Los estrenos en los cines: Madres e hijos, periodistas e indianos


Por Don Quiterio

  Entre el cine de Eric Rohmer y el de Ingmar Bergman, aunque más ambiguo y desconcertante, el director surcoreano Hong Sang-Soo ofrece en ‘En la playa sola de noche’ una soberbia crónica de un desamor, un filme intensamente melancólico y poético, sensible y penetrante, donde el alcohol pone fondo o alimenta la conversación y cobra un protagonismo determinante, en la medida que provoca la bipolaridad de los personajes.

   La película parece pequeña, pero, a veces, no hay que confundir lo económico con lo simple. Sang-Soo hace que su cine pase por fácil, debido a que convierte la narrativa en un juego, a la manera de un malabarista. No cuenta su historia de forma convencional, porque hace de la experimentación un auténtico disfrute. Se entretiene duplicando el relato, desdoblando personajes, haciendo variaciones sobre un mismo tema o situación, en un sinfín de posibilidades infinitas que nunca se agotan.

  Un matrimonio en pleno proceso de divorcio debe unir sus fuerzas para conseguir encontrar a su hijo desparecido, un desvalido y solitario chaval fugado de un entorno hostil. Este es el arranque de ‘Sin amor’, película con la que el soviético Andrei Zvyaginstrev homenajea al Bergman de sus “escenas de la vida conyugal” y también a Renoir, a Rivette o a Bertolucci. Un filme radical y sombrío, tenso y sin concesiones, duro e inflexible, dividido en dos partes perfectamente diferenciadas, que es al mismo tiempo un devastador estudio de la corrupción en la Rusia contemporánea. El lirismo petrificado que envuelve esta tragedia, ribeteado por la elegíaca banda sonora de Evgueni Galperine, da lugar a una épica de la desolación, a un silencio frío, al Turgueniev de ‘Padres e hijos’. La vida congelada en un mundo inhóspito, sin gestos. No hay válvula de escape. Solo hostilidad. Magistral.

  Basada en la novela homónima del gran Antonio di Benedetto –ese hombre que fascinaría a lectores y escritores, de Borges a Coetzee-, la argentina Lucrecia Martel narra en ‘Zama’ la historia de un oficial español del siglo dieciocho que espera ser reconocido por sus méritos en Buenos Aires. Y la realizadora lo hace utilizando ambiguas texturas y densas atmósferas, visuales y sonoras, de vigilia y pesadilla, en un tono naturalista no exento de toques surrealistas. Un filme complejo y sugerente, fascinante e hipnótico.

  Anahí Berneri, otra realizadora argentina, realiza con ‘Alanis’ un retrato sórdido y directo de una joven prostituta y su hijo pequeño, que ejerce en un piso en el que vive con otra mujer, pero la irrupción de la policía en su hogar y la detención de su compañera la llevarán a tenerse que buscar la vida en la calle. Una mujer callejera y carnal, que quiere cambiar su realidad y tiene la dignidad por bandera. Sin efectismos dramáticos, huyendo de cualquier elemento sentimental y del menor paño caliente, el filme es puro desgarro, con un gran rigor en su planteamiento formal.

  Con grandes dosis de vitriolo, sátira y caricatura sin piedad, el estadounidense James Franco realiza en ‘The disaster artist’ un emotivo homenaje al cine hecho con unos parámetros similares a los que empleó Tim Burton cuando dirigió su filme sobre Ed Wood –el considerado peor director de la historia del cine-, aquí en la figura de Tommy Wiseau –realizador, productor, guionista, actor y distribuidor de la ridícula ‘The room’-, para una película algo adocenada en la forma pero siempre divertida y brillante, un canto también de amor a la voluntad de crear imágenes y a los fabricantes (buenos y malos) de sueños.

  Otra historia de amor truncada por la superioridad sobre los sueños es la nueva película de Woody Allen, ‘Wonder Wheel’. Un drama de pasión y violencia, traición e insatisfacción, sobre cuatro personajes cuyas vidas se entrelazan en el ajetreo y el bullicio de un parque de atracciones neoyorquino en la década de 1950. La heroína parece recién salida de un texto de Tennessee Williams, con esa amargura que la empuja al lamento y el engaño, arrasando a su paso la felicidad ajena. Uno de los filmes más desconcertantes de Allen y una de sus mejores tragedias, de una escritura perfecta y una fotografía de Vittorio Storaro para enmarcar, de gran calado existencial, desgarro y emociones que le dan vueltas a su mundo como ese carrusel de feria a la manera de aquella maravilla de Ophüls. Tal vez sea ‘Wonder Wheel’ la historia más triste del mundo, con su protagonista convertida en la autora de la tragedia de su propia vida, una mujer, ay, que ha elegido el precipicio. La película, por cierto, ha sido maltratada por algunos santones de la crítica. Ya ven, muchos pelan pistachos sin enterarse de nada.

  El cine echaba de menos a Alexander Payne, quien no dirigía una película desde la excelente ‘Nebraska’. El autor de ‘Entre copas’ especula con una increíble vía de escape de nuestra especie y filosofa sobre la importancia del tamaño en ‘Una vida a lo grande’. En efecto, pocos dirán que es el título más grande de su filmografía, pero está plagado de detalles interesantes. Se trata de una arriesgada y amarga comedia de tintes sarcásticos con un donnadie que se apunta al plan de miniaturizare para eludir los efectos de la crisis económica y vivir como un jubilado precoz en Florida junto a su mujer, aunque los problemas, prejuicios y conflictos de clase no se hacen pequeños, maldita sea, sino que tienen el mismo tamaño que antes. Es una fábula que habla de lo que significa ser humano en la época en que vivimos y confirma lo que Jonathan Swift tuvo claro en tiempos de ‘Los viajes de Gulliver’. Aunque la sátira gana la partida a la tragedia apocalíptica, no estamos lejos de propuestas como ‘Cuando el destino nos alcance’ (Richard Fleischer, 1977), ‘Todos los enanos empezaron pequeños’ (Werner Herzog, 1970) o ‘El increíble hombre menguante’ (Jack Arnold, 1957). Un filme, al fin y al cabo, político: el sistema capitalista se ha implantado y ha enterrado en cierta forma la esencia de la democracia. Y esto es lo que está pasando hoy.

  También es un filme político ‘Los archivos del Pentágono’, de Steven Spielberg, en el que se habla de las mentiras y encubrimientos del presidente Lyndon Johnson hasta los tiempos de Nixon. Una película que narra los acontecimientos que tuvieron lugar en 1971, cuando dos de los principales periódicos estadounidenses decidieron abogar por la libertad de expresión y publicar documentos secretos del Pentágono ocultos durante décadas sobre la guerra de Vietnam. Spielberg muestra el continuo pulso con el poder, ya sea económico o político, cuando ese poder fáctico se interpone en el camino hacia la verdad, al modo del Pakula de ‘Todos los días del presidente’ (1976). Los principios de la prensa como contrapoder.

  El californiano Todd Haynes ejecuta en ‘El museo de las maravillas’ un complejo y estimulante cuento infantil basado en el original de Brian Selznick –responsable igualmente del guion-, de quien Martín Scorsese adaptaría ‘La invención de Hugo Cabret’, que transcurre en dos tiempos paralelos, 1927 y 1977, con una niña y un niño, huérfanos y sordos, que buscan en figuras paternas y maternas un sentido para el mundo, y coincidirán finalmente en un museo. Un hermoso poema visual que utiliza el cine mudo en blanco y negro y el sonoro coloreado para las dos épocas tratadas, con sus silencios y una rica banda sonora a cargo de Carter Burwell, reduciendo los diálogos al mínimo. Una película inteligente y profundamente personal que rinde tributo al poder de la obsesión.

  Escritor, guionista y dramaturgo londinense de origen irlandés, Martin McDonagh hace de la brutalidad del lenguaje su marca de fábrica, y con el humor negro amplía su paleta de sensaciones. No hay crueldad, sin embargo, en su cine: hay dureza y brusquedad, pero al mismo tiempo comprensión (y compasión) por unos personajes que se equivocan, cometen actos terribles, pero también pueden ser justos, o dignos, o solidarios, aunque solo sea por un momento. Es lo que les hace imprevisibles y, por tanto, interesantes. Desde una crítica del racismo, la protagonista de ‘Tres anuncios en las afueras’, una mujer sin sofisticación pero de gran determinación, comienza una guerra contra la policía de la pequeña localidad de Ebbing, en Missouri, por el asesinato de su hija adolescente, violada y quemada. Una historia de prejuicios y odio, de violencia e insensatez, de furia y piedad, de grandeza y locura, toda una declaración de intenciones de una madre en busca de justicia, de completar una venganza que necesita sangrar. Su furia se hace pública en tres vallas encendidas en rojo sangre, que son una anomalía entre el verde hierba de la naturaleza, como una pieza de arte conceptual caída del cielo. Un filme de compleja ambigüedad, algo tosco, sin sutilezas, sí, pero siempre agazapado en su subsuelo a golpe de muchas dosis de vitriolo.

  Un joven recibe una carta de su padre cartero para entregarla en mano, en el París de 1891, al hermano de su amigo Vincent Van Gogh. Pero en la capital del Sena no hay rastro de Theo, del que cuentan que murió poco tiempo después de que su hermano Vincent se quitara la vida. Así comienza ‘Loving Vincent’, el biopic de animación que da vida a los cuadros del pintor que se cortó la oreja, recorriendo la misteriosa vida del artista a través de las cartas que con frecuencia escribía a su hermano pequeño Theo. Dirigen la polaca Dorota Kobiela y el británico Hugh Wellchman y se trata del primer filme pintado al óleo fotograma a fotograma en la historia del cine. El resultado es una mirada fresca al universo del pintor, en una experiencia muy singular, aunque la película encierra una perspectiva acaso demasiado estereotipada en estética y personajes. Un filme tan bello en la forma como discutible en el fondo.

  El relato de un incansable joven en su lucha activista contra el sida en el París de finales del siglo veinte sirve al francés Robin Campillo para reflexionar en ‘120 pulsaciones por minuto’ sobre política, sexualidad e intimidad, cuestionar a las farmacéuticas y criticar el trato que el gobierno dio a la pandemia. Un filme emotivo y riguroso, didáctico e implacable, en la onda del que hiciera en 1993 Roger Spottiwoode con ‘En el filo de la duda’, aunque la sobredosis de las escenas de asamblea alarga de manera innecesaria el metraje.

  Cuarenta años después de que el francés Jacques Doillon realizara una versión del homónimo libro autobiográfico de Joseph Joffo, el cineasta canadiense Christian Duguay formaliza en ‘Una bolsa de canicas’ su mejor película, un tremendo asunto filmado ahora con el acento en el sentimiento de pérdida familiar, realzado por el tono desvalido que la trágica historia pide a gritos, la de dos hermanos judíos, de diez y doce años, que huyen de la Francia ocupada por los nazis durante la segunda guerra mundial. Un filme contenido, de sensibles pinceladas humanistas, con la infancia maltratada y perseguida como eje sobre el que pivota el relato, donde el director no chapotea en lo sórdido ni en lo innombrable, sino que mantiene la distancia necesaria con los hechos. Además, la figura paterna que nos presenta es memorable, en la línea del Atticus Finch de ‘Matar a un ruiseñor’.

  Basada en la novela homónima del egipcio André Aciman, adaptada por James Ivory, ‘Llámame por tu nombre’ cierra una trilogía que el italiano Luca Guadagnino inicia con ‘Yo soy el amor’ (2013) y sigue con ‘Cegados por el sol’ (2015), el relato de los amores entre un joven de diecisiete años y el nuevo ayudante de su padre, un americano treintañero, durante el soleado estío de los años ochenta del siglo veinte en una villa del norte de Italia. Una historia romántica entre dos hombres, pues, realizada con exquisito gusto, en el descubrimiento de la identidad sexual y el aprendizaje de la pasión y el desengaño, que se recrea en los paisajes, en la contemplación, en esas bicicletas que siempre son para el verano. Atención a la escena entre padre e hijo.

  Con la interesante ‘Aquí y allá’ (2012) a sus espaldas, el cineasta madrileño afincado en Florida Antonio Méndez Esparza ambienta precisamente en ese estado su segundo largometraje, ‘La vida y nada más’. Y se vuelca en la lucha diaria de una madre soltera afroamericana por llegar a fin de mes, cuyo conflictivo hijo mayor está lleno de desprecio hacia ella. Cine humilde en su cotidiana grandeza, sin estridencias, pero cálido y verdadero, con una economía total de gestos y de miradas y un uso preciso de la planificación y la elipsis a la manera de Bresson. Una densa reflexión sobre la dificultad de amar teñida por el humor negro de regusto buñueliano.

  Isabel Coixet logra una de sus mejores películas con ‘La librería’, sobre la novela de Penelope Fitzgerald, el relato de una mujer que decide abrir el primer establecimiento de libros en un pueblo del sur de Inglaterra, pese a contar con la oposición vecinal. Unos personajes tremendamente humanos captados con talento en su cotidianidad, dudas, anhelos y fracasos, sin esos subrayados o artificios tan recurrentes y molestos en el cine de la autora catalana. Aquí los acaricia, los abraza, los mima. Y crea una atmósfera sincera, emotiva, lírica.

  El almeriense Manuel Martín Cuenca también se enfrenta al mundo de los libros en ‘El autor’, filme basado en la novela corta ‘El móvil’ de Javier Cercas, y realiza una sátira sobre la importancia que se dan los creadores, gente convencida de la trascendencia de su trabajo. Es la historia de un tipo que sueña con ser escritor, pero no tiene talento ni imaginación, y todo lo que hace es afectado y prescindible. Su vida es gris, y lo será más aún cuando su mujer, que no comparte sus sueños de dedicarse a la literatura, escribe un bestseller a la primera de cambio, lo que provoca la separación de ambos. Cuando descubre que no tiene capacidad para la ficción, nuestro protagonista comienza a manipular a sus vecinos y amistades para crear una historia real que sea capaz de superar la ficción. El director de obras tan valiosas como ‘La flaqueza del bolquevique’, ‘Malas temporadas’, ‘La mitad de Óscar’ o ‘Caníbal’, entre otras, se zambulle en la piscina del humor y la ironía para reírse de la fatuidad de artistas e intelectuales con esta salvaje y divertidísima comedia negra como el carbón, que no deja de ser todo un drama literario.

  El actor madrileño Gustavo Salmerón filma a lo largo de catorce años a la matriarca de su familia, oscilando del documental a un tratamiento de comedia jocosa y macabra, alegre y decadente, lúcida y triste, y registra su vida con la historia de España como telón de fondo (la abdicación del rey, la crisis), lo que le ayuda a estructurar la película, que te plantea mil preguntas sin resolver, en la que el concepto de decadencia está siempre presente. El resultado es una sorprendente reflexión, tan ambigua como emocionante, sobre la pérdida de los sueños, el desgaste del tiempo y la dificultad para desligarse de los objetos, con Diógenes o sin él, que vendría a ser un cruce entre el Saura de ‘Mamá cumple cien años’ y el Paco León de su díptico ‘Carmina’. Todo sobre su madre.

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