Por Don Quiterio
Cada generación tiene las películas que se merece. Del mismo modo, cada ciudad tiene los estrenos cinematográficos que se merece. Si antaño Zaragoza fue una de las principales capitales de provincia, si no la primera, en cuanto a estrenos de calidad se refiere, ¿para qué seguir si, paulatinamente, el número de espectadores se reducía a la mínima expresión?
Me hace gracia –por decirlo suavemente- que, en esta ciudad tan heroica e inmortal como puta –esto se lo leí a J.J. Ordovás-, muchos intelectuales de la cosa esta del cine se llevaran las manos a la cabeza ante el cierre del Elíseos o las salas Renoir, cuando, en realidad, apenas acudían. Dame pan y dime tonto, porque yo no los veía por ninguna parte. Está de puta madre hablar siempre con la boca pequeña. Porque el arriba firmante ha llegado a estar solo en esos cines mencionados y ante obras maestras que apenas han durado tres días en cartel. O uno solo. Ahora bien, si cualquier director de estas películas mayores que nadie va a ver fallece, dios no lo quiera, los halagos de estos entendidos de pacotilla no se hacen esperar. O recuerdan sus posibles pasos (y paseos) por esta tierra nuestra, tan puta e inmortal, decía. Hace falta tener jeta.
En cualquier caso, la misión del crítico es preparar el encuentro entre el director y el espectador. Así que nunca está de más defender la dignidad del público y la dignidad del cine. Porque, cuando ambas cosas se quiebran, interviene el crítico para que no le den gato por liebre. Así estamos y así nos encontramos, que la avalancha de bodrios es elevada: ’12 valientes’, burdo elogio patriotero a los grupos de operaciones especiales del ejército americano basado en una novela de Doug Stanton y muy torpemente filmado por el sueco Nicolai Fuglsig, prestigioso fotógrafo con una dilatada experiencia en el ámbito del reporterismo bélico; ‘Amor a medianoche’ (Scott Speer), infumable historia romántica sobre el amor juvenil, con aspecto de rancio folletín, que no hay modo de encontrarle un asa por donde agarrarla; ‘Mi querida cofradía’ (Marta Díaz de Lope), comedia amable sin mayor recorrido, con una protagonista católica, apostólica y malagueña, al borde de un ataque de nervios por el machismo reinante, tan predecible como el tiempo que hizo ayer; ‘Rebelde entre el centeno’, biografía bastante prosaica y convencional del nada convencional escritor Jerome David Salinger –en cuanto alcanzó la cima dejó de publicar-, basada en un libro de Kenneth Slawenski, que el debutante Danny Strong adapta y dirige como un cura reza el ángelus; ‘El doctor de la felicidad’ (Lorraine Lévy), enésima –y desafortunada- adaptación de una comedia original de Jules Romains –‘Knock’-, con ambiente en el sureste de Francia en la década de 1950, o ‘Roman J. Israel Esq.’ (Dan Gilroy), thriller confuso y artificioso como el propio título, a vueltas con la corrupción de la justicia, con un terco e íntegro abogado. Esta película es como visitar un museo del que se han retirado todos los cuadros.
También resultan insuficientes ‘Han Solo’, otra historia de ‘Star wars’ realizada en esta ocasión por el impersonal Ron Howard; ‘Supermaderos 2’ (Jay Chandrasekhar), secuela del ya subproducto cómico dirigido en 2001 por el mismo realizador; ‘Deadpoll 2’ (David Leitch), continuación de este alocado antihéroe que parodia el mundo de Marvel; ‘Las estrellas de cine no mueren en Liverpool’ (Paul McGuigan), flojo relato en torno al romance de la estrella Gloria Grahane, ya en declive, con un joven actor treinta años menor, sin apenas química; ‘Sansón’ (Bruce MacDonald), artificial e insípido péplum de este personaje bíblico, el joven hebreo con una fuerza sobrehumana gracias a su oscura melena, que cojea al pretender ofrecer acción con una retahíla de efectos por debajo de la media; ‘La chica en la niebla’, filme que adapta y dirige con no muy buen tino el periodista y escritor italiano Donato Carrisi, especializado en relatos de misterio, sobre su novela del mismo título; ‘Mi familia del norte’ (Dany Bon), epidérmico enredo que vuelve a explotar la veta regional de ‘Bienvenidos al norte’, a la manera de aquellas bufonadas de Louis de Funès, con un estilo tan pegado a la pantalla como el arroz ‘socarrat’ a la paella, y que aquí ya pierde el efecto sorpresa; ‘Operación huracán’ (Rob Cohen), atropellada y aburrida ‘action movie’, un híbrido a todo gas entre el cine de catástrofes y el thriller de atracos; ‘Verdad o reto’ (Jeff Wadlow), terror juvenil del montón con maldiciones demoniacas y de absurdo e irritante argumento, y ‘Sexpact’, escatológica y descerebrada farsa yanqui, supeditada al dudoso lucimiento de sus despendolados intérpretes, dirigidos sin ton ni son por la debutante Kay Cannon, aunque como canto al vacío –y a la moraleja más rancia- puede que no esté del todo mal.
Menos mal que nos queda Portugal. O no. Porque un filme de la categoría de ‘La fábrica de nada’, del portugués Pedro Pinho, ni se ha estrenado en Zaragoza ni se le espera, como otros muchos títulos. Nada por aquí, nada por allá. Vergonzoso. Ya saben, esta ciudad tan puta y heroica se ha convertido en un cementerio de cacharrería cinematográfica. Ahora bien, si la bazofia fílmica se impone, maldita sea, siempre llega algo que merece la pena, aunque las obras mayores se puedan contar con los dedos de una oreja, que decía Perich (¿o era Peridis?). Ahí van, para corroborarlo, unos cuantos títulos recién estrenados: ‘Caras y lugares’, poético documental sobre arte callejero dirigido por la gran Agnès Varda, cineasta francobelga que se convierte, una vez más, en una intermediaria entre los personajes y el público; ‘Corporate’ (Nicolas Silhol), digno y ajustado drama en clave de thriller galo acerca de encrucijadas laborales y morales; ‘Lucky’ (John Carroll Lynch), amargo e íntimo retrato espiritual de un anciano ateo que vive solo en una pequeña ciudad del árido oeste americano y que, cada día, repite el mismo esquema de vida, en un relato crepuscular que habla de la muerte, los fantasmas del pasado y la redención; ‘Sweet country’, notable wéstern que sucede en el desierto australiano a principios del siglo veinte, filmado austera y secamente por Warwick Thornton; ‘Disobedience’, asfixiante y sobrio melodrama lésbico ambientado en una pequeña comunidad judía ortodoxa de Londres, una coproducción entre Estados Unidos e Irlanda realizada por el chileno Sebastian Lelio según la novela de Naomi Alderman, o ‘La mujer que sabía leer’ (Marine Francen), elaborado y complejo drama ambientado en una remota aldea de la Provenza francesa durante el reinado de Carlos Luis Napoleón III, un emperador golpista que encarcela a todos los hombres de la región que se oponen a su régimen absolutista, así que cuando llega a la zona un joven sembrador todas las espigadoras esperan que las llene de sexo y de vida sus vientres.
También ofrecen interés ‘Maria by Callas’, inspirado documental del realizador parisién Tom Volf, a partir de material inédito, sobre la soprano griega y con las lecturas de sus cartas en ‘off’ a cargo de una emotiva Fanny Ardant (la diva en la ‘Callas forever’ de Zeffirelli); ‘The wall’ (Doug Liman), digno drama bélico de trama mínima y escenario único en pleno desierto, un duelo entre un francotirador yanqui y otro iraquí con guiño incluido al ‘cuervo’ de Edgar Allan Poe; ‘Borg McEnroe’, del danés Janus Metz, ágil y emotivo relato sobre la rivalidad dramática entre dos grandes adversarios del tenis que se hicieron amigos; ‘El taller de la escritura’ (Laurent Cantet), inteligente drama sobre transmisión generacional, trabajo en grupo, conflictos y contradicciones en la Francia de hoy; ‘Lean on Pete’, del británico Andrew Haigh, sutil, minucioso y honesto relato sin sentimentalismos, basado en la novela homónima de Willy Vlantin, con un adolescente huérfano y solitario que pone todo su amor en un caballo malherido, y ‘Hannah’, del italiano Andrea Pallaoro, minimalista historia acerca de la lucha de una mujer contra la soledad, tras el encarcelamiento de su marido, que recuerda a la ‘Jeanne Dielman’ de Chantal Akerman.
Existen mil pasadizos de artificio para justificar o justificarse. Pero el cine bien entendido es tan rotundo, tan perfecto, tan catarsis, que siempre, de nuevo, nos parece un sueño. No hay peros bastantes para con el cine. Lo cantaba Aute: “Y los sueños cine son”. La vida sería mucho más insufrible sin el invento de los hermanos Lumière. O de quien fuera. Y ni las plataformas digitales, in internet, ni el iva de Montoro, ni ciertos intelectuales de boquilla han acabado aún con la incomparable sensación que produce ver una buena película en la gran pantalla de una sala de cine cuando se apagan las luces y solo se escucha ruido de palomitas.