‘La estrella azul’, de Javier Macipe


Por Carlos Calvo

   Desde aquellos lejanos días en los que Ulises decide regresar a Ítaca, el ser…

…humano ha desarrollado de muy diversas maneras su particular viaje físico y emocional.  Cuando el viaje se torna en iniciático, la persona adquiere un estatus muy especial que en multitud de relatos ha adquirido la fisionomía del viajero que tiende a redescubrirse a sí mismo. En muy pocas ocasiones el viajero es capaz de desprenderse de sus prejuicios, de mirar la vida a través de un cristal que le devuelva una realidad distinta, pero igualmente real, que le haga dudar de sus propios principios.

   En ‘La estrella azul’ (2013), el fascinante filme del zaragozano Javier Macipe, se pretende plasmar la cotidianidad de un ‘rocker’ quijotesco en una ciudad de provincias, allá por los finales del siglo veinte, al que se homenajea buscando siempre la belleza en situaciones corrientes, para olvidarse de lo verdadero y lo falso, de lo común y lo extraordinario, y encontrar el esplendor de las cosas que transcurren sin que importen opiniones adversas o hábitos tóxicos. Un retrato en sepia, de luces y sombras, de huidas y encuentros, en una suerte de elegía con ese fluir vital de derivas existenciales, soledades y causalidades cósmicas.

   Un músico que decide dejar todo atrás para viajar, guitarra al hombro, y cruzar el Atlántico para llegar a parajes perdidos en busca de lugares donde el folclore es, más que una palabra, una forma de vivir; donde quien coge una guitarra y canta por la voz de los antepasados es escuchado. Allí encuentra músicas de gran calidad, letras sumamente profundas y una nueva filosofía de vida. Escribe Pavese que “uno necesita un pueblo, un paisaje, aunque no sea más que por la satisfacción de poder marcharse de él”. Y añade: “Un pueblo, un paisaje, supone no sentirse solo, saber que en la gente, en los árboles, en la tierra, hay algo de ti que, incluso cuando no estás, se queda esperándote”.

   Un implicado Pepe Lorente se pone en la piel de este músico y poeta urbano, una suerte de John Lennon aragonés del barrio de Casablanca, que emprende un viaje más metafórico que literal, en busca de una estrella azul: ese referente, esa guía en el universo que, a fin de cuentas, es la vida. Y ‘La estrella azul’ lo hace en forma de díptico, un antes y un después de la búsqueda que emprende el protagonista. Pocas películas resultan tan activas, adictivas, atentas a todo, influentes y permeables como esta, capaz a la vez de dictar las normas donde se decide casi todo y de inventar caminos rigurosamente nuevos en el género de la biografía. Es cine que busca público y, al mismo tiempo, cine que se busca.

   Y ahí se encuentra una figura como Javier Macipe, cosecha del 87, director y también guionista de esta historia despojada de cinismo, de aprendizaje cultural y afectivo. Ya desde sus primeros cortos, realizados en la primera década del siglo veintiuno (‘No pienso dejar de llorar’, ‘Efímera’, ‘Cuídala bien’, ‘Vivir sin agua’, ‘¿Hablamos?’, ‘Adiós, padresitos’, ‘Os meninos do rio’), le descubren como un fino y cabal estilista, un cineasta de actitud y gesto poético empeñado no en resultados, sino en amplitudes. Sigue su carrera con otras pequeñas piezas de gran calado, desde ‘Maestros’ (2015) hasta el episodio titulado ‘La tierra’ del filme colectivo ‘Reset’ (2020), pasando por ‘Un minutito’ (2016), ‘Ver’ (2017) o ‘Gastos incluidos’ (2019).

   En 2014 se aventura en un singular mediometraje, ‘Los inconvenientes de no ser dios’, retazos de historias enlazadas cuyos protagonistas se enfrentan a la limitación evidente de no ser dioses, con la impotencia y la aceptación que eso conlleva. La muerte se presenta como tema transversal: la muerte como solución, la muerte como resignación, como un monstruo que acecha o como un compañero de vida. Pero más allá de la muerte física, hay otros tipos de muertes generadas, precisamente, por el miedo o la incapacidad de afrontarla. Todo ello desemboca en el largometraje ‘La estrella azul’, donde la muerte, en efecto, es un ente omnipresente que planea y persigue al protagonista.

   Estamos ante una producción que es mitad documental y mitad aún más real que la propia realidad. Ficción, sí,  pero con una intensidad tan de verdad que duele. Porque por encima de lo real está lo sentido. Porque inesperada es la vida y también sus continuos impulsos hacia delante. Macipe consigue un filme hermoso, emotivo, donde el dolor y la melancolía están presentes, un relato de largo aliento, articulado como ficción, esto es, pero desde una perspectiva claramente de documento, ya presente en el prefacio con la imagen, reveladora, del propio guion. La fusión entre personas y personajes, por así decirlo, con la coda final de las bambalinas del rodaje, reivindicando el poder del cine como documento histórico y testimonial. También circular.

   La película no solo es una historia, tan típica como cálida, acerca de un individuo que recupera la ilusión; también es un comentario, más crítico de lo que permite vislumbrar la amabilidad de la propuesta, sobre el ansia de llamar la atención en la esfera pública con lo que hacemos, una estrategia condenada al fracaso, antes o después. Al fin y al cabo, el mensaje de ‘La estrella azul’ constituye una advertencia contra los espejismos y oropeles de los eventos culturales.

   Coproducción entre Argentina y España, con la participación de la firma aragonesa El Pez Amarillo, la película habla del músico zaragozano Mauricio Aznar (1964-2000), cantor apasionado de géneros y sonidos diversos, del rocanrol al tango, la chacarera, la milonga o la zamba, y que fue arte y parte de grupos como Golden Zippers, Más Birras o Almagato, allá por finales de los ochenta y principios de los noventa. “Toda la obra de Más Birras”, advierte el propio Macipe, “es una oda a esos lugares pequeños de los que no hablaba la música de moda, que hablaba de lo que pasaba en Madrid o Barcelona; Mauricio Aznar tuvo el valor de cantar al pueblo, a la tierra, al barrio, de decir cosas como ‘migas, uva y vino’ en una canción”.

   Mauricio, con su nombre de notario más que de estrella, se instala en Latinoamérica tratando de dejar aparcados en España su desilusión hacia la música, su adicción a la heroína y una ruptura sentimental. La depresión y la falta de horizonte, en fin, se instalan en su ser y decide huir. Y se baja del escenario cuando la gente empieza a llenar las salas para verlo. La ansiedad del poeta que prefiere el verso al aplauso lo consume. Un combo de bofetadas que se junta con el propio cansancio del rock, pues empieza a acusar falta de ideas, acaso por un importante cambio en las tendencias que deja atontado al género, además de cierto grado de acomodamiento y cinismo.

   En efecto, una crisis de identidad, también con su banda, el público y la industria discográfica, que le hace partir hacia lo más profundo de Argentina, en un viaje de purificación, para visitar el museo y la tumba de Atahualpa Yupanqui, el gran propósito de su peregrinaje, y empaparse de la música tradicional de aquellas zonas. Sin embargo, diferentes sucesos lo llevan a la provincia de Santiago del Estero, a orillas del río Dulce, donde conoce al argentino Carlos Carabajal (1929-2006), un anciano compositor en horas bajas que resucitará en el zaragozano el amor por la música y la vida. Allí encontrará una comunidad gozosa que vive por la música, con la alegría sencilla del tiempo lento. Y aprenderá con el maestro los secretos de la guitarra, a tenerla, a rasguearla, a saborearla, todo un proceso de deslumbramiento y devoción. Y juntos se embarcarán en una de esas segundas oportunidades que nos hacen amar el cine.

   Con excelentes ideas visuales (atención a la fotografía de Álvaro Medina, en el límite de la abstracción), confiando en la verdad que se desprende de la historia que cuenta, Macipe hace de su filme una suerte de viaje transformador para el protagonista gracias a su contacto con formas de experimentar el día a día y la relación con la música alejadas del espejismo del éxito material y la repercusión mediática que nos hemos intoxicado a vincular con la práctica artística en otras geografías. Y, más allá de un desenlace mágico, los paisajes del país sudamericano cautivan tanto como el ‘tempo’ que adquiere una trama virada en el límite de lo conceptual.

   El director se las arregla para hacer coincidir cada gesto mínimo, cada detalle, cada emoción por diminuta que parezca, con el sentir de un tiempo desbordado, de un tiempo que acaba. Fascina la facilidad con la que ‘La estrella azul’ coloca en la misma longitud de onda las heridas de la memoria más personal e intransferible con la mitología compartida del sueño y la soledad, del rechazo y el refugio. Macipe demuestra ser un director ambicioso en su modestia, que no duda en enfrentarse a una reconstrucción de época precisa y a un libreto construido desde la más elemental emoción, entre la realidad, la fascinación y el asombro, pero sin limitarse a la comodidad de lo íntimo, de lo apenas apuntado.

   ‘La estrella azul’ se parece poco a lo que nos tiene acostumbrado el cine español reciente (por no hablar del aragonés, signifique lo que signifique). Y en ese carácter distinto reside buena parte de su virtud y su capacidad para el asombro. De repente, la propuesta de Macipe juega a mezclarse con el documental, pero sin dejarse enredar en sus modismos: es ficción, pero sin balbuceos. Y es, también, una oda al acto de crear entre el musical dramático, el ‘biopic’ naturalista y la ‘road movie’ de autobús, pero que trasciende los trillados ejercicios que de ellos el cine nos tiene acostumbrados (o malacostumbrados), y nunca resulta convencional o acartonado. Y mucho menos hagiográfico. En este sentido, la película se acerca a los principios del irlandés John Carney en ‘Once’ (2006), la inspiradora historia de dos almas gemelas que se encuentran en las calles de Dublín, o a los fundamentos del sueco Malik Bendjelloul en ‘Searching for Sugar Man’ (2012), una reflexión sobre el culto al éxito en torno al músico Sixto Rodríguez, tratado como un filme de suspense.

   Sea como fuere, ‘La estrella azul’ se permite ciertas licencias históricas, con cambios en el punto de vista o rupturas en el tiempo y espacio, aunque lo que se retrata con fidelidad es la esencia de Mauricio Aznar y su trayectoria vital como artista, especialmente cuando emprende un viaje que va de la decepción inicial en su Zaragoza natal, harto de todos y de todo, hasta el encuentro inesperado con el folclor argentino. Algo parecido a lo que, años después, haría a su manera otro zaragozano como Santiago Auserón, en este caso con la música popular de Cuba, que bien lo refleja el nada desdeñable documental de Juanma Betancort ‘La semilla del son’ (2022).

   Macipe, con la imprescindible labor de Amelia Hernández en tareas de producción, es consciente de estar contribuyendo a una construcción cultural compartida y asume un papel de cruce de caminos entre los paisajes viajados y la descripción de un pasado, de una época sujeta en la memoria. Pero bien sabe su propio autor que la descripción no lo es todo en el mundo de las artes, donde se ha de valorar tanto lo que se dice como el modo de decirlo. Es decir, los procedimientos y sus pautas de uso. En el ajuste de los distintos niveles, ya de concepto, ya de argumento, ya técnicos, reside precisamente la caligrafía de una obra tan imponente como ‘La estrella azul’, donde la tradición y su plasmación se convierten en protagonista. Porque, sobre todo, se cuenta el esfuerzo de un músico por exorcizar demonios, espantar miedos y hasta enfrentarse a su propio destino. Es un relato de drogas y vampiros, de música y muchos sueños, de amistad y despedidas.

   Y, de alguna manera, también es el relato pautado de una generación. Porque siempre supo Mauricio que para ajustar y agrandar su pasión musical se necesitaba base, cultura, estudios. Y él los tenía. Un profundo conocedor de las artes y las letras. Sus temas lo demuestran: “Vuelvo del puro invierno / desde la semilla al calor, / en un brotar de esperanzas / para aromar mi canción, / como una copla olvidada / que hoy encontró a su cantor. / Fui espera, temblor y helada / en las ramas de un viento sin flor, / la lluvia me dio su cuerpo, / el tiempo su mismo color, / y hoy vuelvo a nacer al surco / para llenarme de sol. / Soy campo, nido y cigarra, / madura el verano en mi voz. / Voy de la siesta al ocaso / y al toque de la oración. / Y sueño con el lucero / en el trino madrugador. / De los pagos del olvido / me vine a entregar mi dolor, / bandera de la distancia. / Soy un pañuelo de adiós, / camino en la noche larga, / pero camino al amor… / de los pagos del olvido”.

   No se trata tanto de la reconstrucción de un relato como de la propia construcción de un presente sin tiempo. A fin de cuentas, con el paso del tiempo hemos dejado que nos fueran robando las estrellas. Porque, digámoslo ya, se puede confundir el pasado y la memoria, pero son dos cosas muy diferentes. El pasado se construye con hechos, con acontecimientos que han sucedido. La memoria es un acto de hoy que recuerda el pasado y siempre lo transforma. Somos, en fin, memoria de un paisaje. Y sin memoria, bien lo sabe Javier Macipe y bien lo sabía Mauricio Aznar, no seríamos nada. ¡Bravo!

   Título original: ‘La estrella azul’. Nacionalidad: Argentina y España. Producción: Simón de Santiago, Amelia Hernández, Hernán Musaluppi, Fernando Bovaira, Diego Rodríguez y Antonio Pita (El Pez Amarillo, Cimarrón Cine, La Charito Films, Prisma Cine y Mod Producciones). Dirección: Javier Macipe. Guion: Javier Macipe. Fotografía: Álvaro Medina. Música: Mauricio Aznar. Intérpretes: Pepe Lorente, Cuti Carabajal, Bruna Cusí, Marc Rodríguez, Catalina Sopelana, Mariela Carabajal, Noelia Verenice López, Demi Carabajal, Manuel Chacón, Pablo Álvarez, José Luis Esteban, Erin Memento, Elvira Vallés, Alberto Castrillo-Ferrer, Rodicio Goyanes, Guillermo Mata, Carlos Páramo, Alberto Solobera, Johnny Sierra, Enrique Bunbury, Jaime González. Género: Drama, biografía y musical. Año de producción: 2023. Duración: 129 minutos.

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