Alguien voló sobre el nido de Cukor


Por José Joaquín Beeme

      Adam y Amanda, Adán y ella: un hombre como tantos, su costilla en pie de guerra.

    Spencer (Tracy), ayudante del fiscal de distrito, cree su deber encerrar a una parricida en grado de tentativa; Katherine (Hepburn), jefa de prestigioso bufete, tomará su defensa como causa propia, la de aproximadamente la mitad de la humanidad. Durante el día, avenida pareja sin hijos y mucha vida social que litiga en bandos opuestos por razones escrupulosamente jurídicas; llegada la noche, el abismo sexista va abriendo un tajo en su bendecido tálamo. Al fondo, la insoportable rivalidad profesional, el ascenso social de las féminas (¡en la América de fines de los 40!), la fuerza y asertividad de un ser candoroso tradicionalmente relegado al mimo y la invisibilidad hogareña.

     En la parodia urdida por los guionistas Karin-Gordon, también cónyuges, la ingenua Doris (Judy Holliday), matrimonio de 9 años, 4 meses y 12 días, que lo mismo suena a duradero vínculo que a condena, justifica como puede su sarta de tiros sobre el marido pillado in fragranti. Con las ausencias, con las palizas (“tropezó, resbaló…”) que le saltaron una muela, con el desafecto porque, naturalmente, “empezó a engordar”. Tom Ewell, displicente Warren para el que la tentación vivirá siempre en casa ajena, comparece en el banquillo disminuido en brazo y oreja por el disparo al tuntún de una mujer cuyo nido amenazaba ruina. La legitimación de la acusada no estribará tanto en una probable enajenación transitoria cuanto en la igualdad de derechos (el mismo rasero, en ladino) a la hora de obrar y, sobre todo, de enjuiciar moral y socialmente los comportamientos de unos y otras.

     Con ese fin se suceden, en el más puro estilo tribunalicio, ambientado por el omnipresente Cedric Gibbons, situaciones de escarnio adánico y vindicación de las hijas de Eva. Testimonian sabias de apabullante currículo universitario, capatazas que gobiernan pelotones de hombres, forzudas levanta-machos. En el alegato se invoca a cierto pueblo suramericano, los “lorcananos”, de meritorio y feliz matriarcado derivado de las amazonas. El propio fiscal pierde los papeles y se trabuca arrinconado por la competencia.

     A tal extremo llegan las cosas, que el ministerio público se da a los diablos viendo cómo el venerable foro se le convierte en teatro de polichinelas o pista de circo, burlada la ley (rebajada en su viril constitución de siglos) y ellos dos librando un pugilato que afila el lápiz de los caricaturistas y unta en ácido la pluma de los gacetilleros. (Un remake reventaría hoy de cámaras telebasurientas las hoscas salas de lo criminal).

    Contiene La costilla de Adán un estimulante uso del espacio off, recuérdese la escena del sombrero con salidas y entradas lubitscheanas, o la del intercambio de guiños bajo la mesa de estrados. Propone incluso un ejercicio mental de travestismo, invirtiendo los polos masculino y femenino a efectos de la justicia conmutativa. Y los diálogos, belicosos, no descuidan la humorada verbal, como ese “¿estás pocholín, celoso?” con que ella baja de las paredes a su maridín, ya picado, que no tiene más que oír la tonada “Adiós, Amanda” (Cole Porter) para recordar a su insidioso vecino al par que rondador de su hembra.

     Adán caído del pedestal (sigue herido) y Amanda (la que ha de ser amada) despertando de su lánguido ideal trovadoresco. Una parábola de renovada actualidad por el incremento de los casos de vejaciones dentro de la pareja (canónica, civil, factual, tanto da), uxoricidios y otras formas de lenta muerte. El proceso de acomodación a una más justa simetría será costoso y nada fácil, aunque aquí se resuelva por el lado de la comedia. Igualdad, sí, concluye Cukor, pero… vive la différence! Siempre, claro, que no esté basada en prejuicios culturales ni costumbres absurdamente jerarquizantes.

Fundación del Garabato
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