Juegos del hombre


Por José Joaquín Beeme

   Sensaciones chocantes y sentimientos encontrados los míos después de haberme calzado gafas y guantes virtuales y haber sobrevolado unos Alpes de vértigo, gulliverizado París, gobernado equinoccios en órbita geoestacionaria o pintado garabatos lisérgicos que pulsaban con Pink Floyd.

    Cuando Spielberg me invita a su circo de explosivos, avatares mangakas y bailes ingrávidos, pienso que Ready player one festeja, de un lado, esa misma experiencia trotamundos donde todo, by default, es virtualmente posible, mientras que del otro lado, el supuestamente real, la mugre y la desolación ensombrecen las vidas sin remedio empobrecidas: un desparrame de ciegos epilépticos vaga por las calles sin otro horizonte que el que labran sus universos ideales, legión de abducidos por un supuesto geniecillo, oh dios, que ha edificado su riqueza a costa de entontecer a miles. Una humanidad próxima, parece decirnos el de Cincinnati, de ratas de periferia hipotecadas, esclavizadas, VR narcotizadas, jugando el juego del gurú que arquitectó su redención y su condena. Apunte que lleva a tipos como Jobs-Gates-Zuckerberg pero que puede sin dificultad reconducirse al padrino de este trip acrobático: el mismo Spielberg, great faker que ha planificado encuadres y movimientos de cámara desde dentro, nos había ya gratificado con mundos paralelos, paraísos artificiales que dejan la vida de diario, a poco que te dejes llevar, al nivel del barro. El comando antisistema protagonista (falsilla narrativa archimasticada) promueve, en ese contexto, una vuelta poco convincente a la vida-vida, una rebeldía que se nos antoja sin fin pero también, a la postre, sin causa.

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