El patrullero de la filmo: Del México dorado y la revolución biotecnológica a la imagen de la memoria


Por Don Quiterio

  Aparte de algunos directores que llevaron a cabo obras estimables, como Arcady Boytler –‘Cantinflas en el teatro’ (1937)- y Juan Bustillo Oro –‘Dos monjes’ (1934), ‘Nostradamus’ (1936)-, Fernando de Fuentes se reveló como el más importante artesano…

…cinematográfico mexicano, realizando películas muy logradas sobre la revolución –‘El compadre Mendoza’ (1933), ‘Vámonos con Pancho Villa’ (1935)- y una comedia musical –‘Allá en el rancho grande’ (1936)- que, con su extraordinario éxito comercial, abrió nuevos mercados a la cinematografía nacional e impulsó con fuerza su desarrollo industrial. Esta alcanzó en 1938 una cifra récord de casi sesenta filmes y se convirtió en el primer país productor de Latinoamérica, aprovechando la circunstancia de que su principal competidora, España, estaba sumida en una guerra civil. Se crearon nuevas y poderosas compañías –Filmex, Clasa, Films Mundiales-, se reforzaron los contingentes con numerosos técnicos y artistas españoles, y la producción tendió a internacionalizarse, adaptando con irregular fortuna gran cantidad de clásicos de la literatura universal.

  México se convirtió en el equivalente hispanoamericano de Hollywood y lanzó a una serie de figuras populares, que resultaron insustituibles durante muchos años en el valor del público. Mario Moreno ‘Cantinflas’, María Félix, Dolores del Río, Arturo de Córdova, Fernando Soler, Jorge Negrete o Pedro Infante. Durante este periodo se reafirmaron los cineastas artesanos –Contreras Torres con ‘La vida inútil de Pito Pérez’ (1943), De Fuentes con ‘Doña Bárbara’ (1943) o Bustillo Oro con ‘Cuando los hijos se van’ (1941)-. Al mismo tiempo, se revelaron figuras importantes como Emilio ‘Indio’ Fernández –‘Flor silvestre’ (1943), ‘María Candelaria’ (1943)- o Roberto Gavaldón –‘La barraca’ (1944)-.

  Unos inicios de los años cuarenta, todo hay que decirlo, cuya producción se limita casi exclusivamente al folletín más lacrimógeno, con el director José Benavides como uno de los representantes máximos de este género, como lo demuestra en ‘Tuyo es mi destino’ (1942), todo un éxito popular basado en ‘Las dos huerfanitas’, cinco años antes de que realizara ‘En un burro… tres baturros’ , primera película en la que trabaja Pedro Infante (dobla al actor Carlos López Moctezuma en una jota aragonesa), acerca de una familia de la localidad turolense de Camarillas emigrada, para prosperar, al país de los charros y mariachis a principios del siglo veinte.

  En 1945 la producción alcanza la cifra de más de ochenta filmes, afirmándose la industria cinematográfica como una de las más importantes del país, sólidamente afianzada en el mercado internacional. Esta década coincide además con el hundimiento temporal del cine argentino, con lo que pasaron a México una gran cantidad de artistas y técnicos del país del tango. Una etapa en la que se llevaron a cabo obras notables como ‘Canaima’ (1945), de Bustillo Oro; ‘Cantaciaro’ (1945), de Julio Bracho; ‘Los tres García’ (1946), de Ismael Rodríguez, o los filmes populares de Alejandro Galindo ‘Campeón sin corona’ (1945), ‘Esquina, bajan’ (1947), ‘Hay lugar para dos’ (1948)… Pero los dos principales acontecimientos fueron la actividad del ‘Indio’ Fernández en su mejor momento –‘Río escondido’ (1947), ‘Pueblerina’ (1948), ‘Una mujer rebelde’ (1950)- y la incorporación del aragonés Luis Buñuel con obras tan importantes como la injustamente infravalorada ‘El gran calavera’ (1949), ‘Los olvidados’ (1950), ‘Susana, carne y demonio’ (1951) o ‘Subida al cielo’ (1952).

  Desde 1952 a 1960 se registró la decadencia de la vieja generación, un hibridismo progresivamente acentuado de los géneros y la aparición de un cierto “cine de calidad” realizado, entre otros, por Roberto Gavaldón –‘Camelia’ (1955), ‘La escondida’ (1955), ‘Flor de mayo’ (1957), ‘Miércoles de ceniza’ (1958)- o Ismael Rodríguez -‘Tizoc, amor lindo’ (1956), ‘La bestia de la montaña’ (1956), ‘La cucaracha’ (1958), ‘La ciudad sagrada’ (1959)-. Lo más destacable de este periodo fue la gran labor del maestro Buñuel –‘Él’ (1952), ‘Ensayo de un crimen’ (1955), ‘Nazarín’ (1958)- y la aparición del equipo de Barbachano Ponce formado por Benito Alazraki con ‘Raíces’ (1954) y el español Carlos Velo con ‘Torero’ (1956).

  En la década de 1960 el cine mexicano conoció una de sus peores crisis, con un preocupante descenso de su producción y un bajo nivel en las ambiciones y calidades de los filmes, popularizándose una serie de pintorescas películas terroríficas o casposos trabajos folclóricos. Solo destacó durante este periodo la actividad de Buñuel –que logró con ‘El ángel exterminador’ (1961) y ‘Simón del desierto’ (1965) dos de sus obras más significativas-, la revelación de Luis Alcoriza –‘Los jóvenes’ (1960), ‘Tlayucán’ (1961), ‘Tiburoneros’ (1962), ‘Amor y sexo’ (1963), ‘Tarahumara’ (1964), ‘Juego peligroso’ (1966)- y la aparición de incipientes cineastas como Jomi García Ascot, Alberto Isaac, Sergio Vejar, Manuel Michel, Juan Ibáñez, Juan José Gurrola o Héctor Mendoza.

  Con la inestimable colaboración de Manuela Lema (del instituto cultural español de México, en Madrid) y de la asociación azteca de cooperación para el desarrollo, la filmoteca de Zaragoza ha programado un ciclo de cine mexicano relacionado con esta época linda (y dorada). Y aunque sorprenda la ausencia de las mentadas películas de Buñuel –problemas de distribución, se supone-, los filmes programados, unos mejores que otros, y con más interconexiones de las que parecen entre el calandino y sus compañeros de fatigas, son todo un lujo para el cinéfilo de verdad y el historiador comprometido.

  Ahí está, para comprobarlo, Alejandro Galindo con ‘Una familia de tantas’ (1948). O Roberto Gavaldón con ‘La otra’ (1946), ‘La diosa arrodillada’ (1947), ‘En la palma de tu mano’ (1950), ‘La noche avanza’ (1951) y ‘Macario’ (1959). O Julio Bracho con ‘Distinto amanecer’ (1943). O Emilio Fernández con ‘La perla’ (1945), ‘Enamorada’ (1946) y ‘Salón México’ (1948). O Gilberto Martínez Solares con ‘Calabacitas tiernas’ (1948). O Juan Bustillo Oro con ‘Ahí está el detalle’ (1940), la mejor película de Cantinflas.

  También fue todo un lujo el proyecto coordinado por la experta Marta Piñol, que aterrizó en la filmoteca de Zaragoza con la programación de cuatro títulos emblemáticos de la ciencia ficción y el terror del cine estadounidense, para abrir, desde unas miradas anticipatorias y visionarias, un debate, entre cinéfilo y científico, sobre el cambio de paradigma de lo que se entiende como naturaleza humana a través del inminente impacto de la revolución biotecnológica. En primer lugar, ‘El doctor Frankenstein’ (1931), basada en la novela de Mary Shelley y su versión teatral a cargo de Peggy Webling, con una soberbia interpretación de Boris Karloff, que hace suyo el papel que, sorprendentemente, rechaza Bela Lugosi, y una magnífica decoración e iluminación realizadas por el director, James Whale, gran admirador del expresionismo alemán, quien extrae del sobrevalorado original una fábula sobre un científico pasado de rosca y su monstruo, una especie de hijo maltratado y repudiado.

  El genial maquillador de la Universal Jack Pierce diseña el cráneo plano, las terminales del cuello, los gruesos párpados, las manos alargadas y cubiertas de cicatrices, los harapos de la vestimenta o unas botas al estilo de los soldados. Las diferencias del libro homónimo y la película se antojan decisivas, no en vano solo se mantiene la escena del primer ataque en el tocador de la heroína, pues, prácticamente, el resto se ajusta a las necesidades del guion -¡esa niña que se ahoga!-, escrito a tres bandas por John Balderston, Francis Edward Faragoh y Garrett Fort, de la misma manera que en el filme se transforma el enfurruñado monstruo de Frankenstein en un personaje tan melancólico como patético. La contrastada fotografía en blanco y negro de Arthur Edeson y Paul Ivano hace el resto. Y demuestra que, muchas veces, las adaptaciones fílmicas superan, con creces, al referente literario. De esto sabían muchos Luis Buñuel y Orson Welles.

  Un año más tarde, Erle Kenton dirige ‘La isla de las almas perdidas’, con la que tiene muchos puntos de contacto, una excelente adaptación de la novela de H.G. Wells ‘La isla del doctor Moreau’, la historia de un genio científico que osa equipararse al dios creador y acaba destruido al quebrantar la ley que él mismo ha impuesto a sus propias criaturas. El orondo Charles Laughton protagoniza una peripecia fotografiada en blanco y negro por el siempre elegante Karl Strauss. Una de las piezas doradas del cine fantástico.

  Para terminar, dos versiones de ‘La mosca’: la primera, con Karl Strauss otra vez en la fotografía –ya en color-, dirigida en 1958 por Kurt Neumann , y la segunda, con una espléndida banda sonora de Howard Shore, debida a David Cronenberg casi tres décadas después. Estamos ante un científico que se verá transformado en una espantosa criatura al intentar descubrir el secreto de la transmisión de materia, en sendas propuestas sumamente atractivas, de gran tensión, que reflexionan sobre los límites de la ciencia.

  Acabados estos dos ciclos, la filmoteca ha iniciado este año 2018 otro ciclo dedicado a la imagen de la memoria, con una conferencia impartida por Julián Casanova acerca de la revolución y contrarrevolución en la España del siglo veinte. Muchas veces, maldita sea, la memoria brilla por su ausencia. No es ya el olvido sino, como diría sor Juana Inés de la Cruz, algo peor: la negación de la memoria. Y lo que se reivindica en los documentales ‘Ladrones de vidas’ (Miguel Hernández, 2016), ‘Los huesos de la disputa’ (Andrea Weiss, 2017), ‘Aragón y los armarios concéntricos’ (Pepe Paz y Marian Royo, 2010), ‘Ezkaba, la gran fuga de las cárceles’ (Iñaki Alforja, 2006), ‘Cicatrices de piedra’ (Mirella Abrisqueta, 2006), ‘Las fotos de nuestra vida’ (Antonio Lachos Roldán, 2015), ‘El periple’ (Mario Pons, 2017) y ‘Gurs, historia y memoria’ (Verónica Sáenz, 2017) es una memoria que integre la de todos y alumbre nuestro pasado para que nuestro hoy y nuestro mañana sean diferentes. Documentales, en fin, que abordan desde los dramas de los niños robados y sus familias hasta los retratos de la dificultad de ser homosexual durante la transición.

  Como broche, este ciclo se ha complementado con una conferencia impartida por Julián Casanova en torno a las imágenes de revolución y contrarrevolución en la España del siglo veinte. ¿Es lo mismo la memoria histórica que la cinematográfica? ¿Fomenta esta lo vivido y lo imaginado? ¿Recordar es mentir? ¿Es la memoria un prestidigitador, un mago experto en escamoteos? Un Casanova, por cierto, que es el encargado de la documentación del citado documental ‘Gurs’ realizado, como decía, por la zaragozana Verónica Sáenz, con producción de Fernando Yarza y la participación de Luisa Gavasa y María José Moreno en las voces en off) o Pablo Contreras en la banda sonora. Estamos ante un recorrido por la historia de ese campo de refugiados francés que estuvo activo durante la guerra civil y la segunda guerra mundial, en el que estuvieron multitud de aragoneses. Hizo de lanzadera con los campos de exterminio nazis, pues si en un principio sirvió de refugio para todos los republicanos españoles, terminó como “almacén” de siete mil judíos alemanes. Entre testimonios relacionados con los hechos, fotos de época, imágenes en movimiento y varias historias de animación dibujadas por Paco Roca, se va hilvanando un relato que no ha terminado de contarse.

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