Solo se vive una vez (8)

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Por Don Quiterio

    Cuando muere una celebridad se desata un aluvión de elogios y exageraciones sobre su figura hasta el extremo de confundir fantasías literarias con tremendas realidades, difuminadas u olvidades por el paso del tiempo.   Hay algo insalubre en todas la muertes, algo que sabe a gaseosa con una pizca de pimienta o a broza amarga como el llanto de los cínicos. O a madera húmeda, como cuando los navateros transportaban los troncos río abajo. De esto último sabe mucho el incansable etnógrafo y antropólogo oscense Eugenio Monesma, siempre con la idea de recuperar en sus filmaciones los contenidos de los oficios ya desaparecidos o en vías de extinción. El cineasta filmó, en uno de sus mejores documentales, a estos maestros navateros. Ahora, uno de ellos, el oscense de Puyarruego José Pallaruelo, ha fallecido recientemente.

     Una almadía es una balsa hecha con maderos. El viejo oficio de almadiero consistía en transportar por los ríos la madera cortada en la montaña hasta el llano o el mar. En Aragón se llaman navateros, en Castilla gancheros y en Cataluña ‘raiers’. Afirma Javier Ortega que “Pallaruelo pertenecía a una saga familiar de navateros que se ganó la vida transportando madera por el río Cinca, desde el Pirineo hasta la desembocadura del Ebro en Tortosa. La recuperación etnológica de ese tradicional sistema de navegación se inició en junio de 1983, cuando un grupo de seis navateros del Sobrarbe, mayores de sesenta años, construyó una navata y la condujo por el río Cinca desde Escalona hasta Aínsa”.

     Pallaruelo deja una fuerte impronta a sus descendientes, como su hijo Daniel, que sigue colaborando en la fiesta del descenso, o su sobrino Severiano, que tanta información ha rescatado en diversas publicaciones. Compañeros suyos como Domingo Tomás, Luis Puértolas o Benjamín Campo son los últimos que pueden contar en primera persona cómo se ganaron la vida hasta que desapareció este oficio en 1949, aunque todavía unos años después bajaron las últimas maderas desde Laspuña hasta Aínsa o Mediano. Desde entonces, Pallaruelo ayudó e impulsó la recuperación de la tradición del descenso de navatas cada tercer domingo de mayo al que acudía fiel a la cita.

     Motor durante estos dos últimos años de la compañía Microteatro Zaragoza junto a su compañero Santiago Meléndez, la muerte de la actriz aragonesa Pilar Molinero, a los 53 años, nos ha dejado helados a todos los cercanos. También trabajó en Tranvía Teatro y fue, también con Meléndez, socia y miembro de la compañía estable Teatro del Alba de Zaragoza. Como actriz cinematográfica, su trabajo más reconocido lo hizo a las órdenes de la zaragozana Pilar Gutiérrez en 2007 con el cortometraje ‘El patio de mi casa’, premiado en numerosos festivales, con el que obtuvo el premio a la mejor interpretación en el festival del Sol de Gran Canaria. Una actriz con papeles de fuerte carácter. Y con fuerza emotiva la despedimos.

     Es curioso que para el común de los espectadores Mickey Rooney, una de las grandes estrellas del Hollywood clásico, de musicales y comedias de gran éxito popular, siguiera siendo el último niño prodigio cuando era, en realidad, un anciano. Fallecido por causas propias de su avanzada edad, el actor prolonga su filmografía durante ochenta años en casi cuatrocientos trabajos. Y, en efecto, en el papel de un viejo convencido de que podría volver a la infancia, incluso transformarse de nuevo en bebé –con pañales, metáfora de su trayectoria-, este actor que durante años se niega a crecer protagoniza la coproducción hispanofranco y alemana ‘La vida láctea’ (1992), ópera prima de Juan Estelrich, hijo del cineasta del mismo nombre, un filme con ecos de Luis Buñuel, subrayados por el título mismo y la fugaz aparición del hijo del maestro, Juan Luis Buñuel. También nos ha dicho adiós el padre de los grandes actores argentinos, Alfredo Alcón, quien trabajó en el cine español, para el que hizo su última aparición en 2002 en el filme de Antonio Hernández ‘En la ciudad sin límites’, con guion de Enrique Brassó, experto en la obra del oscense Carlos Saura. Un año antes, en ‘El hijo de la novia’, de Juan José Campanella, se interpreta a sí mismo.

     El que ha fallecido en penosas circunstancias, y todavía joven, es el actor Alfonso Bayard, habitual de la televisión (‘Hospital Central’, ‘La Riera’) y amigo del productor y cineasta zaragozano Nacho García Velilla, para quien trabajó en la serie ‘Aída’. Propenso a los trastornos de personalidad, la muerte de Bayard se produjo en una calle barcelonesa, después de que el camarero que servía en una terraza llamara a una patrulla porque estaba molestando al resto de la parroquia con frases sin sentido y palabras malsonantes. Los ‘mossos d’esquadra’ –la policía autonómica catalana- se presentaron y lo redujeron al instante. Al parecer, seis agentes se le echaron encima. Cuando ya estaba esposado, se desmayó y murió. La víctima estaba notablemente alterada, pero no iba armada. Los datos que se conocen no permiten determinar si se ha producido o no un abuso policial, pero resulta insólita y muy inquietante la frecuencia con la que se suceden incidentes graves, algunos de ellos mortales, en operaciones protagonizadas por este cuerpo policial. Parece obvio que algo no funciona bien en un colectivo que tiene abiertas numerosas causas en los juzgados. Sorprende que unos incidentes protagonizados por personas que, por muy alteradas que estén, no van armadas y no representan un grave peligro, acaben provocando mucho más ruido –la muerte- que el que se pretende evitar. Si las actuaciones policiales se han ajustado al protocolo, es evidente que habrá que revisar también esos protocolos.

     También acaba de fallecer, aunque de muerte natural, el actor Ramón Pons, cuyo atractivo físico le permitió encarnar a numerosos hijos de papá, novios chulescos o amantes deseados: en ‘El taxi de los conflictos’ (Mariano Ozores y José Luis Sáenz de Heredia, 1967), graciosa comedia con variopintos personajes, trabaja como director de fotografía el zaragozano Emilio Foriscot; en ‘Un, dos, tres, al escondite inglés’ (Iván Zulueta, 1969), singular y delirante intento de cine pop, produce el zaragozano José Luis Borau; en ‘Una gota de sangre para morir amando’ (Eloy de la Iglesia, 1973), imitación del Kubrick de ‘La naranja mecánica’, participa como coguionista el zaragozano Antonio Artero, y en ‘El virgo de Visanteta’ (Vicente Escrivá, 1978), aberrante cine erótico, la banda sonora pertenece al turolense Antón García Abril. En los últimos años, condicionado por su cambio físico, ya solo hace personajes episódicos.

     Y también ha fallecido Antonio Pica, el buzo que fuera actor, con una existencia verdaderamente novelesca dentro y fuera de la pantalla. Irremediablemente hedonista y de vocación cosmopolita, la suya es una vida intensa, que se bebió siempre a grandes sorbos, alternando éxitos y fracasos. Fue el “guapo del anuncio” –de marcas de brandy, principalmente- y pareja ideal de modelos de la época. Llegó a filmar más de setenta películas entre el terror, la comedia y mucho ‘spaguetti western’, figurando habitualmente como actor secundario, un ‘duro’ de segunda fila, aunque en 1969 gozara de papel protagonista en el filme ‘Un hombre en la trampa’, de Pascual Cervera. Trabajó, además, a las órdenes de Julio Buchs, Jesús Franco, Luis Lucia, Vicente Escrivá,  Mariano Ozores, Pedro Lazaga, Pino Mercanti (en ‘Matar es mi destino’ actúa junto a Pepe Calvo, tío del que esto escribe), Rafael Romero Marchent (en ‘Manos torpes’ ejecuta la banda sonora García Abril), el oscense Carlos Saura (‘Llanto por un bandido’, una fabulación en torno al mítico José María ‘El Tempranillo’) o el zaragozano José María Forqué, para quien trabaja en varios títulos sin mayor trascendencia, y siempre en papeles episódicos.

     Hay algo insalubre en todas las muertes, algo que sabe a madera húmeda, a gaseosa con una pizca de pimienta, a broza amarga como el llanto de los cínicos, a canción desesperada pero no de Neruda sino una cualquiera cantada por Bisbal. Todos hablando maravillas de unos hombres y mujeres a los que llevaban muchos años sin hacerles caso. La hipocresía de siempre cuando alguien se muere.

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