«Aragón rodado», documental de Vicky Calavia

145aragon-rodadoP
Por Don Quiterio

     Habrán oído hablar, desocupados lectores, de la famosa respuesta de Zou Enlai. En 1972, recuerda el gran Enric González, Nixon visita Pekín y en una charla informal le pregunta al dirigente chino qué piensa sobre la revolución francesa (sin mayúsculas, por favor). “Es demasiado pronto para valorarla”, responde Enlai.

     La prudente frase ha pasado a la historia. Pero es una confusión. Enlai, en realidad, entiende que el presidente estadounidense se refiere al entonces muy reciente mayo de 1968, y no, evidentemente, a la revuelta de 1789. Da igual, en cualquier caso, porque ahora viene el interrogante: ¿”Es demasiado pronto” para valorar un documental como ‘Aragón rodado’, recién salido de la sala de montaje? En contra de lo que dijo el chinito del alma, no es demasiado pronto para valorar el acontecimiento, esto es, no hay nada que valorar, porque poco es lo que ofrece y muchos los interrogantes que provoca. ‘Aragón rodado’ ni combina la pulsión de los documentos clásicos ni la experimentación de raíz vanguardista. Es otra cosa. Un chato e impersonal recorrido por algunos de los rodajes que se efectuaron en esta tierra nuestra, sin ningún tipo de inventiva y sin penetrar en historias que pudieran atentar contra los intereses de quienes pagan el mamotreto.

     El dúo dinámico de la cosa cinematográfica zaragozana ha unido fuerzas comunes. Vicky Calavia, en la dirección (o así), y Luis Alegre, en las funciones de busto parlante y narrador, nos ofrecen una decepcionante y parcial panorámica de algunas de las películas rodadas en Zaragoza, Huesca o Teruel. Las elegidas engrosan la columna vertebral del documento, sin ningún espíritu crítico ni de investigación, solo risitas por aquí, risitas por allá y risitas por acullá. Ya lo advertía Antonio Machado en su Juan de Mairena, no hay que perderse en los adjetivos si ello implica perder de vista la propia función del sustantivo, a no ser que lo sustancial de algo quede suplido por las meras apariencias de ese algo: en tal caso, la plata será oro si es rubia, y el oro será plata siempre que este oro sea cano. O calvo. Sigo sin discernir cuántas películas elegidas para este ‘Aragón rodado’ son sustantivos y cuántas adjetivos que podrían determinar y calificar a un mismo sustantivo.

     Luis Alegre conversa con veintitantos profesionales de los distintos oficios cinematográficos (realización, guion, montaje, interpretación, fotografía, diseño de vestuario, dirección artística, maquillaje y efectos especiales) que participaron en los doce filmes que pueblan el documental, un recorrido por los platós naturales y arquitectónicos de aquellos rodajes. Ahí van los nombres, un par de docenas (un nombre arriba, un nombre abajo): Fernando Trueba, Carlos Saura, Antonio Saura (el hijo del anterior, no el hermano), Paula Ortiz, Jorge Sanz, Jordi Mollá, Antonio Resines, Pedro Rodríguez, Miguel Ángel Lamata, Mark Albela, Yvonne Blake, Juan Diego, Manuel de Blas, Julia Juániz, Guillermo Montesinos, Sol Carnicero, Ignacio Machín, Félix Murcia, José Luis Alcaine, Frances Betriu, José Luis Escolar, Ana Gracia, Ignacio Martínez de Pisón o Maribel Verdú. Acaso alguno falta. O acaso alguno sobra. Cuenten.

     También contaba Hegel que “nada grande se ha realizado en el mundo sin pasión”. En la historia del pensamiento occidental podemos encontrar numerosas descripciones y clasificaciones de pasión. Añadiré una más, de la que tengo plena certeza de que no pasará a los anales de la filosofía o del cinematógrafo: pasiones limpias, oscuras y bajas. Y me da la impresión de que en las entrañas de este documental hay muchas pasiones de los tres tipos, un repaso a la historia de las principales películas realizadas en la tierra aragonesa, deteniéndose, sobre todo, en una docena de resonancia nacional e internacional. Ante todo, glamur (sin ‘o’ de vocal, por favor).

     El documental arranca con Fernando Trueba frente a la cárcel de Torrero de Zaragoza, donde el realizador filma la salida de prisión del zaragozano escritor de Las Fuentes Félix Romeo Pescador, que cumplía una condena por insumisión al servicio militar. El episodio forma parte del filme colectivo (cuarenta cineastas) ‘Lumière y compañía’ (1995), con el que se conmemoró el centenario del cine. Esta suerte de ‘road movie’ por el paisaje de la comunidad termina con la deficiente ‘De tu ventana a la mía’ (2011), de la realizadora zaragozana Paula Ortiz, quien entra junto a Luis Alegre –el conversador- en la basílica del Pilar, lo que da pie para evocar ‘Salida de misa de doce del Pilar’. Y desde esta primitiva filmación realizada a finales del siglo diecinueve por Emilio Jimeno –padre e hijo- se salta a… ¡1982! Sí, ochenta y pico años después, con el filme de Antonio José Betancor ‘Valentina’, esa primera parte del original de Ramón José Sender, para llegar, finalmente, a este inicio del siglo veintiuno.

     En realidad, todo empieza hace dos siglos, cuando España se suma al invento de los hermanos Lumière y unos jóvenes emprendedores zaragozanos filman un salida de misa del templo del Pilar a eso del mediodía (minuto arriba, minuto abajo). Corre el último decenio del siglo diecinueve y el ser humano presencia, atónito, una suerte de fotografía en movimiento, a veinticuatro fotogramas por segundo (fotograma arriba, fotograma abajo). Acaba de nacer una de las obsesiones más recurrentes, no solo del desarrollismo fotográfico, sino de la humanidad entera: el cinematógrafo. Nadie puede imaginar, entonces, que la simple velocidad de veinticuatro fotogramas por segundo va a desencadenar, décadas después, uno de los espectáculos más artísticos y entretenidos de la historia de la humanidad.

     En pleno siglo veintiuno, en esta primavera de 2014 para ser precisos, una descendiente de aquellos seres pioneros, primitivos, y con cierta tendencia a aglutinar un cierto tipo de filmaciones autóctonas, estrena en los cines Aragonia su última película, un documental sobre el cine rodado en Aragón que se convierte en su más oscuro objeto de deseo. Vicky Calavia (Zaragoza, 1971) es, además, la ‘sheriff’ que organiza festivales, jornadas, encuentros, seminarios o coloquios, que ejerce de realizadora, guionista, escritora (especializada) o profesora de lenguaje audiovisual, y es responsable de dos documentos sobre dos estudiosos aragoneses del hecho cinematográfico, Manuel Rotellar y Alberto Sánchez Millán, y de alguna fechoría más. La última, ‘Aragón rodado’, es un amontonamiento por amontonamiento, sin sentido crítico, sin profundizar en las causas y las consecuencias, en las presencias y en las potencias.

     ¿Por qué los autores no se detienen en ninguno de los filmes rodados en esta tierra nuestra durante las primeras décadas del siglo veinte y, por extensión, en la larga etapa del franquismo? ¿No hubieran servido estas consideraciones para establecer una historia de la cinematografía española con la preciosa excusa de estos rodajes en territorio aragonés? ¿O de lo que se trataba, simplemente, era perpetrar el consabido colegueo, sin ningún atisbo de profundidad ni mucho menos rigor? ¿No deviene todo en intrascendentes anécdotas personales, que nada dicen y menos significan? ¿Celebramos erróneamente en 1996 el centenario de la primera película española? ¿Por qué se insiste –plano final- en que esa salida del Pilar fue la primera filmación realizada en España? ¿No sabemos ya que no lo es? ¿No está documentado y catalogado? ¿Habrá que programar ‘Aragón rodado’ en algún cine gallego para que sus autores salgan a gorrazos? ¿Estamos tontos o qué? Lamentable. Y lastimosamente provinciano.

     El documental omite la rigurosa investigación desarrollada por Jon Letamendi al iluminar el estudioso un periodo poco conocido del cine español y clarificar los primeros pasos de aquellos pioneros que hicieron posible el nacimiento del cine en nuestro país. Letamendi demuestra que ‘Salida de misa de doce del Pilar de Zaragoza’, fechada hasta el momento en octubre de 1896 y considerada la primera película española, no pudo ser realizada ese año, lo que desplaza el centenario de nuestra cinematografía hasta 1997, localizando en Galicia el auténtico nacimiento del cine español. Según se desprende de lo investigado, el primer rodaje español demostrado sería el del filme gallego ‘El entierro del general Sánchez Bregua’, filmado el veinte de junio de 1897. El primer estreno de una producción española pasa a ser el de ‘Riña en un café’ y otras cintas de Fructuoso Gelabert, proyectadas el veinticuatro de agosto del mismo año. No obstante, habría que destacar un primer estreno, si bien realizado por un cámara francés asalariado de los Lumière. Esta proyección tuvo lugar en Madrid, el catorce de mayo de 1896. Por otra parte, fue el galo Alexandre Promio el responsable de rodar un primer filme en suelo español, ‘Place du Port à Barcelone’. Pero esto es otra historia.

      “A veces”, decía Caballero Bonald, “con poner juntas dos palabras que nunca lo han estado se abre una puerta, se descubre un mundo. Y eso, a veces, se produce por mera atracción fonética, por la música de las palabras”. Calavia, por el contrario, cierra las puertas a cualquier musicalidad, cualquier atracción entre planos y no consigue redescubrir un mundo cinematográfico rodado en un Aragón caracterizado por su pulsión fílmica, sus recovecos misteriosos, enigmáticos, su inusitada plasticidad, sus componentes orgánicos que devienen en séptimo arte, porque las cenizas, ay, deberían convertirse en árbol, en agua, en piedra.

     Pasamos de ‘Réquiem por un campesino español” (Francesc Betriu, 1985) a ‘Miguel y William’ (Inés París, 2006). Pasamos de ‘La vaquilla’ (Luis García Berlanga, 1985) a ‘Los fantasmas de Goya’ (Milos Forman, 2005). Pasamos de ‘La noche oscura’ (Carlos Saura, 1989) a ‘Una de zombies’ (Miguel Ángel Lamata, 2004). Pasamos, en fin, de ‘Jamón, jamón’ (Bigas Luna, 1992) a ‘Carreteras secundarias’ (Emilio Martínez Lázaro, 1997). Y, claro está, apreciamos los escenarios del monasterio de Veruela, del castillo de Loarre, de Sos del Rey Católico, de Albarracín, de Chodes, de Peñalba, de Monegrillo, de la base americana de Zaragoza o, vaya por dios, del cementerio de Torrero.

     En ‘Aragón rodado’, maldita sea, no interesa discernir el grano de la paja, el sustantivo del adjetivo, porque poco se dice, aunque se hable mucho, de los resultados de las películas citadas, muchas veces de resultados fallidos, inconexos o petulantes, con excesos de preciosismo, con historias insulsas y harto aburridas, falsamente sofisticadas o directamente burdas. Como el propio documental perpetrado por Vicky Calavia y Luis Alegre, dos egos enloquecidos, dos vanidades desbocadas, dos princesas que en su oscura pasión autorreferencial se han olvidado de que representan algo más relevante que ellos.

     A esta historia le falta inteligencia. Sin inteligencia todo es inútil. La inspiración es un sentimiento que ayuda a rebajar la tensión de la repetición. Pero no suple al trabajo estructurado, metódico, el ensayo para lograr la excelencia de cada pieza. No la total, ese imposible sobre el que se ceban todos los fanatismos. Yo he comido rabos de pasas para mejorar la memoria y aprender con celeridad un texto mal escrito para la escena. Lo decía Brecht, los males de la cocina se solucionan en el mercado de abastos. Un madrugada en Mérida, José Tamayo se despertó, vio el sol y exclamó: “¡Ese foco, apagarlo!”.

     Al final, lo único que nos redime, cuando es hora de hacer balance, es la grandeza. Todos necesitamos nuestra redención, sobre todo los que viven persuadidos de no haberse equivocado nunca. Lo único que nos redime son las veces que fuimos capaces de pensar y de actuar más allá de nuestras necesidades y nuestros caprichos.Vicky Calavia y Luis Alegre pueden continuar jugando a su estilo y a sus proyectos, pero la realidad aplastará más temprano que tarde la parte de ellos que todavía queda en pie, y el curso natural de la vida y de las cosas se los llevará río abajo con los demás desechos. No hay peor caída que cuando nos engulle el abismo de nuestra arrogancia.

     La calidad del trabajo que hagamos, sea en el ámbito que sea, es lo que va a determinar nuestro prestigio y nuestro éxito. Nunca será mejor una mala cineasta que una buena fontanera. Lo que importa no es lo que hagas sino que lo hagas bien hecho. Los recursos son limitados y hay que usarlos con inteligencia. No se puede ofrecer mediocridad a cambio del enorme esfuerzo que muchos hacemos pagando nuestros impuestos. Nada hay más soez, ni más desafortunado, que la arrogancia del subvencionado. Si no aportamos nada, solo generamos mediocridad y falsas expectativas. El documental, así, no es, solo es apariencia. Lo dijo el ensayista Karl Kraus: “Aparentar tiene más letras que ser”.

     En tiempos de penuria y precariedad, de egos y paranoias, los dineros públicos no se pueden tirar por el desgüace de la nadería, en una propuesta a priori tan interesante como mal entendida. Es muy fácil grabar y grabar, que luego los buenos chicos de Nanuk ya arreglarán el desaguisado. No es de recibo. Ni profesional. Decididamente, hay que pedir responsabilidades, porque el resultado se encuentra a medio camino entre el desconcierto y el más majestuoso de los fracasos. Pero no nos asustemos, es lo desmedido de la propuesta, la exageración de los adjetivos, lo que hace que todo resulte tan magnético como repulsivo, tan interesante como ridículo.

     ‘Aragón rodado’ se asemeja, en última instancia, a una suerte de reino de las sombras, despojado de sonidos y colores. El documental, en efecto, surge ante nuestros ojos, apagado, sin voz ni voto, sombrío y lamentable, con sus múltiples sonidos desteñidos. Y todo, de nuevo, por la simple velocidad de veinticuatro fotogramas por segundo (fotograma arriba, fotograma abajo) de un invento de hace un par de siglos. Ya lo decía Elai, es demasiado pronto para valorar el acontecimiento. Pero en algún momento habrá que hacerlo. Y el que esto escribe decide en consecuencia. Y al momento, como periodismo sin sotana, que en esta casa no entendemos de venganzas. Ni de platos fríos.

Artículos relacionados :