La revolución feminista a través del celuloide


Por Carlos Calvo 

   El aula de cine del Campus de Huesca, que coordina la profesora, historiadora y realizadora turolense Ana Asión, ha iniciado un nuevo ciclo con ocho películas que repasan, desde el silente hasta ya entrado el siglo veintiuno, todo un siglo de reivindicación…

…feminista y de evolución social hacia la igualdad. Para abrir boca, ‘Campesinas de Ryazan’, un filme mudo soviético dirigido en 1927 por Olga Preobrazhenskaya e Ivan Pravov que cuestiona el patriarcado desde la sociedad rural de principios del siglo veinte en la Rusia europea. Cuenta la historia de dos campesinas, una tradicional, responsable, y otra abierta, impulsiva, divertida y muy curiosa ante cualquier síntoma de modernidad, en un cóctel explosivo de melodrama y crítica social. Dos mujeres que representan los dos modelos de sociedad, el de la tradición y el de la apertura, para reflexionar sobre la dignidad, la sabiduría y la sutileza. Una película atenta a los detalles y los gestos, aparentemente sencilla pero llena de diversidad y tejido emocional.

   Del gran Kenji Mizoguchi se programa ‘Las hermanas de Gion’ (1936), producida por su propia compañía independiente Daiichi Eiga, fundada en 1934 junto a su amigo Masaichi Nagata, empresa con la que el cineasta japonés trabaja con un sentido de renovación total. Durante esta etapa rueda cinco películas, entre ellas esta que nos ocupa, realizada inmediatamente después de ‘Elegía de Naniwa’ (1935) y antes de ‘El valle del amor y la tristeza’ (1937). Su cine sobre actrices confirma su especial interés por los problemas femeninos y sus dotes para lograr admirables y acabados retratos de mujeres. En ‘Las hermanas de Gion’, a través de formas rítmicas y plásticas originales, sugiere encrucijadas en el camino, otorga a los personajes femeninos una hondura infinita y avanza el relato con lentitud y potencia. Dos hermanas que intercambian experiencias y complicidades para un filme de estilo deslumbrante y de apabullante dominio de la puesta en escena, de insobornable belleza en cada uno de sus planos y de incomparable maestría técnica. Es la vida misma, en su lento transcurrir, la que vuelve a pasar ante nuestros ojos. Esa belleza, la que es capaz de hacer florecer los sentimientos cuando en la pantalla no está ocurriendo nada demasiado dramático, es, en realidad, la maestría del director nipón hablando por sí mismo. Mizoguchi, que empieza en el cine como ‘oyama’ (actor de papeles femeninos, de interpretación entonces prohibida a las mujeres), es capaz de emocionar epatando, apenas subrayando lo que quiere contar y huyendo, esto es, de lo folletinesco.

   El francés Roger Vadim hace sus primeras armas como realizador en 1956 con ‘Y Dios creó… la mujer’, filme producido por Raoul Levy, una comedia de poco valor fílmico, pero que ha entrado estruendosamente en la historia del cine por el papel que interpreta Brigitte Bardot en su irresistible simbiosis de ingenuidad y picardía, la historia de los problemas de una muchacha huérfana con los hombres que la pretenden por su belleza. El escándalo provocado por la película en algunos medios puritanos contribuye a su gran éxito internacional y le permite volver a dirigir a la Bardot en ‘Les bijoutiers au clair de lune’ (1958), cuya acción transcurre en España. Con estas películas configura el célebre arquetipo de la ‘femme-enfant’, basado en la ingenua perversidad de los personajes interpretados por su estrella, cuyos rasgos fisonómicos adolescentes contrastan con una conducta sexual desenvuelta, fruto de un nihilismo ético, inocente en apariencia.

   Las virtudes y limitaciones cinematográficas de Vadim quedan bien de manifiesto en estos filmes, como ocurre con en el resto de su filmografía. En efecto, desde la exuberante imaginación erótica, teñida de inconformismo, aunque de contenido superficial, hasta el gran sentido visual, con un gusto figurativo emparentado con el de los magazines de moda. Su obra significa cierta ruptura formal con el rígido academicismo de la producción francesa del momento, por lo cual Vadim es saludado como un precursor de la ‘nouvelle vague’. Pero nada de nada. Porque, a fin de cuentas, siempre ha cedido a las tentaciones comerciales y convierte en tópico de escaso interés el potencial erótico de su imaginación.

   A quien sí hay que considerar como una gran cineasta es a la belga Agnès Varda, de quien este ciclo programa la producción francoitaliana ‘Cleo, de 5 a 7’ (1961), un interesante drama sobre las angustiosas horas de la vida de una joven cantante que espera conocer, impaciente, el diagnóstico médico de una enfermedad que puede ser fatal. Cuando una adivina, al leer las cartas, le revela que tiene cáncer y puede morir, su inquietud aumenta. Así toma conciencia de su egoísmo hacia los demás y de su propia soledad. El encuentro con un hombre sencillo le hace recuperar el gusto por la existencia. Un filme insólito y patético que refleja una aguda sensibilidad femenina, así como un sentido plástico poco común, una suerte de documento sicológico sobre la relación entre el presente y el recuerdo. Acaso el estilo flexible y matizado de la narración doble adolece de un cierto amaneramiento.

   Directora, guionista y productora, la alicantina Cecilia Bartolomé es una de las pioneras del cine español junto a Josefina Molina y Pilar Miró, que se gradúa en la escuela oficial del séptimo arte en 1969 con la práctica ‘Margarita y el lobo’, un mediometraje rompedor que utiliza el género musical para hablar del divorcio en la España franquista. En este ciclo desde Huesca se programa su primer largometraje de ficción, ‘Vámonos, Bárbara’ (1977), considerado oficialmente como el primer filme con discurso feminista realizado en el país, un relato valiente y arriesgado, aunque dramáticamente débil en su conjunto. Con fotografía de su marido José Luis Alcaine, estamos ante una suerte de ‘road movie’ sobre una madura mujer catalana con una hija de doce años que, en  contra de los consejos de su familia, decide divorciarse para emprender un viaje, donde experimentará emociones desconocidas hasta entonces. Con todo y con eso, esta cineasta queda como una de las figuras más transgresoras que ha dado nuestra cinematografía, tanto por su compromiso de vanguardia con sus filmes y la sociedad como por dejar en su celuloide uno de los retratos más completos de la transición política y las últimas décadas de la dictadura. Sea como fuere, y al modo poético de Agnès Varda, el cine de Cecilia Bartolomé siempre innova y subvierte los roles femeninos, todo un referente para muchas mujeres valientes y luchadoras que años después se han dedicado a este mismo oficio.

   Hija de la aristócrata Elisabeth von Trotta y del pintor Alfred Roloff, Margarethe von Trotta pertenece a la generación que cambia el llamado ‘nuevo cine alemán’. Comienza su carrera como actriz y se forja a las órdenes de Fassbinder con ‘El soldado americano’ (1970) o ‘Esa prostituta tan feliz’ (1971). También es musa de otro miembro destacado del grupo como Volker Schlöndorff, de quien es su compañera durante veinte años. Al mismo tiempo, Von Trotta inicia una nutrida carrera como directora en la que brilla no solo como la única mujer del selecto grupo, sino, también, por su militante feminismo. Su intención es no crear “cine de mujeres”, sino realizar películas desde “el punto de vista femenino”. Y ‘Las hermanas alemanas’ (1981), que este ciclo coordinado por Ana Asión programa, es un buen ejemplo de ello, la historia de dos niñas nacidas en Alemania durante la segunda guerra mundial y que tienen una infancia represiva: una opta por la revolución y otra por el feminismo al llegar a su juventud.

   El británico Ridley Scott realiza con ‘Telma & Louise’ uno de sus más sonados éxitos comerciales, pero no es, ay, uno de sus mejores trabajos. Las protagonistas, en esta ‘road movie’ de claro talante feminista, pierden la brújula para encontrar el norte. Su viaje de fin de semana, que inesperadamente se irá transformando en una huida fuera de la ley, contiene dosis de aventura, ironía, sentido del humor y de la amistad para despertar (y ajustar) conciencias, aunque está cargada de lugares comunes, clichés fundamentalmente masculinos: esos maridos, esos camioneros, ese policía, ese Brad Pitt esplendoroso… Todo, pues, demasiado esquemático, insignificante, y rodado, maldita sea, al modo del spot publicitario. Y es que dos amigas deciden escapar de sus miserables rutinas al volante de un rutilante (y descapotable) Thumderbird del 66, pero un desgraciado incidente pondrá a la policía tras su rastro. La película recuerda mucho al argumento de ‘Messidor’ (1979), de Alain Tanner, pero sin la sutileza del suizo. Final sensacionalista, para rematar.

   Y para rematar el ciclo (y estas líneas), la coproducción entre Turquía, Francia, Alemania y Qatar ‘Mustang’ (2015), con la que debuta en la dirección del largometraje la actriz turca Deniz Gamze Ergüyen y que recuerda a ‘Las vírgenes suicidas’ (1999) de Sofia Coppola. El audaz filme penetra en lo más profundo de la tragedia y grita contra la sinrazón con una puesta en escena en la que los planos van fluyendo con sutileza y hurtan al espectador los momentos cumbres gracias a un majestuoso manejo de la elipsis. Un ejemplo de cine de insólita hondura, entre mágico y terrible, que denuncia la represión femenina en la sociedad turca, la vida de cinco hermanas huérfanas entre doce y dieciséis años encerradas por su enfermizo tío en su casa en un pequeño pueblo. Crecen en una familia obsesionada con la tradición, en concreto con la virtud de las chicas hasta sendos pactos matrimoniales. Su lucha por la libertad se convierte en un conmovedor pulso entre el pasado y el presente en la Turquía del momento. Un broche poético y arrebatadoramente romántico, repleto de tensión y sensibilidad, al ciclo coordinado por Ana Asión.

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