El patrullero de la filmo: Ingmar Bergman


Por Don Quiterio

  “Ser artista para su propio placer no siempre es especialmente agradable. Pero esto presenta una ventaja extraordinaria: el artista comparte su suerte con cada ser viviente, quien, por otra parte, solo vive igualmente para su propio placer.

    Según gran probabilidad, el conjunto termina por constituir una fraternidad bastante extendida que, de esta manera, existe a un contacto puramente egoísta sobre la cálida y sucia tierra, bajo un cielo vacío y glacial”. Se cumplen cien años del nacimiento, en Upsala, del maestro sueco Ingmar Bergman, fallecido en 2007 –en Farö-, y esas reveladoras palabras suyas pueden servir de introducción a la magnífica retrospectiva que la dirección de programación de la filmoteca de Zaragoza le rinde, gracias al empeño de Leandro Martínez y Toña Esteve, pese a las carbajalescas (y rivarescas) piedras consistoriales que tienen que sortear.

  Hijo de un pastor de la corte real, la profesión de su padre influye sensiblemente en la visión que tiene del mundo el joven Ingmar. En libros y revistas, en escritos propios y en declaraciones públicas, Bergman insiste en la importancia que tiene este periodo de la vida en su evolución. Muy joven aún, se traslada a Estocolmo para estudiar el mundo de las artes y la letras, lo que le lleva a profundizar en sus conocimientos de dramaturgia. En sus inicios teatrales ya presenta la ‘Sonata de los espectros’, de August Strindberg, su autor preferido por aquella época, junto a Enrik Ibsen. Esto le sirve para escribir artículos sobre literatura y teatro, al objeto de poder subsistir y desligarse, en cierta manera, de la suerte familiar.

  Su primer contacto con el cine lo tiene en 1944 al escribir el guion de ‘Tortura’ para su paisano Alf Sjöberg (con quien vuelve a escribir ‘Sista paret ut’ en 1948), según la novela corta del propio Bergman, e incluso rueda las últimas escenas en ausencia del titular. El éxito de crítica conseguido por este filme le permite alternar el teatro con el cine. De hecho, un año después consigue financiación para levantar su primera película como director, ‘Crisis’, una adaptación del propio autor sobre la pieza teatral del escritor danés Leck Fischer. A esta siguen ‘Llueve sobre nuestro amor’ (1946), basada en la obra de Oscar Braathen; ‘Buque para la India’ (1947), según el original de Martin Soderkjelm; ‘Noche eterna’ (1947), adaptación de la novela de Dagmar Edqvist; ‘Ciudad portuaria’ (1948), también conocida como ‘Puerto’ o ‘Una mujer libre’, sobre el libro de Olle Länsberg, un filme con influencias del neorrealismo italiano y el naturalismo francés, impregnado de un sentimentalismo más o menos moralista; ‘Prisión’ (1948), con una impecable fotografía en blanco y negro; ‘La sed’ (1949), basada en una narración de Birgit Tengroth; ‘Hacia la alegría’ (1949), una suerte de búsqueda de la felicidad con temas musicales de Mozart, Mendelsohn, Smetana y Beethoven; ‘Juegos de verano’ (1950), un filme melancólico y sutil con temas de Tchaikowsky, en torno a una bailarina que, durante un ensayo, recuerda diversos episodios de un amor de juventud que terminó mal y decide emprender una aventura con un periodista enamorado de ella; ‘Esto no pasaría aquí’ (1951), interpretada por Signe Hasso y Ulf Palme, o ‘Mujeres que esperan’ (1951), también conocida como ‘Tres mujeres’, una comedia dramática sobre tres hermanas casadas que se cuentan sus intimidades, donde destaca una realización apoyada tanto en las imágenes como en el diálogo, una clara influencia de su adorado Strindberg.

  En 1952, con ‘Un verano con Mónica’, según la novela de Per-Anders Fogelström, también coguionista, el cineasta empieza a ser conocido internacionalmente. El filme es fiel al original literario, el relato de dos jóvenes que se aman y se escapan de casa de sus padres. Marchan, en una lancha motora, a recorrer las costas noruegas. La chica queda embarazada y la pareja decide casarse, pero tras el verano surgen las dificultades. Se trata de un Bergman romántico a la contra, por decirlo así, donde analiza las aristas del sentimiento para lanzar una conclusión: hay que aceptar que puede ser efímero. Sorprende la sencillez con que el autor aborda el tema, primando los diálogos y el duelo entre los intérpretes gracias a una puesta en escena sobria, nada gratuita. Un filme tan amargo como encantador.

  A partir de aquí, Ingmar Bergman es considerado como el principal artífice del renacimiento del cine sueco con sus siguientes obras: ‘Noche de circo’ (1953), un barroco y expresionista filme de tortura y soledad, de crueldad y audacia, de rabia creadora del artista contra la sociedad y su orden, con una fotografía en blanco y negro a cargo de Sven Nykvist (interiores) e Hilding Bladh (exteriores); ‘Una lección de amor’ (1954), interpretada con un humor fino por Eva Dahlbeck y Gunnar Björnstrand, o ‘Sueños’ (1955), la historia de una joven modelo, algo atolondrada, y su jefa, que trata de aferrarse a una juventud que se le escapa, las cuales deberán viajar a otra ciudad para realizar un trabajo, y cada una vivirá su aventura personal hacia la nada. Dos cuentos breves y amargos que no se quedan en un simple muestrario de conflictos que los personajes han de superar, sino que estos, con hondura y profundidad, se nos aparecen de carne y hueso.

  Pero su consagración definitiva llega con tres obras excepcionales: ‘Sonrisas de una noche de verano’ (1955), ‘El séptimo sello’ (1956) y ‘Fresas salvajes’ (1957). La primera, dividida en tres actos, tiene una estructura y una construcción de clara herencia teatral y se apoya más en el gesto o la palabra de los actores que en valores de ritmo plástico, si bien estos no han sido desdeñados pero sí reducidos a un papel secundario. Se trata de una deliciosa comedia de enredos románticos, tan cruel y cínica como inteligente, que roza la tragicomedia, acerca de cuatro parejas que intercambian las relaciones amorosas a lo largo, esto es, de una noche de verano. El filme, en el mundo elegante, burbujeante e hipócrita de principios del siglo veinte, expone un verdadero combate campal entre un grupo de hombres y otro de mujeres, y cada uno de los personajes de esta especie de ronda, o de juego peligroso y acre, toma sentido en combinación perfecta con los otros. Las mujeres, sensuales y vitales; los hombres, ridículos y grotescos. Entre las parejas aparentemente principales surge una cuarta, la del cochero y la sirvienta, que se lanza al amor sin vacilaciones ni cavilaciones, cuyo parentesco con la de los saltimbanquis de ‘El séptimo sello’ es evidente.

  Es ‘El séptimo sello’ un estudio casi abstracto sobre el origen y la posibilidad del saber por parte del hombre, donde un caballero y su lacayo, en un contexto histórico, forman a modo de un binomio en el que se debate en forma dialogada –más teatral que estrictamente cinematográfica, pero con una capa de elementos plásticos de una gran belleza formal- el tema de las fuentes y las posibilidades de conocimiento, no solo de dios sino de cuanto escapa a la constatación estricta de los sentidos. Entre los personajes que se encuentran, un matrimonio de cómicos constituye un remanso de paz y de fe sencilla.  Elementos de misterio –la bruja, la peste, la procesión penitencial, la partida de ajedrez-, simbolismos o la participación del personaje de la Muerte, entre otros, crean un clima tenso al que contribuyen una planificación y una iluminación cuidada con esmero. La Muerte, finalmente, gana la partida al caballero y le da una última cita en la que él y todos acompañantes entrarán en su ronda. No se llega todavía al camino introspectivo inaugurado por ‘Fresas salvajes’, pero sí se plantea ya su posición, compleja y angustiada.

  La base argumental de ‘Fresas salvajes’ es la de un viejo profesor del que se va a celebrar solemnemente su jubilación. Se dirige a la universidad y, a lo largo del camino, revive –tanto por el sueño como por el recuerdo- las etapas de su infancia, de su adolescencia y de su madurez. Una ceremonia que coincide con el descubrimiento de su fracaso en todos los niveles de su existencia. Estamos ante el peregrinaje del protagonista hasta sus fuentes a través de continuos flashbacks, sin respeto alguno por las unidades de tiempo o espacio. Esto es, pasado, presente o tiempo moral se entremezclan sin más orden que el de la mente de un hombre que, al final de su vida, descubre, con malestar, la inutilidad de un esfuerzo que ha excluido el amor y la entrega a los demás. Un filme, pues, que se desarrolla según un sistema subjetivo, desordenado, lleno de “saltos atrás”. Con la libertad de estilo que va desde una plástica de filiación freudiana –escenas del primer sueño- a un realismo elegante, Bergman mezcla y hace entrar y salir en la vida del personaje a tipos movidos, a su vez, por la misma problemática: la nuera, la criada, los estudiantes, el hijo…  El filme, pese a su extraño estilo gráfico y algunas piruetas plásticas innecesarias, es, en conjunto, ceñido. Objetividad y subjetividad se mezclan incesantemente en el trabajo de la cámara y dan una idea concreta del conocimiento humanístico, lejos de la abstracción de ‘El séptimo sello’

  Su cine, culto y refinado, se emparenta con toda una tradición cultural y se coloca, voluntariamente, en una línea que, si bien prosigue la trazada otrora por los clásicos del cine sueco, en especial Victor Sjöstrom, no solo no desconoce las experiencias del expresionismo alemán, del surrealismo buñueliano o del existencialismo sartriano, sino que las envuelve en su propio país. Esto ocurre en los filmes ‘En el umbral de la vida’ (1957), sobre la novela de Ulla Issakson, o en ‘El ojo del diablo’ (1959), con música de Domenico Scarlatti. En cada obra se unen la problemática moral, la incomunicabilidad de los seres, la múltiple vena que presenta la realidad para una búsqueda metafísica y sus vivencias personales, entramado que va desde la simplicidad primera de ‘Llueve sobre nuestro amor’ (1946) a la espaciotemporal de ‘Noche en el circo’ (1952) o la complicación simbólica de ‘El séptimo sello’ (1956), para llegar a la culminación de ‘El rostro’ (1958), interpretada por Max Von Sydow, y ‘El manantial de la doncella’ (1959), basada en la balada anónima del siglo catorce ‘Törens dotter i vänge’, estas dos últimas producidas a menos de un año de distancia entre sí, pese a lo cual representan un enfrentamiento de dos estéticas, de dos posiciones personales.

  Es ‘El manantial de la doncella’, en efecto, una muy hermosa película que trata Bergman desde el exterior, como si el tema –la violación y asesinato de una doncella hacen caer a su padre en el pecado de la venganza y de la ira- le fuera ajeno a sus intereses o más bien extraño a ellos. Pero este filme debe su pura y gran belleza a la forma únicamente descriptiva  de contar una bella historia. Quiero decir que la belleza del filme reside en el esplendor de las imágenes, que traducen no solo la atmósfera, sino, también, el clima moral de una época. Una belleza que se acerca, mejor que a través del expresionismo de ‘El séptimo sello’, al arte magistral de ‘El tesoro de Arno’ o de ‘La prueba de fuego’.

  Ya en su madurez, Bergman da un profundo cambio a su expresión, evidente en la trilogía religiosa compuesta por ‘Como en un espejo’ (1960), la obsesión artística como tumba de las ilusiones, con esa majestuosa suite número dos en re menor para violonchelo de Johann Sebastian Bach; ‘Los comulgantes’ (1962), llena de cantos litúrgicos suecos, y ‘El silencio’ (1963), si bien se simplifica y aprieta en la forma, se hace más angustiado y angustiante en el argumento y en el simbolismo. Si ‘Como un espejo’ surge del desarrollo de una escena suprimida en el montaje final de ‘Prisión’, las otras dos se erigen en sus obras más obsoletas y sombrías, más duras y severas, casi punzantes, y nos introduce en el mundo de la incomunicación, del silencio de dios, de la miseria infinita del ser humano, de la soledad, del sexo, a través de elementos como la idea de la enfermedad, los enanos, un hotel vacío, un tanque…

  Parece como si la obra de Bergman, en su conjunto, esté inspirada por un deseo de rigor y de vértigo creador, lo cual, si bien lo libra de unas preocupaciones, lo hace caer en otras todavía mayores y de más difícil solución. Algo de ello también se percibe en los guiones que escribe para Gustav Molander (‘Kvinna utan ansikte’, ‘Eva’, Fraanskild’), Lars Erick Kjellgren (‘Medan staden sover’) o Alf Kjellin (‘Lustga arden’). Así, con ‘¡Esas mujeres!’ (1964) fabrica un retrato del artista a la manera de una fábula, y con ‘Persona’ (1966), directamente salida de ‘El rostro’, incorpora en su misma estructura fílmica una sucesión de preguntas, un drama metafísico de ejemplar rigor, sobre un tema raramente llevado a la pantalla, pero misteriosamente fascinador, como la transmisión de la personalidad. Esto es, la historia de una actriz que, obligada a descansar a orillas del Báltico con una enfermera, ve cómo esta se va apoderando de su propia identidad, de su propia persona, de su propio rostro.

  Con ‘La hora del lobo’ (1967) establece una de sus cumbres, acaso su obra maestra, juego sutil o clave profunda, con ese pintor casado con una mujer a quien abandona para unirse a su examante. Un filme que parte de la idea de la imposibilidad de que el arte pueda reconciliar al hombre con su entorno. El título hace referencia a una hora antes del amanecer, cuando más gente muere y más niños nacen. La hora que transcurre entre la noche y el amanecer. Es la hora en la que los insomnes son perseguidos por las más tenebrosas angustias, cuando los fantasmas y los demonios campan por sus respetos. Entre ‘Persona’ y ‘La hora del lobo’, Bergman realiza el episodio ‘Daniel’ del filme colectivo ‘Stimulantia’, codirigido por Hans Abramson, Jörn Donner, Lars Görling, Arne Arnbrom, Hans Alfredson, Tage Danielson, Gustav Molander y Vilgot Sjöman.

  Si con ‘La vergüenza’ (1968), en la que aparece el director de cine Vilgot Sjoman en el papel de entrevistador, Bergman pergeña un drama humano en un ambiente bélico, la degradación que causa la guerra en un cobarde convirtiéndolo en asesino para salvarse a sí mismo, con ‘El rito’ (1969) y ‘Pasión’ (1970), su primera obra en color, abraza unos filmes sensuales, absorbentes e hipnóticos. En el primero, sin música alguna en la banda sonora, el propio Bergman se reserva un papel secundario de clérigo, y en el segundo enfrenta a cuatro personas que viven en una isla, una atormentada existencia a causa de humillaciones y violencias físicas y morales. Entre estos dos filmes, el cineasta realiza un estupendo mediometraje para la televisión, ‘Documento sobre Farö’, un regreso a la tierra que le vio nacer. Sin embargo, su siguiente largometraje, ‘La carcoma’ (1971), no es uno de sus mejores filmes, el relato de una mujer sueca, casada, que es ayudada en un momento de crisis por un americano. La relación con este hunde su matrimonio. Estamos ante un Bergman decididamente menor que incide sobre sus obsesiones en torno a las relaciones de pareja. Su discurso se mueve dentro de una tónica algo superficial, echando mano del lugar común con excesiva facilidad. Un pequeño borrón en su filmografía.

  ‘Gritos y susurros’ (1972) y ‘Secretos de un matrimonio’ (1973) constituyen dos de sus obras mayores. Bergman, en la primera, mezcla a la perfección el presente, el pasado y las escenas de fantasía, todo ello a través de una fotografía en la que predomina el color rojizo -incluso en los fundidos, numerosos-, para contarnos la historia de dos hermanas que viven juntas los últimos momentos de la vida de una tercera en cuyo tránsito afloran sus pasiones y sus recuerdos. Los fantasmas de estas tres hermanas tienen tanto peso como la realidad, en un mundo en que ambas cosas no son más que máscaras. En ‘Secretos de un matrimonio’, en realidad una serie de seis episodios para la televisión, un hombre y una mujer se encuentran al cabo del tiempo y recuerdan sus años de felicidad, su boda, su vida en común, las historias paralelas que mantenían y el definitivo divorcio. Dos seres que se desgarran delante de la cámara en esta autopsia de una crisis conyugal.

  Inmediatamente después de ‘La flauta mágica’ (1974), basada en la ópera de Mozart, Bergman dirige el cortometraje ‘El baile’ y realiza a continuación ‘Cara a cara’ (1975), una suerte de continuación de ‘Secretos de un matrimonio’, en el que cuenta con idénticos protagonistas principales (Liv Ullman y Erland Josephson) y unos similares tonos cromáticos, donde una siquiatra, en ausencia de su marido y abandonando a su amante y a su hija, va a reemplazar a otro médico en un sanatorio. En ‘El huevo de la serpiente’ (1977) cuenta el drama de unos trapecistas en paro, que sufren las consecuencias de la crisis económica y de la ascensión del nazismo en el Berlín de los años veinte. Se trata de uno de los filmes más ambiciosos del cineasta y llega a provocar inquietantes sensaciones, toda una reflexión histórica sobre el auge nazi que se desplaza hacia una serie de consideraciones sobre el terror como mecanismo de poder.

  ‘Sonata de otoño’ (1978), con ese preludio número dos de Chopin y esa suite número cuatro de Haendel que cortan el hipo, es otro interesante drama sobre el reencuentro, tras siete años de separación, de una madre frívola y su hija, que hace despertar todo el odio acumulado hasta llegar a las heces de su relación. Dos años más tarde, y con una fotografía que alterna el color con el blanco y negro, ‘De la vida de las marionetas’ es otro excelente drama acerca de un rico industrial dedicado a la construcción, casado con una hermosa mujer a la que termina asesinando, porque, en el fondo, intenta encubrir por todos los medios una homosexualidad que arrastra desde sus días de adolescente.

  Con ‘Fanny y Alexander’ (1982), la historia de una viuda que contrae matrimonio con el obispo de Upsala, lo que acarreará trastornos en sus vidas, Bergman presenta un grupo humano en el que están representados las constantes del director con la sabiduría y depuración de estilo que la experiencia ha ido acumulando. Al año siguiente rueda ‘Después del ensayo’, acaso un título menor, pero valioso, que se desarrolla en un solo escenario, las andanzas de un famoso director teatral en los prolegómenos de su nueva obra, que va a protagonizarla una joven, mientras la esposa del dramaturgo, en tiempos famosa actriz, hace un papel mínimo, y los rencores saldrán a la luz. Bergman cierra su filmografía con ‘Los escogidos’ (1986), ‘Sista Skriket’ (1995), ‘En presencia del clown’ (1997), ‘Creadores de imágenes’ (2000) y ‘Zarabanda’ (2003), su testamento cinematográfico, un sórdido e intenso drama familiar que recupera, otra vez, los personajes e intérpretes de ‘Secretos de un matrimonio’.

  Sus relatos autobiográficos también los hace ficción Bergman en guiones que dirigen otros cineastas: ‘Las mejores intenciones’ (1991), de Billie August, ‘Niños de domingo’ (1992), realizada por su hijo Daniel, o ‘Encuentros privados’ (1996), de Liv Ullman –el gran amor de su vida-, para la que también escribe ‘Infiel’ (2000). Un Bergman que, a lo largo de su filmografía, escribe su propios libretos, a veces adaptaciones literarias y otras –pocas- con la ayuda de guionistas como Herbert Grevenius o Ulla Isaksson. Sin olvidar sus majestuosos directores de fotografía (Gösta Rooling, Göran Strindberg, Gunnar Fischer, Martin Bodin, Max Wilen, Sven Nykvist) y el actor que más de una vez encarna a su alter ego, Erland Josephson, algo así como el Fernando Rey del aragonés Luis Buñuel.

  El cine de Bergman reflexiona sobre la senectud y la muerte, y es hondo y estremecedor, transgresor y trascendente. Sus películas suponen una majestuosa lección de cine, de vitalidad inaudita, pero también un monumento a la sensibilidad. Un cine hecho de recuerdos que se entremezclan, en una bruma de desasosiego, con la realidad. Bergman ahonda en los abismos de la fe y la familia, la vida y la muerte. En los abismos de la mente humana. En los abismos del cine. Bergman sublima y enreda a sus personajes en un obsesivo carrusel de recuerdos y alucinaciones. Los fantasmas tienen tanto peso como la realidad, en un mundo que ambas cosas son más que máscaras. Y reflexiona sobre la muerte, el rencor, el peso del pasado y lo inalcanzable de la felicidad -o esa búsqueda hacia la alegría- en unas películas terribles, agresivas hasta la incomodidad. La austera escenografía recorre la cortante cámara del cineasta y transporta al espectador a una pesadilla, aunque siempre percibe la posibilidad de llenar un vacío, de sentir el aliento de un ideal.

  La filmografía de Bergman se enreda profundamente en la vida y el carácter de la sociedad sueca. Pero el cineasta nunca se limita a querer mostrar una radiografía de su país. Todo lo contrario. Utiliza las costumbres y cultura de su tierra para llevar a cabo un discurso universalista que trasciende el tiempo y el lugar. A veces críptico y sombrío, pero siempre profundo e inteligente, Bergman apuesta por explorar lo imposible: la lucha constante entre la vida y la muerte, su obsesiva duda acerca de la existencia de dios y la desesperación que provoca en el ser humano el silencio por respuesta. Atormentado por la incomprensión de la pareja humana, por el diablo y por dios, Ingmar Bergman representa la continuidad de sus maestros Sjostrom y Stiller. Posee un sentido excepcional del relato novelesco, del lirismo, del realismo poético (que le debe mucho a Marcel Carné), del ambiente, del humorismo, de la melancolía. En sus filmes aflora una inquietud casi metafísica del tema de la pareja y de su incomunicabilidad trágica. En sus obras, por eso mismo, las mujeres cobran un papel determinante.

  Otro de sus temas favoritos es también el de la vejez. De hecho, el último filme del sueco narra la historia de una mujer que acude a ver a su exmarido en una fase de la vejez que palpa la muerte. Resulta casi imposible resumir las grandes joyas legadas por un creador que indaga en el sentido de la vida desde una óptica a veces desconcertante y, en ocasiones, no exenta de un humor que queda completamente eclipsado por una angustia existencial que resulta dolorosa. Bergman, al fin y al cabo, es un maestro y un genio que cuenta historias. Sus películas llegan al fondo más profundo de uno mismo. Sus películas son como pasar un placentero rato con tu mejor y más cercano amigo.

  “Mi placer”, afirma Bergman, “está en hacer películas con los estados de ánimo, las emociones, las imágenes, los ritmos y los caracteres que existen en mí. Mi modo de expresión es el filme y no la palabra escrita. El rostro humano es el punto de partida de nuestro trabajo. La cámara debe intervenir como un observador totalmente objetivo. El modo de expresión más bello del actor es su mirada. La simplicidad, la implicación, la concentración, la conciencia de los detalles deben ser las constantes de cada escena y de cada conjunto de escenas. Mi primer mandamiento es el de ser siempre interesante. Nuestra inspiración necesita del rigor y del vértigo. Creo que cada posición de la cámara debe ser la resultante de un íntimo conocimiento del cine. Uno sabe lo que quiere obtener y entonces debe saber también dónde colocar la cámara. Se trata de una moral profesional, de una ética”.

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