Distancia parmesana 


Por José Joaquín Beeme

   ¿Os gusta Bertolucci?, les pregunté convencido de que allí debían tenerle por gran embajador de la cultura parmesana, hijo predilecto o pródigo que hasta se permite profetizar en su tierra: el mayor artista vivo de la ciudad, según el director del Archivio di Stato, que está buscando dineros para dedicarle sección propia.

   Pero nuestras amigas de la fundación Magnani-Rocca, asaltadas por autobuses ávidos de sus goyas a lo vivo, se muestran educadamente distantes: «Demasiado retórico. Siempre. Sólo en El último tango dejó de serlo, porque la muerte es lo único antirretórico.» Opuse que en sus películas ha cantado la ciudad de Parmigianino, Correggio y Toscanini, la provincia verdiana, sus campos y alquerías, hasta hacer de ellos y ellas una geórgica de la Bassa Emilia (Novecento), pero de nada servía mi entusiasmo ni que formara parte de mi educación «revolucionaria», pues sus coterráneos, como tantas veces sucede, no le aman. Un poeta artificioso del cine, espectacular cuando puede serlo y le agasajan de presupuesto, alambicado si se deja llevar por su antigua vena literaria, heredada del padre Attilio. Parma ingrata, la de los robustos leones de fe de su catedral que ahora memora sus 900 años en pie y propone viajes al Medioevo en el próximo palacio de la Pilotta. Parma arrasada en sus palacios, en la última guerra que, desde fuera de Italia, aparece como de liberación del invasor alemán y fue esencialmente civil, de unos italianos contra otros (no sólo contendía la Italia negra contra la roja: los partisanos «blancos», democristianos, midieron sus armas con los comunistas). Un racimo de bombas aliadas saltó en pedazos el teatro Farnese, ahora una carpintería nudosa de diferentes tonalidades que oculta a duras penas los mordiscos del fresco: una instalación de cristales desventrados de Claudio Parmiggiani evoca el desprecio de los pilotos USAF por los fragilísimos templos del arte. Parma, como el resto de Italia, fue liberada al precio de su independencia cultural. Pido a nuestras amigas que, al menos, reconozcan la lucidez de su paisano en este punto: «Está naciendo en mí un rechazo del presente… un presente cada vez más doloroso porque se empiezan a sentir los ecos de eso que Pasolini llamaba ‘homologación cultural’. Las culturas locales están perdiendo peso e identidad, desplazadas por una especie de estilo internacional en que ya no pueden reconocerse. Por eso volvemos espontáneamente la mirada a épocas en las que la cultura gozaba todavía de individualidad.» Él nunca ha olvidado sus mitos arcádicos de infancia, y su cine lo prueba; lo escribió en un guión de 1964, pero es como si lo hubiera hecho ayer: Adesso che me ne sto in pace, attaccato alle mie radici, mi pare di non esistere più...

 

Hoy es siempre todavía
Por José Joaquín Beeme

    Entusiasmado por la revuelta godardiana, Bertolucci regurgitó en su segundo largo todas las enseñanzas y los genes recibidos. Prima della rivoluzione lleva el reconocimiento al padre Pasolini (ese prólogo off sobre una Parma aérea, el gurú marxista Cesare / Morando Morandini), al padre Rossellini (el mítico manifiesto de Gianni Amico, coguionista: «¡No se puede vivir sin Rossellini!», fue añadido en estudio sobre un diálogo bastante banal), la punzante «nostalgia del presente» en contradicción con su voluntad de desclasamiento, el tributo a la Cartuja de Stendhal, a la cámara óptica del Fontanellato, la elegía por la naturaleza perdida en las paludes de Stagno Lombardo, el amor indisimulado por su actriz principal, una neurótica y valiente, por testimonial, Adriana Asti, homenaje esta vez a los personajes escindidos de Antonioni… La reciente masterización contiene un disco de propinas ejemplar, bien lejos de insulsos making of y retales de blockbuster. Una excelente serie de entrevistas a cargo de Giuseppe Bertolucci, cineasta grande apagado por el brillo del hermano, hace desfilar el magisterio de Pasolini (lo evoca Enzo Siciliano), el contexto nuevaolero (trazado por los profesores Aprá y Casetti), el maestro Morricone y su mesilla nocturna de ideas (semejante a la servilleta de versos que Petrarca colocaba bajo la almohada), el inicial desencuentro del aprendiz Storaro, la jeunesse dorée parmesana (burguesía traidora que ha recordado otro Bertolucci, Giovanni, y el protagonista, Francesco Barilli), la sintaxis partida y rabiosamente subjetiva (explicada por las especialistas Grignaffini y Albano), el post 68 de Marco Tullio Giordana (Maledetti vi amerò retoma la fiesta de l’Unità, pero en su resaca), un cine aún sin vicios televisivos (Bellocchio: I pugni in tasca) que han adulterado nuestra mirada, los cortes o depuraciones del director sobre la copia de trabajo… tantos y tantos estímulos de quien sabe de cine y a quienes lo aprecian, como arte legítimo, se dirige. Magno Bertolucci en esta sugestión de un tiempo joven preñado de mañanas: el prerrevolucionario será sin duda un estado del alma, porque cuando la idea se realiza cae siempre su corola de belleza, la vida dulce que añoraba Talleyrand.

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