Por José Joaquín Beeme
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Hay, de siempre, una distribución espacial y exclusiva de la riqueza que pone frente a frente a los contingentes humanos: norte / sur (y el azar del nacimiento determina una cadena perpetua), arriba y abajo (la pirámide social jamás se invierte: recordad la popular serie que inspiró la novela de Hawkesworth), dentro o fuera (cada club privado se levanta sobre una barracópolis)…
Y tales topografías resuenan en el fenómeno Parásitos, que (crecida en sus muchos premios) aún flota en el aire mientras me pregunto por el rigor con que Bong Joon-ho afronta su autopsia de los demonios familiares surcoreanos, la bunkerización del miedo atómico y el clasismo olfativo. Un asunto de familia(s), como en el reciente Koreeda, es esta mostración del lumpen urbano que sobrevive de expedientes y busca, por un instante, sustituirse a sus enemigos de clase, invadiendo su territorio hasta morir en el intento. Tan atroz la transgresión, que de las profundidades emergen, los ojos saltones, la greña culebrera, unos yõkais justicieros capaces de poner patas arriba el precario teatrillo. No sólo de refugios antibomba vive el subsuelo ominoso de Seúl: las banjihas o semisótanos, que nacieron como escondites de la guerra fría, han acabado alojando a un aluvión de inmigrantes, a su pesar convertidos en gusanos de la renta ínfima. Y con la pobreza tocamos el nervio más vivo de esta película: el casillero sin puertas, el techo de cristal, el karma maldito, la mancha de origen que estigmatiza y regimenta los destinos, incluso mediante el más sutil de los sentidos: los aromas corporales, esa segunda piel que nos distingue y, niquitosamente, nos clasifica. Olor a miseria, expresión más propia de una posguerra lejana, contra fragante opulencia: variantes animales de la husma y la humillación.