Los estrenos en los cines: ‘El reino’

Por Don Quiterio

      Licenciada por la universidad de Navarra en comunicación audiovisual y por la escuela de cine de Madrid en la especialidad de guiones, la zaragozana Isabel Peña –cosecha del 83- firma el libreto, junto al director madrileño Rodrigo Sorogoyen, de ‘El reino’ (2018).

   Su carrera como guionista la ha desarrollado en varias series televisivas (‘Impares’, ‘Frágiles’) con las que se va curtiendo para desembocar en sus primeras incursiones cinematográficas de la mano del propio Sorogoyen, autor este asimismo del estupendo corto ‘Madre’, de reciente producción, o de esa ópera prima codirigida por Peris Romano, ‘8 citas’, una tan divertida como fresca comedia coral (y circular) de episodios que reflexiona sobre las fases del amor.

  La zaragozana y el madrileño, esto es, ya trabajaron juntos en ‘Stockholm’ (2013) y ‘Que dios nos perdone’ (2016) –también en la serie ‘La pecera de Eva’-, dos largometrajes que desnudaban algunas de las más significativas obsesiones de la sociedad del momento, al modo de radiografías de un tiempo amargo y desencantado. Ahora, en ‘El reino’, las miradas de Rodrigo Sorogoyen e Isabel Peña conducen a un dibujo hiperrealista de una sociedad brutalizada en una diestra combinación de agresividad visual y templanza narrativa. Si el anterior largometraje de ambos era un filme policiaco con cierto trasfondo político, en ‘El reino’ se invierten los términos y fabrican una película decididamente política con elementos de thriller. Es el desbroce analítico y quirúrgico de la caída de un prometedor político corrupto. Es como si la corrupción estuviera dando paso a la putrefacción y a la descomposición de un reino lleno de agujeros. Como exclama Hamlet: “Lo grosero y lo hediondo se extienden por todas partes, propagando el olor a podrido”.

  El filme habla de la atmósfera sucia de la política, esa ciénaga donde sospechar es lo más lógico y cuando enciendes el ventilador siempre salta barro en un ecosistema maléfico en el que la democracia no puede sobrevivir. Es el mundo de las confidencias improcedentes, los evasores fiscales, los receptores de comisiones, los chantajes, lo que mojan en todas las salsas que se cocinan. Rodrigo Sorogoyen e Isabel Peña nos hacen reflexionar sobre la insalvable diferencia entre el alto listón ético establecido por las fuerzas políticas y las conductas reales de sus líderes. Gozan de injustificados privilegios e incurren en todo tipo de conductas reprobables. Están en la cima del mundo. Son vehementes. Son los putos amos. El guion compone una radiografía precisa del mal que no sabe de siglas e inunda con su tufo cualquier institución.

  Con atmósfera de thriller tenso y paranoico, vertiginoso y sin respiro, la historia se convierte en un drama personal, alejado del maniqueísmo, en el que el corrupto pasa a ser víctima de un despiadado mecanismo de exclusión atizado por las maniobras hediondas de sus propios compañeros de partido. El ritmo cargante de las partituras de una música electrónica, que golpea incesantemente el estado de ánimo del espectador, sirve para generar un clima de desasosiego, de metonimia festiva sin principio ni fin que es la misma corrupción, e insuflar un estímulo de energía al protagonista, mientras la cámara le persigue por multitud de pasillos en un intento de salvar su estatus, ya juzgado y condenado. Es el avaricioso vicesecretario autonómico que, justo cuando iba a dar el salto a la primera línea nacional, siente cómo la mugre que había ocultado, desde el comienzo de su carrera, le estalla en la cara, señalado con el dedo por los medios de comunicación -¡ese miedo e indignación reflejados por una indomable periodista de investigación!- y acorralado como un corderito por el lobo, la justicia. Y el castillo de naipes empieza a arder. Caída al abismo. Sin remisión. Porque sus más fieles aliados de sobornos y cohechos deciden sacrificarlo. No hay salida.

  Pese a su decepcionante secuencia final, obvia y endeble, que extraña porque el vigoroso guion posee hechuras del mejor thriller, aunque, inexplicablemente, explicita de un modo un tanto tontorrón las tesis que subyacen en su discurso. ‘El reino’ es una gran película, ambiciosa y directa, sobre la corrupción y también sobre el funcionamiento interno de los partidos políticos. Rodrigo Sorogoyen e Isabel Peña hablan de la corrupción y lo hacen no tanto con vocación de cronistas como de documentalistas del mismo alma. Lo que aparece en la pantalla es la ruina del sistema convertida en neurosis, en caso clínico. No describen tanto el hecho de la corrupción en sí mismo, sino lo que sucede cuando la cosa estalla y todo el mundo quiere salirse por la tangente. Sálvese quien pueda. Son las cloacas y alcantarillas por las que se cuelan políticos ansiosos de dinero y poder. Unos corruptos para los que no hay redención, ni divina ni terrenal, y en la que solo queda la huida hacia delante del antihéroe. Porque las puñaladas traperas se precipitan, a diestro y siniestro. Sin remedio. Sin compasión.

  El filme retrata, sin melodramas y con humanismo, el vertedero moral de un partido de una comunidad de la costa española, cuyos tentáculos alcanzan Madrid, Andorra y Suiza. Los tratos de favor, los ajustes de cuentas, las adjudicaciones de contratas, los chanchullos financieros, las recalificaciones urbanísticas, el tráfico de influencias o los chivos expiatorios sobrevuelan por las imágenes de ‘El reino’. Fechorías servidas en bandejas de carabineros -¡el marisco como metáfora de la ostentación de poder!-, fiestas en yate, rólex de oro, ‘audis’ o agendas henchidas de apuntes contables. Ambientes lujosos salpicados de mierda. Al mismo tiempo, la película pretende poner frente al espejo las contradicciones del ser humano que se engaña a sí mismo normalizando el robo de dinero público y que, en el fondo, solo pretende sobrevivir a los demás compañeros de partido en una lucha de poder encarnizada.

  Es una pena, decía, que al final la acción deje paso al discurso. Es el momento en que el guion de la zaragozana y el madrileño hace una pirueta inductiva que no está a su alcance, ni al de nadie, y deja de contar el apasionante descenso a los infiernos del dirigente regional interpretado por un expresivo Antonio de la Torre para elaborar una farragosa -y siempre agradecida, no obstante- teoría general sobre la democracia en los tiempos del capitalismo financiero. Un político de provincias, en efecto, venido a más a golpe de conseguir financiar ilegalmente al partido. Cuando la cosa se pone fea, y la prensa comienza a sacar los trapos sucios del blanqueo de dinero, los compañeros le abandonan. Como a un perro. La soledad. No hay compasión. Solo queda la familia, al fin y al cabo, como primer y último refugio.

  La compasión debe formar parte de nuestra propia realidad de pobres hombres, corruptos por naturaleza, como decía Lutero, solo salvables por un amor crítico. No se trata, pues, de aceptar acríticamente el mal, sino de asumirlo críticamente. Decía el lúcido san Ireneo que solo se redime o salva lo que se asume, así que tenemos que asumir nuestra herencia de corrupción y corruptelas, enmarcándola críticamente, claro, pero no inquisitorialmente. La corrupción, maldita sea, debería asumir su precio y pago público.

  La película, así, resulta magnífica cuando habla de asuntos asquerosamente humanos como la codicia o la soberbia, la cobardía o la vergüenza. Porque lo hace con crudo naturalismo. Con lenguaje procaz. Con lamparón de cabeza de langostino. Con pulso cocainómano a la manera del Scorsese de ‘Uno de los nuestros’. O de cualquier Polanski. Bajo su trama se esconde la trama verdaderamente interesante de nuestro tiempo. Por subterránea. Por impenetrable. Por tolerada. Sin embargo, la película se queda a las puertas de algo mucho más trascendente y arriesgado por el borrón, maldita sea, de su desenlace. Como un añadido poco creíble, de una descafeinada moralina, que estropea, en cierto modo, lo anteriormente planteado, porque se alude discursivamente a los políticos y se omiten, vaya por dios, a los empresarios y a los altos funcionarios de la justicia. La ecuación no cuadra.

  Pese a ello, ‘El reino’ es, a mi modo de ver, una excelente crónica sobre el interior putrefacto de nuestra sociedad. Recuerden a Hamlet: “Lo grosero y lo hediondo se extienden por todas partes, propagando el olor a podrido”.

  Nacionalidad: España y Francia. Año: 2018. Distribución: Warner Bros. Producción: Gerardo Herrero y Mikel Lejarda. Dirección: Rodrigo Sorogoyen. Guion: Isabel Peña y Rodrigo Sorogoyen. Fotografía: Álex de Pablo (color). Música: Olivier Arson. Intérpretes: Antonio de la Torre, Mónica López, Josep Maria Pou, Nacho Fresneda, Ana Wagener, Bárbara Lennie, Luis Zahera, Francisco Reyes, María de Nati, Paco Revilla, Laura Gómez-Lacueva. Duración: 122 minutos.

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