Solo se vive una vez: Algarrobas en el café Gijón


Por Don Quiterio 

  La muerte es maestra. Y enseña. ¿Por qué nos gusta más una flor de cerezo que una de plástico? ¡Porque es fugaz! La belleza es perecedera. La belleza de la muerte es la partida de ajedrez del sello Bergman.

    Si fuésemos inmortales, dios no lo quiera, la vida perdería mucha parte de gracia. O toda, para qué engañarnos. Sería un caos, una dejadez. La muerte, aunque nos pese reconocerlo, hace preciosa la vida y todas esas obras que los humanos realizamos. El arte, acaso, no existiría si no hubiera muerte. Luis Buñuel, tan tozudo, era pura contradicción, pero sabía que la belleza estaba en la putrefacción. Era un maestro. Y un ateo, gracias a dios. Por eso ha sido, siempre, la admiración de muchas cabezas pensantes.

  Recientes fallecimientos confirman la aseveración, siempre tras la pista del maestro calandino. Y al revés. El turinés Guido Ceronetti fue un intelectual de gran erudición, poeta, filósofo, novelista, dramaturgo -¡ese su teatro de marionetas!-, traductor del latín y griego clásico, gran conocedor de la Biblia, de la que tradujo varios libros. Siempre crítico contra los vicios de sus contemporáneos, el conformismo y la vanidad humana, tuvo entre sus admiradores a Luis Buñuel y Federico Fellini. Por su parte, el también fallecido marsellés Georges Raillard, crítico de arte, autor de libros sobre pintores y escritores (Miró, Tàpies, Robbe-Grillet, Simon, Butor), tuvo mucha relación con el movimiento surrealista (Buñuel, Aragon, Breton).

  “Soy ateo, gracias a dios, como decía Buñuel”, respondió con una sonrisa el italiano Bernardo Bertolucci, recientemente fallecido, al ser preguntado por sus motivaciones existenciales. Muy criticado en su país (tan atrasado en la época como España), le llamaron “el gran director de la transgresión”, como el calandino. Su historia empezó en 1941, en una Parma asediada por los alemanes en la segunda guerra mundial y en la que los partisanos combatían ferozmente a los fascistas. El origen es importante, no se trata de un simple apéndice histórico. Provocador, irreverente e intimista, Bertolucci deja una filmografía de estrategias e inconformistas, de últimos tangos y emperadores, de cielos protectores y bellezas robadas, de campesinos y cosechas acaso estériles. Inspirado en directores como Pasolini, Rossellini, Godard, Kurosawa, Polansky y el propio Buñuel, supo combinar lo íntimo con lo épico, lo personal con lo político y lo sensual con lo ideológico, centrando su cine en el gusto por el melodrama, a partir de la cotidianidad de la vida para descubrir una historia, siempre deslumbrante en el proceso con su rico ideario estético.

  Iñaki Rodríguez, nacido en Bilbao aunque desarrolló toda su carrera en Zaragoza –después de que su padre fuera encarcelado en esta ciudad durante la guerra civil-, también nos ha dicho adiós. Escultor, pintor y dibujante, fue uno de los impulsores de la zaragozana (y ya desaparecida) sala de exposiciones Ichaso, en la que hizo amigos y conocidos como Alfonso Val Ortego, Paco Rallo o Natalio Bayo. Realizó múltiples exposiciones de pintura y dibujo en toda España y fuera del país: Washington, Burdeos, Coñac, Anguleme, Tours, Talance, Pau, Merignac… Como escultor, esculpió un gran busto de bronce de Luis Buñuel, que preside en Calanda la entrada del centro cinematográfico dedicado a su figura. También esculpió el retrato ecuestre del general Palafox, al conde Aranda, a Francisco de Goya, a José Antonio Labordeta o a Mauricio Aznar, además de numerosa obra pública en Zaragoza, Huesca, Caspe, Ricla, Fraga, Tamarite de la Litera, Escatrón, Utebo y otras localidades fuera del territorio aragonés. Abordó igualmente el campo de la ilustración del cómic, con portadas para distintas editoriales barcelonesas y colaboró con publicaciones aragonesas como ‘Andalán’ o ‘Trébede’, donde hizo caricaturas. Su hijo, Nacho Rodríguez Domínguez, sigue el legado de su progenitor.

  También ha fallecido Ernesto Chao, integrante de la generación de actores que puso en pie el teatro profesional en Galicia. Decía que su sueño era actuar hasta el final de sus días. Y lo consiguió. Trabajó tanto en cine, y a las órdenes de Jaime de Armiñán (‘La hora bruja’), Sancho Gracia (‘Huidos’), Adolfo Aristarain (‘La ley de la frontera’) o Nely Regueira (‘María y los demás), como en series televisivas: ‘Fariña’, ‘Aquí no hay quien viva’ o ‘El comisario’, en esta última compartiendo planos con el aragonés Santiago Meléndez. O con el coruñés Xan Cejuto, autor, director y actor teatral, otro referente de la escena gallega recientemente fallecido, quien también actuó en otras series (‘Mareas vivas’, ‘Rías bajas’, ‘Periodistas’, ‘Policías’. ‘Cuéntame’) o en películas de Alfredo Rabuñal o Jorge Coira.

  Es ‘El comisario’ una serie escrita por Aitor Gabilondo, Joan Barbero e Ignacio del Moral, y en ella igualmente participó el leridano Carles Canut, también recientemente fallecido, actor de innumerables piezas teatrales y gran conocedor de la dramaturgia catalana, que asimismo se prodigó en la televisión, el doblaje y el cine. En la gran pantalla, en efecto, participó en ‘El aire de un crimen’ (1988), la última realización de Antonio Isasi-Isasmendi, un acercamiento a la España rural que se basa en una novela de Juan Benet para pintar el rústico paisaje humano del mítico paraje de Región, cuyo rodaje se desarrolla en localizaciones reales de Zaragoza, y con nuestros paisanos Chema Mazo, Gabriel Latorre o María José Moreno en el reparto.

  También decimos chao a la diseñadora de vestuario Yvonne Blake, inglesa de nacimiento y española por casi todo lo demás, que llegó a nuestro país a los veintiocho años, se sentó a comer una paella y se quedó, para terminar siendo, en 2016, presidenta de la academia de ciencias y artes cinematográficas, acaso para apaciguar las aguas tras la monumental bronca (genuinamente española) que hizo dimitir a Antonio Resines de su puesto. Trabajó en la edad dorada de la coproducciones en películas como ‘Nicolás y Alejandra’ (Franklin Schaffner, 1971), ‘Talento por amor’ (Richard Quine, 1969), ‘My fair lady’ (George Cukor, 1964), ‘Fahrenheit 451’ (François Truffaut, 1966), ‘Falso ídolo’ (Daniel Petrie, 1966), ‘Jesucristo Superstar’ (Norman Jewison, 1974), ‘Robin y Marian’ (Richard Lester, 1976) o ‘Superman’ (Richard Donner, 1978). Vistió a Jayne Mansfield, a Marlon Brando, a Sophia Loren, a Audrey Hepburn, a Robert de Niro, a Christopher Reeve… Y, desde 1968, a medio cine español para cineastas como José Luis Garci, Vicente Aranda, Gonzalo Suárez o el oscense Carlos Saura.

  Precisamente para el cineasta oscense trabajó otra reciente fallecida, la portuguesa Celeste Rodrigues, una de las cantantes de fado más internacionales junto a su hermana Amália, que llevó este estilo por teatros de todo el mundo. Uno de los momentos álgidos de su carrera, aparte del documental musical dirigido por Saura, llegó en 2007, cuando presentó el álbum ‘Fado Celeste’, editado en Holanda y que reúne fados tradicionales e inéditos con letras de autores contemporáneos. También para Saura colaboró, en un anterior documental musical, el compositor sevillano (de Morón de la Frontera) Manuel Garrido, autor de la universales sevillanas conocidas como ‘Algo se muere en el alma’ y de otros innumerables éxitos como ‘Pasa la vida’, ‘Hablando de amor’, ‘Una caseta de feria’ o la sobrecogedora ‘Misa del alba en las Marismas’. Fue autor de numerosos pregones y sainetes, y deja varios libros de poemas, soleares y saetas.

  Chao también al periodista Germán Sánchez, especializado en investigar la república, la guerra civil, el franquismo y la transición, para lo que localizaba y entrevistaba a personajes clave que estaban en las postrimerías de su periplo vital. Trabajó en la radio pública española, para la que realizó memorables documentos sobre Santiago Carrillo, Pablo Picasso o los españoles en la guerra de Vietnam. Participó en el documental de la televisión estatal ‘Ramón Mercader, crimen y castigo’ (2014), según un libro propio, y codirigió otro, junto a Luis Olano, en este 2018, sobre la vida de Ramón Sender Barayón, el hijo jipi del novelista oscense Ramón J. Sender.

  Otro chao a Scott Wilson, un secundario estadounidense muy activo tanto en televisión (‘The walking dead’, ‘CSI’, ‘The OA’) como en cine (‘En el calor de la noche’, ‘A sangre fría’, ‘El gran Gatsby’, ‘La fortaleza’, ‘Los temerarios del aire’, ‘La banda de los Grissom’, ‘Pena de muerte’, ‘Elegidos para la gloria’, ‘El último samurái’, ‘Pearl Harbor’, ‘La novena configuración’, ‘La teniente O’Neil’, ‘Hostiles’). En su carrera en pantalla fue soldado, piloto, capellán o agente de la ley, y uno de sus papeles más singulares lo realiza en ‘Juez Dredd’ (Danny Cannon, 1995), escoltando a Sylvester Stallone, según el cómic homónimo del zaragozano Carlos Ezquerra, también muerto hace poco. Wilson también trabajó para el zaragozano José Luis Borau en ‘Río abajo’ (1984), una historia fronteriza, humanista y comprometida, tan sencilla como eficaz, al modo de un discreto drama policiaco de serie b, rodado en Laredo (Texas) y Nuevo Laredo (México), que narra desde diferentes puntos de vista la rivalidad entre dos antiguos compañeros de patrulla –Wilson, veterano de métodos reprobables, y David Carradine, convertido en traficante-, con la aparición de un novato (Jeff Delger, poco actor para tanto personaje) y la sensual Victoria Abril, magnífica como prostituta mexicana, fluctuando entre los tres.

  Y como no hay dos sin tres, se incorpora a esta sección, maldita sea, el zaragozano José Luis Pellicena, que eso solía decir cada dos por tres. Este hombre tenía un don caníbal para el placer y manejaba como nadie la gracia de los que saben que no existe vicio que no tenga su defensa. Siempre le asocié con Paco Valladares, aunque solo fuera por su altivez de dandi, esa modulación de la voz profunda o su planta de galán aristocrático. Un tipo, al decir de mi añorado Umbral, contradictorio, disperso, algo truhán y a la vez señor. Hasta cuando jugaba al ajedrez, su gran afición. Su muerte me hace reflexionar sobre la vanidad y otros pecados capitales. Incluso cuando se arriesgó a interpretar a Isabel I de Inglaterra (‘Contradanza’, un drama del valenciano Francisco Ors) y salió ileso de la encerrona, uno de los grandes triunfos de su carrera. Autodidacta, fue un hombre de escenario y encarnó todo tipo de personajes salidos de la pluma de los Sófocles, Aristóteles, Calderón, Lope, Tirso de Molina, Shakespeare, Molière, Cervantes, Oscar Wilde, Dostoievski, Sartre, Schiller, Marlowe, Jardiel Poncela, Valle-Inclán, Lorca, Miller, O’Neill, Shaffer, Weiss, Bernanos, Salom, Feydeau, Alberti, Arrabal, Gala, Bergman… Hasta hizo de Goya en la obra del mismo nombre que escribió Alfonso Plou y dirigió Carlos Martín con el Teatro del Temple. Y aunque el cine fue una casualidad en su vida, ahí estuvo de secundario a las órdenes de los realizadores zaragozanos Fernando Palacios (‘Siempre es domingo’) y José María Forqué (‘Usted puede ser un asesino’, ‘Miguel Servet, la ceniza y la sangre’). O de Luis Lucia (‘Molokai’), Rafael Gil (‘Cariño mío’), Enrique Cahen Salaberry (‘Mentirosa’), Pedro Luis Ramírez (‘Los guerrilleros’), Manuel Iglesias (‘Las hijas del Cid’), Ferdinando Baldi (‘Pedro, el cruel’), Christina-Jaque (‘El tulipán negro’), José Luis Sáenz de Heredia (‘Historias de la televisión’), Jaime Camino (‘Dragon Rapide’) y Manuel Gutiérrez Aragón (‘El Quijote’).  O en la película de Jaime de Armiñán ‘En septiembre’, la única de la que se sintió orgulloso y pudo compartir reparto con su amigo Álvaro de Luna, otro que también nos ha dicho adiós.

  Siempre comprometido, buen conversador y asiduo de las tertulias del café Gijón, el entrañable actor madrileño Álvaro de Luna, íntimo también de los ‘manolos’ –Alexandre y Vicent-, deja una filmografía cercana a los doscientos títulos entre el cine y la televisión. Gracias a su corpulencia, empezó como doble montando a caballo en las películas de Sergio Leone ‘El coloso de Rodas’ (1961) y ‘Por un puñado de dólares’ (1964). Ser extra o especialista le brindó la oportunidad de trabajar con muchos actores de Hollywood en España y asimismo dobló muchas cintas del viejo oeste, casi todas producciones del italiano Dino de Laurentiis. Rodó escenas de acción para Kirk Douglas y Tony Curtis en ‘Espartaco’ (Stanley Kubrick, 1960), para Anthony Quinn en ‘Barrabás’ (Richard Fleischer, 1962) o para Alain Delon en ‘El tulipán negro’ (Christian-Jaque, 1964), donde coincidió, ya he dicho, con José Luis Pellicena. Por su camino se cruzó Ramón Fernández en 1963 y le ofreció su primer papel en ‘Objetivo: las estrellas’, una comedia fotografiada al alimón por el zaragozano Emilio Foriscot y por el gran Luis Enrique Torán. El mismo año, Antonio Isasi-Isasmendi le llamó para un pequeño papel en ‘La máscara de Scaramouche’, realizador con el que repetiría dos años después en ‘Estambul 65’. Esto le sirvió para rodar muchos wésterns europeos, entre ellos ‘Desafío en río Bravo’ (1965) y ‘Arizona colt’ (1966), ambos junto al zaragozano Fernando Sancho (de, cómo no, mexicano harapiento y marrullero), que el argentino Tulio Demicheli y el italiano Michele Lupo rodaron, respectivamente, en España. De la misma época es ‘Joe, el implacable’, otro wéstern dirigido esta vez por el italiano Sergio Corbucci, de mayor vigor narrativo.

  El éxito le vino con ‘Curro Jiménez’ (1976-78), junto a Sancho Gracia y Pepe Sancho, en el papel del  tan bruto y tosco como generoso y fiel bandolero Algarrobo, con cara de malote, a lomos de un jamelgo, cual Sancho Panza forzudo, trotando por la serranía andaluza en la España ocupada por los franceses. Una serie salida de la pluma del dramaturgo uruguayo Antonio Larreta, para la que se inspiró en el personaje real del barquero de Cantillana y por la que pasaron realizadores como Mario Camus, Pilar Miró, Joaquín Luis Romero Marchent, Antonio Drove, Manolo Matjí o Francisco Rovira Beleta. El Algarrobo de Álvaro de Luna rompió moldes y fue su segunda piel, como le ocurrió a Antonio Ferrandis con Chanquete en ‘Verano azul’ (1981). También rodó en la pequeña pantalla para el zaragozano José Antonio Páramo en espacios dramáticos como ‘Teatro de siempre’, ‘Estudio 1’ o ‘Novela’. Para esa televisión en blanco y negro hizo su primer protagonista en ‘Don Yllán, el mágico de Toledo’, el cuento del infante don Juan Manuel, con dirección de Alfonso Ungría.  E intervino, paulatinamente, en series como ‘Los camioneros’, ‘Historias para no dormir’, ‘Los misterios de París XV’, ‘La barraca’, ‘Régimen abierto’, ‘Cuentos imposibles’, ‘Farmacia de guardia’, ‘Señor alcalde’, ‘Gran Reserva’, ‘Hospital Central’, ‘Herederos’, ‘Águila roja’, ‘Luna, el misterio de Calenda’, ‘Olmos y Robles’ o ‘Sé quién eres’.

  Álvaro de Luna cultivó todos los géneros y trabajó con directores muy diversos, mejores o peores: Francesc Bellmunt, Raúl Peña, Francisco Lara Polop, Javier Aguirre, Eligio Herrero, Jaime d’Ors, Paco Lucio, Julio Sánchez Valdés, Antonio Mercero, Carlos Pérez Ferré, Fernando Fernán Gómez, Óscar del Caz, José Luis García Sánchez, Montxo Armendáriz, Imanol Uribe, Salvador García Ruiz, Juan Antonio Bardem, Jaime de Armiñán… Con el zaragozano José María Forqué participó en las comedias ‘Las que tienen que servir’ (1967), con música del turolense Antón García Abril, y ‘El monumento’ (1970). También con música de García Abril interpretó un pequeño papel en ‘Lola, espejo oscuro’ (Fernando Merino, 1965), según la obra homónima de Darío Fernández Flórez adaptada por el productor José Luis Dibildos. Con el inefable Mariano Ozores hizo lo propio en las películas ‘En un lugar de la Manga’ (1970) y ‘Donde hay patrón…’ (1979), ambas al servicio de Manolo Escobar y fotografiadas por el aragonés Foriscot. Con Rafael Romero Marchent intervino, junto al zaragozano Carlos Ballesteros, en el wéstern ‘Duelo a muerte’ (1980), que forma un díptico con ‘El lobo negro’, del mismo año y con el mismo equipo. Carlos Saura le llamó para uno de sus filmes menos satisfactorios, ‘Dulces horas’ (1981), haciendo el papel de tío Pepe.

  Si Álvaro de Luna cerró, ya de protagonista, la filmografía del melancólico Mario Camus en ‘El prado de las estrellas’ (2007), un relato que habla de los problemas cotidianos con una velada crítica a la realidad social, quien ha cerrado la filmografía del propio De Luna, por el amor de dios, es el zaragozano Ignacio Estaregui con ‘Miau’ (2018), su testamento cinematográfico, una triste comedia triste sobre un grupo de jubilados que acometen su particular atraco perfecto, en la que comparte protagonismo con los zaragozanos José Luis Gil y Luisa Gavasa, secundados por muchos otros rostros aragoneses: Jorge Asín, Jorge Usón, Jaime Ocaña, Laura Gómez-Lacueva, Gabriel Latorre…

  Cuando muere un buen hombre, con toda la carga machadiana que la acepción encierra, el mundo se convierte en un lugar peor, más frío, más huero, más inhóspito. Sin embargo, si fuéramos inmortales, dios no lo quiera, la vida perdería mucha parte de gracia. O toda, quién sabe. “Si la inmortalidad es ese don que los dioses depositan en la memora de los amigos”, ha escrito en un bello obituario Manuel Vicent, “Álvaro de Luna la tiene asegurada”. Eso le hubiese encantado a Buñuel. La muerte, aunque nos pese reconocerlo, hace preciosa la vida y todas esas obras que los humanos realizamos. Un gran tipo, en fin, y otra silla perdida en el imaginario del café Gijón, el lugar de los amigos muertos y su verdadera escuela (de interpretación y de vida). Allí, en varias ocasiones, coincidí con este actor que recibió en el festival de cine de Zaragoza, en 2017, el premio a toda su trayectoria. “El maño” me llamaba. Y tú… Algarrobo. Chao.

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