Rebatiña en el politburó


Por José Joaquín Beeme
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   Los mecanismos de conservación del poder, en el seno de un círculo macho-revolucionario, han solido proceder por selección arbitraria o cooptación entre supuestamente iguales.

    El origen tebeístico de La muerte de Stalin (dibujos de Robin con guión de Nury, Dargaud, 2010) determina el grand guignol, la gruesa y grotesca caricatura con que el escocés Iannucci, de zumbona sangre napolitana, resuelve el traslado a pantalla del más convulso cónclave del sovietismo. Novela gráfica aireada en cine y a su vez embebida en teatro, en irónicos sketchesdialogados, visita las conspiraciones de palacio en el ocaso del trentenio estalinista, ese año 1953 de camarillas, miedos y depuraciones a manos de la policía política (NKVD) del temible Beria, comisario del pueblo de tan nefasta nombradía que hasta el franquismo denigró al autor de La forja de un rebeldetrabucando su apellido. Todos los signos que rodean al autócrata están ahí: multiplicación de retratos de santoral socialista (toda gigantografía tendría su envés en el raspado/tachado/velado del caído en desgracia), profusión de rojo bandera o cortinaje, especulación noticiosa sobre la salud del líder incorruptible, pueblo movilizado en torno al lecho del dolor o al condecorado túmulo. Incluso esa infaltable niña rubicunda (bavarina o natachita) en brazos del gran padre. Por cierto que el gorrioncillo de Stalin, Svetlana Alilúyeva, comparece como desolado, histérico contrapunto a estos idus imperiales a punto de pasar página. Y aunque lejos ya, aparentemente, aquel PCUS que marchaba a la vanguardia del obrerismo mundial dándole radiosa esperanza, la película ha sido tachada de propaganda ahistórica e infamante, de complot antirruso, a tal punto el fantasma del georgiano de acero continúa recorriendo la inmensa estepa.

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