El patrullero de la filmo: Mizoguchi (o una carta blanca a Leandro Martínez)


Por Don Quiterio

  Leandro Martínez, anterior director de programación de la filmoteca de Zaragoza, siempre ha sido un entusiasta del cine del japonés Kenji Mizoguchi.

    Su salida de este espacio, en realidad, se debió a ásperos desencuentros con el antiguo sérif cultural del consistorio zaragozano, el ínclito Fernando Rivarés, y su actor de reparto, el pistolero Víctor López Carbajales. Dos personajillos de la política local que más les hubiera valido alimentarse de la abstracta obra del gran cineasta nipón para entender que el arte y la cultura –los de verdad- son más trascendentes que las memeces a las que nos tenían acostumbrados. Menuda tropa… ¡y el general con sarna! Ahora, la responsable actual de la filmo, Toña Estévez, rinde homenaje a su predecesor con la “carta blanca” de un ciclo compuesto por los filmes ‘La señorita Oyu’ (1951), ‘Los músicos de Gion’ (1953), ‘Cuentos de la luna pálida’ (1953), ‘La mujer crucificada’ (1954), ‘El intendente Sansho’ (1954), ‘La emperatriz Yang Kwei Fei’ (1955) y ‘La calle de la vergüenza’ (1956), unos viajes emocionales y filosóficos en los que Mizoguchi explora cuestiones como el amor, el honor, la responsabilidad y la familia.

  Unos filmes sutiles, bellos, profundos, sensibles y evocadores, según cuentos o narraciones de escritores japoneses (Akinari Ueda, Ogai Mori…), toda una lección de amor y humildad en donde se mezclan admirablemente los elementos fantásticos y los realistas para configurar unos verdaderos poemas cinematográficos en los que, una vez más, su universo de dualidades se hace evidente: el contraste entre el horror y la armoniosa serenidad, el mundo de la luz y el de las sombras, las contingencias sociales y las necesidades individuales. El amor, en cualquier caso, es la fuerza más poderosa del universo. Y aun cuando el amor no pueda conquistar el mundo, ya saben, puede trascenderlo.

  Un cine elaborado y pausado, complejo y desconcertante, con sus planos secuencias de plano fijo, sus deslizantes movimientos de cámara y su capacidad de juego con las distintas profundidades de campo que logra en un mismo plano para enfatizar tal o cual objeto, todo un alarde de dominio del montaje interno de un filme. La visión del mundo de Mizoguchi es negra como boca de lobo: violencia, traición y crueldad están a la orden del día. No es posible cambiar, solo oponerse permaneciendo fiel a un ideal. La lucha entre el bien y el mal es una batalla que se libra contra uno mismo.

  Mizoguchi presta atención, ya sea en la baja edad media japonesa, la alta u otra época, a los desvalidos marginados (sus personajes siempre son mujeres, artistas ambulantes, siervos, esclavos) y en especial a la mujer. Para el realizador, el hombre deviene capricho, guerra, codicia, mientras que la mujer es la paciencia, la entrega, el sacrificio. El cineasta parece decirnos que solo se valora lo que se posee cuando se pierde en pos de unos objetivos que se evidencian fungibles. Lo valioso está en el amor a un trabajo bien hecho y en la compenetración con los nuestros antes que en la aprehensión material y en un mundo que soñamos a nuestra manera, donde se ama a la mujer no por lo que es sino por lo que los hombres quieren que sea. Es posible que esta sensibilidad del cineasta derive de un infancia dura, con un padre que, al parecer, maltrataba a su mujer y a él mismo.

  Nacido en una familia humilde, en el Tokio de 1898, Kenji Mizoguchi abandona a los catorce años sus estudios para trabajar como aprendiz de un dibujante de kimonos. Sus dotes le valen una beca en un instituto de arte europeo de Ohibashi, donde forma sus gustos y conoce a fondo la plástica occidental. En 1917 ingresa como dibujante publicitario en un periódico de Kobe. Tras participar en diversas huelgas durante la llamada “guerra del arroz”, regresa en 1918 a Tokio. Un amigo le presenta a un joven director de cine vanguardista, Osamu Wakayama, bajo cuya recomendación obtiene un puesto de ayudante de dirección en la Nikkatsu, en 1921. Después de trabajar durante algún tiempo como ‘oyama’ –actor especialista en papeles femeninos, de interpretación entonces prohibida a las mujeres-, es ascendido a director.

  Su primer filme, ‘El día en que vuelve el amor’, realizado en 1922, muestra una orientación realista desusada para la época y tiene problemas con la censura. Ese mismo año realiza ‘813’, una curiosa y sorprendente adaptación –por tratarse de un filme japonés- de una novela de Maurice Leblanc, el creador de ‘Arsene Lupin’. Las adaptaciones de autores occidentales no son precisamente raras en Mizoguchi, en cuya filmografía –densa, dilatada, con más de ochenta títulos- se pueden encontrar películas de argumento inspirado en autores, en principio, tan ajenos a la cultura nipona como Eugene O’Neill o Guy de Maupassant.

  A partir de entonces, su carrera se desarrolla en etapas perfectamente determinables. La primera de ellas se caracteriza por una serie de obras de encargo ejecutadas, no obstante, con gran exactitud (‘El puerto de las brumas’, ‘El mundo de aquí abajo’, ‘No hay guerra sin dinero’, ‘El murmullo primaveral de una muñeca de papel’). Siguen luego dos tendencias: de espíritu romántico, muy lírica y estética la primera, y realista, más bien naturalista, la segunda. Al trasladarse los estudios de la Nikkatsu a Kyoto, el cineasta pasa a esta ciudad, donde reside hasta 1925, y allí encuentra a un antiguo amigo de colegio, Matsutaro Kawaguchi, a la sazón uno de los mejores escritores de la nueva generación y que luego sería uno de sus más importantes colaboradores. En 1932 abandona esta firma para ingresar en la productora Irie. Luego, junto a su amigo Masaichi Nagata, intenta la aventura de la producción, fundando en 1934 la compañía independiente Daiichi Eiga, que representa para él la posibilidad de trabajar con un sentido de renovación total. Durante esta etapa rueda películas como ‘Elegía de Naniwa’ y ‘Las hermanas de Gion’, ambas de 1936, pero son fracasos comerciales.

  En 1939 ingresa en la Shochiku, en un momento en el que la dictadura militar más estricta se impone en el país. Y se apaña como puede para abordar filmes modestos de samuráis y biografías de artistas célebres, en los que, a través del prisma histórico, hace la crítica de su propia época. Además, sus películas sobre actrices confirman su especial interés por los problemas femeninos y sus dotes para lograr admirables y acabados retratos de mujeres. Desde entonces, su prestigio le permite trabajar solo para aquellas productoras que admiten sus ideas. Después de pasar por la Sintoho, se incorpora en 1951 a la Daiei, en la que permanece hasta su muerte, en 1957 –al poco de terminar ‘La calle de la vergüenza’-, y donde lleva a cabo las obras culminantes de su carrera, una serie de filmes que ahora programa la filmoteca de Zaragoza.

  Combinando el temario tradicional con el contemporáneo y usando cada vez más formas rítmicas y plásticas originales como, ya lo he dicho, el plano secuencia, Kenji Mizoguchi se afirma como uno de los más importantes cineastas de la historia del cine. Una concepción del cine abstracta, como le gusta decir a Leandro Martínez, o puramente musical, hecha de una gama de modulaciones de progresión casi imperceptible. Esteta, es a la vez un gran humanista, pues todas sus facultades están constantemente al servicio de una cierta visión del hombre y del testimonio acerca de una civilización.

  Más le valdría a Fernando Rivarés y al súbdito López Carbajales pasarse por la filmoteca de la capital aragonesa y abrazar esta carta blanca a Leandro Martínez. Pero ni les interesa ni se les espera. Así se comportaron, maldita sea, el tiempo de su gestión cultural en el consistorio zaragozano. El aura sobrenatural, queridos, nunca desaparecerá en los filmes de Mizoguchi. ¡Abajo las caenas!

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