Por José Joaquín Beeme
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Una película que bajara de su pedestal a los mil diosecillos que pueblan la tierra nuestra, con sus pinganillos representantes (uno está medio colgando los hábitos mientras escribo), y tradujera con portento visual el gran arca que nos envuelve y lleva, el bullente panteísmo de una naturaleza total y sin primados, es justo lo que hacía falta en estos tiempos desmadejados de repunte religioso o, lo que viene a ser lo mismo, de abismal caída de viejos mitos.
La de Ang Lee es un cántico de las criaturas, una puesta en escena de la filogénesis, un ensayo de empatía universal, de hermandad oceánica. Pi ve por los ojos del tigre, y éste, a su turno, lo hace por los de Pi: la diferencia, como nos enseñó Bentham, es sólo de grado, no cualitativa: células, átomos, mónadas en el fondo de todos y cada uno, partículas sumativas del gran organismo. A la vez, y como corolario, propone la historia de Lee / Martel un llamado a construirse una vida por encima o al lado de la vida; a fabular y fabularse; a soñar mundos que integren, no nieguen, el mundo; incluso a darse un final, otro final. Que detrás del maravilloso engaño, porque cuanto vemos, ay, es obra de la computer graphics, hubiera despidos y crisis y suspensión de pagos de la empresa encargada del trucaje, no deja de ser un mazazo de realismo sucio a la punzante y colorista superrealidad que nos imanta. Será que nada, en esta tierra de las mil doctrinas (acaudilladas por sus respectivos demagogos), puede quedar incontaminado de la cortedad y la miseria humanas.