el cineasta siente predilección, porque “dramática y sicológicamente ofrecen grandes posibilidades narrativas”. En sus mejores relatos, en fin, bullen sátiras costumbristas y dentelladas al poder establecido, escondidos en apariencias de cierta suavidad.

   Dirige su primer largometraje en 1969 con la comedia musical ‘Carola de día, Carola de noche’, especie de fotonovela que supone la primera película de Marisol como adulta y el fin del mito, al que sigue un año después el drama ‘La Lola dicen que no vive sola’, sobre una prostituta que hace la promesa de abandonar la profesión más antigua del mundo si su pequeña hija se salva de una grave enfermedad, que la lleva incluso a rezar a la virgen para salir de sus apuros. Dos títulos intrascendentes, alimenticios, sin mayor interés.

   De la mano del zaragozano José Luis Borau, quien produce, coescribe e interpreta un papel secundario, Armiñán da un ‘volantazo’ a su carrera con la dirección de ‘Mi querida señorita’ (1971), donde el tema del cambio de sexo brinda una oportunidad de oro para el lucimiento de un José Luis López Vázquez en estado de gracia, que se mira al espejo y se ve mujer madura solterona que se afeita, un conmovedor y transgresor filme que se contempla con agrado por su sensibilidad, sus bien perfilados trazos sicológicos y la pintura amarga de la España provinciana. Y todo ello construye uno de los dramas, con irisaciones de comedia, más entrañables e insólitos sobre la transexualidad. Por su capacidad de invocar al misterio desde la más reconocible (y hasta vulgar) de las cotidianidades. Por ser una celebración de simplemente la vida desde el silencio, desde lo otro, desde un misterio transparente. Alguien ha dicho que esta película, de modestas proporciones, “es como un Buñuel demudado, más sorprendente, más viscoso y tierno”.

   El calvo españolísimo que parece querer irse siempre antes de haber llegado, con el whisky de vaso tímido de los que siempre se quedan solos al final de la juerga, repite con Armiñán dos años más tarde en ‘Un casto varón español’, una comedia dramática con una situación similar a la del wéstern ‘El club social de Cheyenne’ (Gene Kelly, 1970). El casto varón del título hereda de su madre un lujoso burdel británico animado por las guapas Patty Shepard, Esperanza Roy, Teresa Rabal y Mirta Miller, por lo que su adjetivo pronto pasará a la historia. ¿Será capaz este maduro y rígido solterón de mantener a flote el próspero lupanar? El resultado es un subproducto picaresco que Armiñán defiende como puede. Con ‘El amor del capitán Brando’ (1974), la historia de un curioso triángulo en un pueblecito de la España profunda en los últimos años de la dictadura franquista, Armiñán realiza su típico filme de ‘qualité’, al que se agradece su sencillez en el acabado, lejos de cualquier amaneramiento, y su ausencia de intelectualismo, tan cara a este singular dramaturgo, novelista, realizador, guionista y articulista madrileño.

   Sus tres siguientes películas son otras tantas castañas: ‘Jo, papá’ (1975), relato generacional con varias escenas rodadas en Teruel y en Albarracín, que quiere profundizar en el conflicto del inmovilismo frente a una juventud emergiendo con gran fuerza; ‘Nunca es tarde’ (1976), especie de reivindicación de los derechos amatorios de la tercera edad, y ‘Al servicio de la mujer española’ (1977), hermético drama sicológico centrado en la relación entre una frustrada locutora de radio de una pequeña emisora local y un oyente que se hace pasar por mujer. Ni el guion, demasiado atado a los diálogos, ni la realización, del todo convencional, logran salvar esta comedia dramática blandengue, de tono agridulce y sin la menor gracia, pese a los esfuerzos del director por intentar extraer cierta poesía de los sentimientos cotidianos.

   Sus siguientes filmes muestran una mejoría en los resultados, pero solo pequeña, porque no terminan de cuajar, siempre limitados e insuficientes. En ‘El nido’ (1979) hace un retrato de las hostiles costumbres provincianas, y quiere ser lírico y tierno pero se ve perjudicado por el exceso de insinuaciones simbólicas. No se trata de una historia, que en cierto modo invierte el nudo argumental de ‘El amor del capitán Brando’, de carácter ‘lolitesco’, ni aprovecha el aspecto morboso a que podría dar lugar la relación, sino que contrapone el ocaso de una vida con la curiosidad que experimenta una adolescente de trece años por saber despertar interés, todo ello enmarcado en un ambiente opresivo, más dispuesto a censurar que a comprender.

   Armiñán crea en la discreta ‘En septiembre’, de 1981, una irónica comedia coral en torno a un grupo de personajes con arrugas disimuladas y asignaturas pendientes. Y los pone a conversar mientras van tomando conciencia de los grandes cambios que se han operado en cada uno de ellos. Y se citan las viejas rencillas con las nostalgias de la magdalena de Proust. Ese mismo año también participa en el guion de la serie ‘Ramón y Cajal, historia de una voluntad’, dirigida por Forqué, cuyo rodaje incluye localizaciones en Zaragoza y Huesca. Con ‘Stico’ (1984) ofrece una amarga reflexión sobre la precariedad y la dependencia en un mundo en el que prevalece la ley del más fuerte, que se transmite a través de una fábula ingeniosa, capaz de demostrar las propias contradicciones de la idea, cuando la familia del dueño quiere desembarazarse del esclavo y no puede según decreto. Como resume el propio Stico, encarnado por Fernando Fernán Gómez: “No hay libertad ni para dejar de ser libre”. Al filme, en cualquier caso, le perjudica la característica blandura de su director.

  Nostalgia, romance y un toque de magia cinéfila y de los bosques gallegos son los ingredientes que contiene ‘La hora bruja’ (1985), una producción lastrada por un ritmo un tanto cansino. En la línea de un Álvaro Cunqueiro, es un relato que se pierde en ramificaciones secundarias, un relleno que desvirtúa el componente romántico y el realismo mágico, pero se sostiene, al menos, por la fotografía del gran Teo Escamilla, tan propicia para atrapar la llamada “hora bruja”. Una vez más, Armiñán nos cuenta el pulso entre lo viejo y lo nuevo, el tiempo en caída libre y las ilusiones que sobrevuelan sin encontrar pista de aterrizaje. Dos años después, y sobre una buena idea argumental de Fernando Fernán Gómez, ‘Mi general’ es un intento de hacer una comedia con las fuerzas armadas españolas, pero Armiñán saca poco partido, un dislate digno de película estudiantil, una sátira de premisa interesante para después dormirse sobre su mullida impronta.

  Armiñán vuelve a la pequeña pantalla y en 1989 estrena ‘Juncal’, su trabajo de mayor éxito crítico y popular, sobre un matador de toros retirado por una cornada, realizado entre otras dos series televisivas sin tanto recorrido, ‘Cuentos imposibles’ (1984) y ‘Una gloria nacional’ (1993), todas ellas meditaciones sobre hombres en el ocaso y el legado que dejan. También escribe el guion del largometraje de Pedro Olea ‘El día que nací yo’ (1991), segundo protagonismo fílmico de la tonadillera Isabel Pantoja tras ‘Yo soy esa’ (Luis Sanz, 1990), desafortunado homenaje al cine folclórico español de pasadas décadas por sus desequilibrios entre la ironía y la nostalgia.

   Es ‘Juncal’ el realismo mágico del toreo, que incluso supera sus míticos referentes: los largometrajes ‘¡Torero!’ (1956), de Carlos Velo, y ‘Tarde de toros’ (1955), de Ladislao Vajda. Es ‘Juncal’ todo Rabal, que hace de sí mismo, muy bien trajeado de lino blanco y picaresca propia, la tauromaquia de la inclemencia de ir viviendo con el tabaco prestado y un sablazo a la dueña de la taberna de la esquina, previa rapsodia de galán que se las sabe todas, como un torero de sus talentos primitivos y leídos. Es la autoridad del fracasado que trasnocha por bulerías, liga aristócratas, cuenta cátedras de bohemia y acerca la ilustración de lo vivido al limpiabotas y al cerillero, fascinados. En sus capítulos se concreta el arte de vivir en torería, más allá del ruedo, incluyendo, obviamente, las artes de hechizar a la mujer, donde Juncal se consagra un maestro sin remedio. Un pícaro en condiciones que usa, con olor de Jerez, la elocuencia del encanto y el dandismo de ir tieso.

   ‘Al otro lado del túnel’ (1994), ‘El palomo cojo’ (1995) y ’14, Fabian Road’ (2008) cierran la filmografía de Jaime de Armiñán. En el primer título, último trabajo de Fernando Rey, vuelve a recrear uno de sus temas favoritos, los encuentros entre jóvenes y viejos. El guion y la puesta en escena aluden a lo crepuscular y a lo floreciente, a la calma de un monasterio y al frescor de una joven inquietante, a la crisis de inspiración y a la claridad al final del túnel. Pero todo resulta aburrido, blando, academicista, con una excesiva apoyatura en el diálogo y una pretenciosidad totalmente inadecuada entre la seducción y la poesía, el erotismo y el claroscuro.

   ‘El palomo cojo’ es una adaptación de la novela homónima de Eduardo Mendicutti, donde el escritor y periodista sanluqueño lanza una mirada ácida, tierna y lúcida a la peripecia de un niño que pasa un tiempo de convalecencia en la casa de sus abuelos, en un Cádiz lírico, misterioso y de interior, lleno de personajes atípicos y entre los que irá descubriendo aspectos de la vida y de los amaneceres del sexo. Armiñán, sin embargo, no acierta con el tono en su empeño de empaparlo todo de suave comedia como de drama, pese a ciertas sutilezas y detalles en la combinación del realismo y el aire onírico. Una adaptación, esto es, coja.

   Más interés ofrece su testamento fílmico, ’14, Fabian Road’, un absoluto fracaso comercial. Habla de una escritora argentina de éxito que está en España promocionando su nueva novela cuando una inquietante mujer la conduce a un hotel. Con personajes bien perfilados, la película se recrea en la pulsión de la escritura, en las sugerencias y en los ecos del pasado, y afronta una relación compleja, intensa, entre la novelista y la mujer que la rapta y vampiriza, sin que haya petición de rescate ni fecha de liberación.

   “Un cineasta nunca se retira. Los que son como yo no podemos jubilarnos porque lo hacemos únicamente cuando nos vamos a la triste fosa”. Palabras de Armiñán al recoger el Goya honorífico en 2014, en una vuelta al ruedo presidida por Enrique González Macho. Ya ven, siempre con esa chispa socarrona al estilo de su admirado José Luis Borau. Dos señoritos del cine español. Amores en silencio.

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