El eremita que oró a Ducay encaramado en una columna

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Por Don Quiterio

     Creo que fue Billy Wilder quien dijo aquello de que “los premios son como las hemorroides, antes o después le llegan a todo el mundo”.    A quien le ha llegado ahora, de la mano de la asamblea de cineastas aragoneses en la tercera edición de sus premios Simón, es a Eduardo Ducay, quien fuera productor de ‘Tristana’ (1970), aquella película de su admirado Luis Buñuel con la que, tomando como base la novela de Galdós, consigue volver a España para rodar el guion en Toledo. Y qué mejor galardón para Ducay –el de honor- que el referido a uno de los iconos buñuelianos, Simeón el estilita, un eremita que ora, en su lucha contra la indiferencia y las tentaciones, encaramado en una columna en medio del desierto.

 

    A veces, los dioses dejan que llueva sobre desiertos donde no hay nadie. Algo así entendía, entusiasmado, Federico García Lorca, en la residencia de estudiantes de Madrid, cuando preparaba, junto a Buñuel, un proyecto sobre, esto es, dioses, lluvias y desiertos, que el calandino, en 1965, retomaría en la figura de Simeón, el estilita. La idea era la renuncia o no renuncia a la  parte de nosotros que nos eleva y nos salva, aunque sea en una columna en pleno desierto, que nos da sentido (o no) por encima de las circunstancias. Se trata, al fin y al cabo, de encontrar consuelo en la oración, un encuentro para la exigencia, el rigor, la dificultad.

     Para el estilita, cualquier otro deber parece optativo, insignificante. El problema de vivir sin absolutos no es la falta de respeto a los absolutos, sino que tampoco se respetan los mandatos menores y la vida se nos pudre en los detalles. Falta que la gente vuelva a tener miedo. No un miedo paralizante, sino este temor espiritual, fértil, que nos aleja del mal y nos inspira retos creativos, reconfortantes. Y Buñuel crea y se reconforta en ‘Simón del desierto’ (1965), su primer enfrentamiento con un tema completamente religioso, la vida y las tentaciones de un individuo que permaneció subido en una columna durante cuarenta años, una apasionante comedia sarcástica inconclusa, malograda por las discrepancias surgidas con el productor Gustavo Alatriste, pero realizada como parábola indirecta y seria del hombre incompleto, en la renuncia a los dones que nos hacen maravillosos o lascivos y nos permiten sobreponernos a la imperfección, la calamidad, la lágrima.     El nombre de estos premios, pues, hace alusión a ese trozo de mitología católica transformada por el surrealismo de Buñuel, y, claro está, el trofeo, obra del artista Emilio Gazo, adquiere la forma de uno de los iconos del filme, la columna rematada con una silueta humana. La columna es, para Buñuel, un signo de los símbolos decorativos que la iglesia se ha procurado. Y Simón es una figura venerable de cabellos largos, barba cerrada, vestidura larga, que está sentada sobre una columna gigante, como la custodia en un auto en ‘La edad de oro’. O como el protagonista de ‘Subida al cielo’, que había visto a su madre sobre una columna.

     La estilita ‘columna’ de honor, digo, fue entregada al octogenario productor zaragozano Eduardo Ducay, en reconocimiento a unos proyectos cinematográficos de indudable interés firmados por directores tan representativos como Marco Ferreri (‘Los chicos’, 1959), Julio Diamante (‘Tiempo de amor’, 1964), José María Forqué (‘La muerte viaja demasiado’, 1966), Francisco Regueiro (‘Padre nuestro’, 1985), José Luis Cuerda (‘El bosque animado’, 1987, una adaptación de la novela de Fernández Flórez cuya primera edición la publicó la librería General de Zaragoza) o Fernando Méndez-Leite (‘La Regenta’, 1994). Y, claro está, el genial Buñuel de ‘Tristana’ (1970).

     Ducay, en fin, se mostró muy feliz por el mismo nombre de Simón, que le remite a Buñuel, a quien conoció por la representante de actores Alicia Palacios, y por la propia Zaragoza, de la que ya fuera hijo predilecto o medalla al mérito cultural. Una ciudad inmortal en la que apostó por aquel mítico cineclub surgido en la inmediata posguerra, junto a Orencio Ortega (‘Merlín) y Antonio Serrano. Luego inauguró la sección de cine en la revista ‘Ínsula’ o se embarcó en la de ‘Objetivo’, junto a Juan Antonio Bardem, Muñoz Suay y Paulino Garragorri. Trabajó también con Luis García Berlanga (fue ayudante de dirección en ‘Novio a la vista’) y Carlos Saura (guionista del cortometraje ‘Tarde de domingo’), pero el fracaso comercial de un primerizo Ferreri le hizo apostar por películas musicales: con Rocío Dúrcal, con Ana Belén, con Raphael, con Los Bravos…

     ‘Juego de espías’, el documental de Germán Roda y Ramón J. Campo –basado en sendos libros de este último-, se llevó el premio al mejor largometraje, y también obtuvo el reconocimiento al mejor montaje, una mezcla de imágenes de archivo y entrevistas mientras una voz en off hace un recorrido por la historia del paso de oro nazi por la estación canfranquesa, incluyendo ilustraciones animadas. Estamos ante un documento de unos hechos silenciados, de encuentros y desencuentros, de abrazos y despedidas, de besos y miradas. Su principal mérito es rescatar del olvido, setenta años después, a una serie de espías que se jugaron la vida en ese entorno del Pirineo aragonés, y cuya valentía salvó vidas y contribuyó a minar el poderío de Hitler gracias a acciones tan sencillas como heroicas. Unas personas que, en caso de ser detenidas, se arriesgaban a morir en un campo de concentración nazi o, en el mejor de los casos, a terminar con sus huesos en una cárcel franquista. Los autores, en la gala, reivindicaron la reapertura de esta vía ferroviaria de comunicación y desearon que en un futuro Aragón se pueda comunicar con Europa por esa línea internacional.

     El resto de los finalistas en la categoría del largometraje, con hemorroides o sin ellas, se quedaron, como no podía ser de otra manera, con un palmo de narices: ‘Una mujer sin sombra’, del quejica Javier Espada, un documental sobre la vida de la actriz Asunción Balaguer y la relación que mantuvo con su marido, Francisco Rabal, en un conjunto que cojea bastante, muy academicista y sin mayores sorpresas; ‘Vigilio el camino’, de Pablo Aragüés, una modesta mezcla de thriller erótico y terror con sicópata, de ritmo frenético, pero con muchas lagunas y un aire excesivamente forzado; ‘Los chicos de mañana’, de Javier Moreno, un curioso trabajo que no acaba de funcionar del todo en sus desarrollos estéticos y narrativos; ‘El hombre y la música’, de Laura Sipán, un retrato íntimo del compositor turolense Antón García Abril, trabajado más desde la emoción que desde el dato, elegante, cinematográfico, alejado del discurso televisivo; y ‘Aniversario 40’, de José María Ballestín y Antonio Tausiet, en torno a la asociación de vecinos del barrio San José de Zaragoza.

     Este último es un documento reivindicativo y de denuncia, que utiliza palabras de amistad, libertad y lucha, y nos retrotrae a los escritos del poeta Julián Rezola: “No te canses, compañero, el hombre es bueno, ya lo verás. Cuando te levantes por la mañana piensa en la gente que vas a ver: en el autobús, en el trabajo y en la calle, y alégrate. Alégrate del maravilloso espectáculo que es el hombre. Mira sus caras, la cera de sus arrugas, mira sus manos, cuenta sus dedos, observa sus hombros cargados, imagina el peso que han soportado. Huele sus ropas, la camisa, la chaqueta, los calcetines y, si puedes, los calzoncillos. Y si eres como pienso, sentirás el olor de las cadenas, el olor del látigo y de la pena, y el olor de la frustración. Y si esto no es suficiente para seguir luchando, abandona, no tienes razón, pero, sobre todo, no tienes temple”.

     Contra todo pronóstico, ‘Te escucho’ se alzó con el premio al mejor cortometraje –entregado por Miguel Ángel Lamata-, un relato bien construido por Jorge Blas, honesto y eficaz, en torno a un hijo que descubre la sorprendente historia de sus padres a través de una llamada telefónica a un misterioso programa radiofónico, muy superior al que, a priori, iba a barrer en la ceremonia, la hagiografía sobre el fallecido Félix Romeo ‘Por qué escribo’, que se ‘conformó’ con los de efectos especiales para Sergio Duce, banda sonora original para Miguel Ángel Remiro e interpretación para Jorge Usón, en el papel de ese ‘ángel’ caído del cielo, el escritor zaragozano que regresa a su ciudad en forma de dibujo animado para recorrer sus lugares queridos y encontrarse con amigos.

     Y en el camino, como el malogrado, se quedaron los cortos ‘Marcelino, no te vayas’, de Román Magrazó; ‘Personas que quizá conozcas’, de Álex Rodrigo; ‘La peste’, de Víctor Forniés, o ‘Cuatro veintes’, de Jorge Aparicio. Y también el actor José Luis Gil (‘Entre cartones’) y las actrices Eva Villar (‘Bailar al son o la tirada de los dados’), Salomé Jiménez (‘Moira’), Carmen Barrantes (‘Ventajas de viajar en tren’) o Amelia Rius (‘Cuatro veintes’).

     Santiago Gracia se llevó el trofeo al mejor videoclip por su trabajo en ‘La tienda’, para la ejeana banda de rock Tako, rodado en un comercio del pasaje zaragozano del Ciclón. El resto de videoclips nominados estaban a la altura, que aquí, en Aragón, esta tendencia cinematográfica, al menos de un tiempo a esta parte, la sabemos hacer muy bien. Estos realizadores que se quedaron a las puertas fueron Pablo Aragüés con ‘Holocausto’, del grupo Cube; Orencio Boix con ‘De tarima’, del grupo Kiev cuando nieva; Emilio Larruga con ‘Aquí seguiré’, del cantante Salvatore Stars, y, por partida doble, Ignacio Bernal con ‘Julie’, del cantautor Josh Rouse, y ‘Dame una pista’, de la banda Tachenko.

     Con un cartel anunciador del oscense Rubén Cabañas, la gala fue presentada por Emilio Larruga y Ludmila Mercerón –flojos-, y se contó con las actuaciones de Teatro Indigesto, Silvia Soláns, Toño Lotellerie y David Sancho. Por su parte, el alcalde de Teruel, Manuel Blasco, invitó a trasladar la ceremonia, al menos por una vez, a la capital turolense e incluso invitó a rodar un filme sobre el amor. Su homónima oscense, Ana Alós, lanzó piropos al festival internacional de cine de Huesca. Más contenido, por aquello de las hemorroides, estuvo el concejal de cultura del consistorio zaragozano, Jerónimo Blasco, que se trabucó, el pobre, en el discurso y pareció torpe en el escenario, con lo que le gusta. Luisa Fernanda Rudi no dijo nada, porque no fue.

     Finalmente, José Ángel Delgado y Antonio Tausiet, presidente y vicepresidente respectivos de la asociación de cineastas aragoneses, lanzaron sus dardos envenenados con un discurso reivindicativo y de compromiso, y se marcaron, con las azafatas ‘pin-ups’, un dinámico baile que hizo las delicias del jardín, al ritmo de ‘Los chicos con las chicas tienen que estar’ para recibir a Eduardo Ducay. Aunque el bueno de Tausiet, en un mal giro bailongo, casi se cae a la platea y se da de bruces con el honorable octogenario. La sangre no llegó al río, que para eso ya está la obituaria fílmica oficial, que rueda en estos momentos un documental sobre la figura del productor. Esperemos que llegue a tiempo.

     La hija de Germán Roda, Alba, presentó en vídeo a todos los candidatos. Los premiados no se alargaron en exceso mentando a sus familiares y los asistentes se lo pasaron pipa con las bromas, los números musicales y los vídeos promocionales. El público que acudió a la gala del teatro Principal quedó, por tanto, satisfecho. Y pareció feliz. Pero la felicidad está en lo que no se desea, en la capacidad de prescindir de esos sueños destructores que nos persiguen. Hay que tener mucho cuidado con lo que se sueña. No solo porque los sueños, cuando se desean con verdadera intensidad, acaban cumpliéndose, sino porque la mayoría de ellos suelen tener consecuencias devastadoras para el soñador. Con hemorroides o sin ellas.

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