Tópicos tozudos propugnados sin desaliento … (11A)


Por Fernando Usón Forniés

Tópicos tozudos propugnados sin desaliento por historiadores, críticos y gacetilleros cinematográficos.

En esta segunda entrega del tópico actual, nos concentramos en la obra muda de Buster Keaton y de Leo McCarey. Y anunciamos una tercera y última entrega, que repasará los comienzos en el sonoro de los cuatro grandes del burlesco.

TÓPICO 11A. El cine cómico es Chaplin y Keaton.

PARTE 2.

Keaton.


Buster Keaton muchas veces ha sido tomado como estandarte contra Chaplin, como si para alabar su obra necesariamente hubiera que denigrar la del inglés, y como si el del bombín, en contraposición al del stetson, siempre y solamente hubiera realizado productos lacrimógenos (cualidad que, al parecer, ha de condenar las películas); y por supuesto, olvidando en la confrontación a Lloyd, el cual cometió el gran error de cara a cierta crítica de no molestarse en firmar como director sus películas…, lo que ciertamente no necesitaba, ya que era evidente que eran suyas y bien suyas. Lo que también resulta bastante molesto de la, por lo demás, incuestionable reivindicación del cómico serio es el tufillo intelectualoide que desprenden algunos críticos que tienden a ensalzarlo casi en exclusiva por aquellas obras más apropiables desde cierta perspectiva de vanguardia (“Una semana”, “El gran espectáculo”, “El moderno Sherlock Holmes”, “El navegante”), pues éstas no siempre coinciden con sus mejores películas ni incluyen todas de ellas.


Keaton, a diferencia de Chaplin, que desarrolló su talento poco a poco, o de Lloyd, que fue más regular a lo largo de su trayectoria, comenzó su carrera de manera apabullante, ya en la cima de sus facultades. De hecho, lo mejor de los diecinueve cortos mudos de Keaton se concentra en el inicio de su trayectoria: tan sólo
“El convicto” (1920) es decepcionante, mientras que “El guardaespaldas” (1919), “Una semana” (1920), “El espantapájaros” (1920) y “Vecinos” (1920) son absolutamente excepcionales, cimas a las tan sólo pueden aspirar a compararse las posteriores “La mudanza” (1922) y “La barca” (1922), su corto más coherente…; aunque, por supuesto, la obra del cineasta acabaría recuperando su gran altura con su paso al largometraje. Así, frente a la frescura y contundencia excepcionales de los primeros cortos, a partir de “La casa encantada” (1921) los gags de altura alternan con algunos previsibles y mecánicos, a veces con una concatenación un tanto deslavazada; y sobre todo, se percibe un empeño no siempre armónico por mantener la gran originalidad de las obras iniciales, lo que sucede incluso en cortos de categoría, como la propia “La casa encantada”, como “El gran espectáculo” (1921), como “La cabra” (1921), que más bien debiera traducirse como “El incordio”, o como “La casa eléctrica” (1922), cuyos sofisticados mecanismos no les ganan en ingenio y encanto a los más rústicos de la dúplice cabaña de “El espantapájaros”. Es casi como si Keaton, tras haber estado años reflexionando sobre el cine, como mínimo aquéllos en los que trabajó como actor junto a Fatty Arbuckle, hubiera sacado a la luz casi todos sus hallazgos en los primeros cortos, y luego, hubiera comenzado a quedarse sin existencias; una afirmación que, empero, ha de relativizarse, pues la imaginación de Keaton siempre fue desbordante, y el desnivel se debe más a una cuestión de perfección y coherencia. Por ello, por su indiscutible calidad, es sorprendente que el cineasta no quisiera distribuir su primer film, el magnífico “El guardaespaldas”, aunque, en cierto modo, se comprende: reservó para su debut su siguiente corto, “Una semana”, que es uno de los más espectaculares jamás realizados, donde una casa prefabricada se convierte en un lugar imprevisible e inhóspito. En estas dos películas, en “El espantapájaros” y en su absoluta obra maestra, “Vecinos”, Keaton ya revela otra forma, más radical e intelectual, de tratar el slapstick. Al comentar los rasgos más distintivos de su obra, nos concentraremos especialmente en estos cuatro títulos iniciales.


Para empezar, Keaton renuncia por completo al sentimentalismo que siempre rondaba a Chaplin e incluso a la relativa afabilidad de Lloyd, ofreciendo a cambio un frenesí de acciones (que, por cierto, influiría con intensidad en los dibujos animados) y una imperturbabilidad ante los acontecimientos adversos, en gran parte basada en la economía gestual de su rostro (lo que le valió el apodo de “Cara de palo”); todo lo cual convierte a su personaje en una especie de náufrago en un cosmos aleatorio e impredecible. Es cierto que sigue estando el confortable papel de “la chica”, mona y nada graciosa, pero Keaton no guardó fidelidad absoluta a la sosita Sybil Seely, más decorativa y mucho menos competente que las compañeras de Chaplin y Lloyd, pues, con buen criterio, ya en “Vecinos” la sustituyó por Virginia Fox, menos agraciada, pero claramente más firme y más adecuada al universo keatoniano. Si, como todos los grandes cómicos, Keaton recurre con frecuencia al equívoco (en “El espantapájaros”, Buster se ata el zapato y la chica, al verlo arrodillado, cree que se le declara) o a las falsas apariencias (en “Vecinos”, Buster surge bajo una sábana de la colada y una familia lo toma por un fantasma; más tarde, al agitarse otra sábana en una cama, el policía y el espectador imaginan que ahí se oculta el héroe, pero en realidad se trata de unos gatitos), en cambio, lo que verdaderamente redunda en su personalísima perspectiva es la abundante recurrencia al puro trampantojo, lo que acentúa aún más la cualidad surreal del género, ya muy acusada en Lloyd: véanse los tiros de trayectoria sesgada, o el ojo que, asomado, coincide con el del aguilucho dibujado en “El guardaespaldas”; las vías del tren en “Una semana”; el espantapájaros o el caballo disecado en “El espantapájaros”; la cabra en “La ley de la hospitalidad” (1923); la desaparición de Buster tras el muro en “El moderno Sherlock Holmes”; etc. Ya desde el gigantesco periódico en el mismo inicio de “El guardaespaldas”, o si se prefiere, desde el sombrero colgado en la percha ¡pintada en la pared!, también las distorsiones a las que se somete a la realidad son continuas: se puede pensar en el mismo aspecto de la casa contrahecha de “Una semana”, o en sus puertas con inesperados accesos, o mejor aún, en su transformación final en un auténtico tiovivo, merced a un vendaval; o bien, en cómo Buster se transforma de blanco a negro, de negro a blanco, y a mitad negro y mitad blanco en “Vecinos”; o en la forma de preparar y tomarse el desayuno en “El espantapájaros”; o en la catarata que fluye de la pintura marina en “La barca”; o en “La cabra”, en el ascensor cuya tracción parece depender en exclusiva de la aguja indicadora; o… Tal vez, la mejor declaración de principios a este respecto, por llevar el sinsentido físico hasta sus últimas consecuencias, venga al inicio de “El espantapájaros”: tras un rótulo que nos anuncia, que, como todos los días, “el sol sale majestuosamente”, el astro rey se asoma, en efecto, por el horizonte, ¡y sube en perfecta vertical!


En este territorio de lo absurdo, el personaje de Keaton suele hacer fácil lo difícil, y difícil lo fácil, y frente al ingenio de que hace gala Charlot en su diaria lucha por la supervivencia o la astucia que caracteriza a Harold para conseguir sus fines, Buster, en difícil equilibrio, acaba resultando tan espabilado como estólido: así, en “El espantapájaros”, monta un sofisticado tinglado en su morada para no tener que molestarse con las menudencias de todos los días (por ejemplo, en vez de guardar el salero en la alacena, es mejor colgarlo de una cuerda desde el techo para tenerlo a mano); pero, por el lado contrario, cruza un riachuelo ¡haciendo el pino! por no mojarse los pies; o, en la antológica persecución por el perro, no duda en lanzarse desde la tapia para huir, mientras el chucho, más inteligente, opta por bajar por la escalera…; o en “La cabra”, confunde un obrero recubierto de yeso con un espectro, creencia en los fantasmas que será, por cierto, la base de toda “La casa encantada”. Ahora bien, el ejemplo más acabado de esta esencial contradicción intelectual del personaje se encuentra en un corto posterior, “La barca”: Buster construye un flamante bote ¡en el garaje de su casa!, sin reparar en que es mayor que la puerta, con lo que, al sacarlo, por más que ensanche la entrada… acaba provocando el desmoronamiento de la vivienda. Es más, todo el resto del film se construye sobre esta polaridad: Buster es tan listo para clavarse al suelo y así evitar desequilibrarse con el bamboleo de la barca, pero tan tonto como para salir a cubierta con una vela en plena tempestad…, o hacer un agujero en el fondo de la nave para achicar el agua.


Finalmente, Keaton, respecto a Chaplin e igualándose a Lloyd, también multiplica la presencia de acrobacias, que quedan indisolublemente unidas del ritmo frenético de sus filmes: así, en “El espantapájaros”, la forma auténticamente circense de cruzar el río; o en “Una semana”, el paso de un lado al otro de la escalera de mano, o todos los intentos por penetrar en la casa giróvaga, o cómo, al intentar cruzar de un coche a otro en plena marcha, Buster acaba encaramado en una motocicleta. Eso, por no hablar de su obra cumbre, “Vecinos”, que prácticamente de principio a fin es pura acrobacia, junto a “Los clowns” de Fellini el film de altura más cercano al circo que jamás se haya rodado, repleto de perfectos gags y de piruetas inverosímiles: la forma de utilizar las cuerdas de tender para cruzar por el patio de una casa a otra; el madero suspendido sobre la puerta que golpea a las personas que pasan; los continuos encaramarse de Buster y sus no menos persistentes caídas al suelo; el antológico final, con esa fuga con la novia llevada por una columna humana de tres personas que van y vuelven por el patio, que se ocultan en sendas ventanas…


Aparte, “Vecinos” es muy especial en la obra de Keaton, al sellar su temprana madurez con la incorporación de una perspectiva más fina sobre las convenciones sociales, algo que rarísima vez volvería a aparecer en una obra más dada a la destilación poética del absurdo de la realidad que a la intención de crítica social (salvo algún que otro toque, como, en “La barca”, la no por fugaz menos malévola duda entre rescatar al hijo o salvar la nave…). En “Vecinos” destacan en especial un par de desarrollos. En el primero, un policía agredido por Buster piensa que es negro, ya que lleva la cabeza tiznada de lodo, pero cuando el joven se la lava, el policía queda desconcertado… y detiene al primer negro que pasa por la calle: evidentemente, para él todos los negros son iguales… y culpables. El segundo tiene lugar en la hilarante secuencia de la boda frustrada: a Buster se le han roto los tirantes y, como los pantalones no hacen más que caérsele…, decide tomar prestado el cinturón del pastor; como quiera que finalmente ninguno de los dos puede sujetarse los pantalones, la ceremonia acaba con los protagonistas sentados en el suelo, luego los padrinos, y finalmente todos los invitados. Una irresistible forma de poner en evidencia lo convencional de ciertos ritos.


Ya en su paso al largometraje, su obra más conocida, que injustamente ha eclipsado la anterior, mantuvo, sin exacerbarlas, sus características distintivas, con la excepción del ritmo trepidante de manera continuada, difícil de mantener en un largo y que a partir de 1923 se reserva para los antológicos clímax de casi todas sus películas. Se aprecia, desde luego, una mayor finura en la ejecución de los gags que en los últimos cortos (nada de ese modo tan forzado de apoyar las manos sucias en el reluciente coche de “El garage”, ni de la mecánica forma de desmontar las vías del trenecito en “La casa encantada”), así como una mayor intención por dotarles de connotaciones psicológicas (como muestra el modo en que la chica desaparece y aparece tras Buster en “El héroe del río”). No siempre las obras más prestigiosas del director resultan las mejores, y así, aunque “El navegante” (1925), “El maquinista de la General” (1926) o “El cameraman” (1928) son excelentes, también lo son “La ley de la hospitalidad” y “Siete ocasiones” (1925); y aún superiores nos parecen sus obras maestras en el formato del largo: “El moderno Sherlock Holmes” (1924) y “El héroe del río” (1928), culminaciones en la filmografía de Keaton de los apoteósicos finales repletos de gags, así como de su discurso metalingüístico (de hecho, ese paso alucinatorio de un espacio a otro que caracterizaba la inmersión en la pantalla de “El moderno Sherlock Holmes”, se naturaliza, y se mejora, durante el huracán de “El héroe del río”). Y por supuesto, ambas son la cúspide de su concepción del mundo como espacio lábil, mutante e inhóspito.

McCarey.

Quizá, el único punto discutible del género burlesco sea el habitual papel de meras comparsas adjudicado a las mujeres; y no parece suficiente explicación que los grandes clowns fueran hombres, pues en sus troupes había otros comediantes varones que también, aunque menos que ellos, concentraban los momentos humorísticos: de hecho, incluso muchas veces que un gag se ceba en un personaje femenino, éste suele estar encarnado por un actor travestido, sobre todo hasta 1920. Parece haber, pues, cierta desconfianza a que las mujeres puedan ser divertidas o puedan vehicular ciertos golpes de humor convincentemente, quizás debido a su rol social, o tal vez a su forma física (evidentemente, y más en esa época, menos atlética en general); o quizá, simplemente, a una excesiva veneración a lo femenino. Se suele limitar el papel de la mujer a la de novia del clown, el reposo del guerrero, poco más que si fuera la bonita y decorativa asistente de un mago. Esto es cierto en lo que a Chaplin toca, salvo cuando se decanta decididamente por lo melodramático (como en “El chico”, en “Luces de la ciudad”, o claro está, en “Una mujer de París”), y siempre sucede con Langdon, Arbuckle y Keaton. Sólo se salva, sobre todo en sus comienzos, Lloyd, pues Bebe es inusualmente activa, Mildred resulta a veces tan alelada como Harold, y a ellas aún se debe añadir la memorable suegra encarnada por la gran Josephine Bairstow en “Casado y con suegra”. Incluso bien avanzado el sonoro, se mantendría el papel acomodaticio de las mujeres, con Lewis, y exageradamente con Tati, cuya relación con lo femenino simplemente se hunde en la ñoñería.


Hace falta acudir a la obra de cineastas no actores para que las mujeres puedan ser epicentro de lo cómico: son los casos tangenciales de King Vidor, que explotó la vis cómica de Marion Davies en “Espejismos”; o sobre todo, de Allan Dwan, que propulsó a Gloria Swanson a los dominios del clown en los comienzos de la extraordinaria “Juguete del placer” y de la más que competente “De la cocina al escenario”, películas en las que se demuestra que, si la carrera de la actriz no se hubiera encarrilado por la senda de la comedia y el melodrama, podría haber sido la gran cómica del período silente. Pero, sobre todo, es el caso de las películas responsabilidad de Leo McCarey, caso único en el slapstick puro por abrir el coto de la comicidad a numerosas actrices, incluso en sus filmes con Laurel y Hardy, e incluso por impulsarlas a ser las cómicas titulares, como es el caso del dúo formado por Anita Garvin y Marion Byron; no sólo eso, también McCarey es el mayor exponente de la distribución de gags entre todo el reparto, permitiéndoseles el lucimiento a muchos más secundarios que en las películas de los clowns estrella y productores (salvo en la obra maestra de Lloyd “¡Ay, mi madre!”). En parte, es cierto, eso respondía al plan de producción de Hal Roach, especializado en cine cómico y con numerosos intérpretes bajo contrato; pero también era una clara estrategia de director, más proclive a sacrificar el excesivo protagonismo único en aras de una mayor coherencia narrativa. Esta estrategia, de hecho, McCarey insistiría en llevarla a cabo hasta sus últimas películas en el género y adláteres, ya en el sonoro y rodadas para la Paramount, lejos de Roach.


Leo McCarey ya había rodado un largometraje en 1921, por desgracia perdido, cuando en 1924 pasó a engrosar la nómina del cine cómico, contratado por Hal Roach. al servicio de Charley Chase en sus cortometrajes de una bobina. El lugar del director californiano en un género dominado por los actores ha tendido a ser considerado secundario, con total injusticia. Pues resulta que todas las mejores películas de Chase, del mediano Max Davidson, la única antológica de los Marx y todas las más destacables de Laurel y Hardy fueron dirigidas, y más raramente “sólo” concebidas y supervisadas, por él. De hecho, en los casos concretos de Chase y Davidson se ha de notar que, al contrario de lo que sucede, brillantemente, con Chaplin, Lloyd o Keaton, o en un nivel inferior, con Laurel y Hardy, Langdon, los Marx o incluso Fatty Arbuckle, son más propiamente actores cómicos que verdaderos clowns con un personaje bien definido y unas estrategias potentes; una carencia que sólo podía compensarse con un trabajo más propio de dirección. Asimismo, es patente el progresivo control que impuso McCarey a los registros algo exagerados de ambos cómicos, a los que supo modular brillantemente, haciéndoles mejorar ostensiblemente bajo su batuta, conforme avanzaba su colaboración. Significativamente, los respectivos personajes de Chase y de Davidson no se asimilan al actor hasta muy tardíamente: el de Chase se llama Jimmy Jump hasta 1926, cuando, por fin, pasa a nombrarse Charley; y el de Davidson tiene diversos nombres en sus primeros cortos, como Papa Gimplewart o Papa Ginsberg.


Salta a la vista que, a diferencia de los casos de Lloyd y de Keaton, donde el titular de la dirección o del guión era irrelevante, en lo que a Chase y Davidson, incluso a Laurel y Hardy, atañe resulta fundamental; es más, como hemos comentado, los cómicos titulares pierden protagonismo para compartir los gags con los restantes actores, de forma más acentuada de lo que sucede con los tres grandes clowns, lo que revela una clara estrategia de un director consciente de que sus estrellas carecen, más que del carisma (que también: significativa es su apariencia anodina, frente a la cuidadosa caracterización de los personajes de Charlie, Harold y Buster), del talento de Chaplin, Lloyd y Keaton; o en el caso de los Marx, se aprecia la labor de un cineasta que sabe que debe controlar la verborrea del cuarteto para encauzarlo debidamente e impedirle que amortigüe los momentos de puro slapstick (¡y son tantos!). Algunos hechos avalan la autoría fundamental de McCarey en los cortos que escribió y dirigió. Primero, ciertas situaciones de base se repiten en ellos, aunque estén protagonizados por distintos cómicos: el día en la playa y la desnudez del cómico titular se trasvasa de “No father to guide him” (1925), con Chase, a “Flaming fathers” (1927), con Davidson; la idea de la pareja madura que intenta ocultarse recíprocamente la existencia de vástagos de anteriores matrimonios es idéntica en “Mum’s the word” (1926), con Chase, y en “Don’t tell everything” (1927), con Davidson; la liza destructiva de “Big business” entre Laurel y Hardy, por un lado, y por otro, James Finlayson, vuelve a aparecer en “Sopa de ganso”, en el duelo de Harpo y Chico Marx con el vendedor ambulante interpretado por Edgar Kennedy (por cierto, un habitual de los últimos cortos mudos del director); incluso el conspirador aristócrata Hamir de Uvocado (sic) de Long fliv the king” (1926), con Chase, prefigura el embajador Trentino de “Sopa de ganso”, con los Marx. Segundo, si bien es cierto que los gags muchas veces se trasvasaban de un cómico a otro, McCarey repitió abundantes de sus propios filmes, especialmente de los cortos con Chase, de manera prácticamente idéntica, a lo largo de toda su obra: así, el profundísimo charco de “Accidental accidents” (1924) reaparecería en “Why girls say no” (1927) y en muchos otros, hasta la saciedad…, aunque su hipérbole más conseguida e insuperable se encuentra en el inmediato “All wet” (1924); el gag de las gallinas de “Isn’t life terrible” (1925) se volvería a utilizar en “Pass the gravy” (1928); la imagen de Chase en “A ten-minute egg” (1924), colgando, agarrado a una rama, de un precipicio, reaparecería en “Viaje de placer” (1934); el gag del espejo de “Sittin’ pretty” (1924) lo llevó el cineasta a una perfección insuperable con Harpo y Groucho en “Sopa de ganso”, lo mismo que la imagen del caballo acostado de “Looking for Sally” (1925); incluso tantos momentos en que los transeúntes se mofan de sus personajes cómicos de los años 20 resurgirían en las escenas en el yate del muy tardío “Tú y yo” de 1957, o en otro sentido, con patetismo, en su otro melodrama capital, “Dejad paso al mañana” (1937). Y tercero, ya en el sonoro McCarey volvería a la mínima ocasión al burlesco y a la estrategia del gag, muy brillantemente, incluso en proyectos sin cómicos estrella, como la estupenda “Let’s go native” (1930), donde reconvirtió un vodevil en puro slapstick. Demasiadas reiteraciones para ser casualidad.


Ya en su primer cortometraje,
“Publicity pays” (1924), introdujo McCarey, aunque tamizadas por estrategias cómicas, situaciones más propias de una comedia de enredo, una de las características fundamentales de su contribución al género. Y ya en el segundo, “Young Oldfield” (1924), aparte de empezar a controlar, es cierto que algo trabajosamente, la fácil mímica de que solía hacer gala Chase, ofreció el cineasta el primer gag brillante de su carrera, uno colectivo que para nada depende de la estrella y sí, en cambio, de una minuciosa orquestación del conjunto de intérpretes: nos referimos al estornudo al unísono de los clientes en la farmacia. Como solía ser habitual en los grandes practicantes del cine cómico, la evolución del director fue supersónica, de forma que en el mismo año de 1924 no sólo quedan ya bien afirmados muchos de los más notables rasgos del McCarey cómico, sino que ya consiguió algún que otro título magnífico. No es “Seeing Nellie home” (1924), al menos en la forma incompleta en que se ha conservado, ni de lejos un gran corto, pero en él destaca ese afán destrozón, esa atracción por el caos, siempre presente en el género, que alcanzará su cúspide precisamente en los filmes que McCarey dirigiría con Laurel y Hardy, con Anita Garvin y Marion Byron, y en “Sopa de ganso”. Por contra, “Outdoor pajamas” (1924), “Sittin’ pretty” y “Too many mammas” (1924), pese a su aparente modestia, ya son obras importantes. De “Sittin’ pretty” destaquemos, aparte de varios gags estupendos (como los intentos de escurrir el bulto de la compañía por parte de un Chase ataviado de policía), la recuperación del gag del espejo que Linder había ofrecido en “Siete años de mala suerte” (1921), sólo que con una coreografía más chispeante y unas reacciones mucho más frenéticas por parte del contemplador engañado. De “Outdoor pajamas”, en particular, sobresale la potenciación de lo colectivo característica de McCarey: aparece por primera vez ese característico travelling frontal de seguimiento (“Looking for Sally”, “No father to guide him”, “Flaming fahers”, etc.), en un escenario natural, sobre el protagonista seguido por una jocosa multitud (es evidente que el equipo, y en particular los extras, se lo pasaba bomba en los rodajes de McCarey). También el gag final es colectivo: cuando la situación narrativa se revela irresoluble, todo resulta ser una película que se ha cortado en ese momento y, ante la sugerencia por el encargado de la devolución del dinero, el público abandona la sala en estampida; gag metalingüístico, por tanto: un rasgo común a muchos practicantes del género. En “Outdoor pajamas”, y más especialmente, en “Too many mammas” abundan los equívocos matrimoniales, en un principio más próximos a la comedia de enredo que al puro slapstick, rasgo distintivo del director, aunque ciertamente McCarey los enfoca de modo indiscutiblemente cómico, como bien muestra el comienzo de “Outdoor pajamas”: un hombre sale volando de su casa, su esposa aparece en el porche todavía amenazante… En particular, “Too many mammas” es una primera y modesta culminación del slapstick de enredo practicado por McCarey, gracias sobre todo a un gag genial, dado en un chispeante plano único: ese momento, en el tugurio, en que el jefe y la esposa, el empleado y su novia, y la amante del primero, cambian continuamente de pareja para intentar disimular la situación real. Como prueba contundente de la autoría de McCarey, la efervescencia del momento no se debe al talento de un cómico particular (Chase), sino a la milimétrica interacción orquestada entre los cinco actores.


Se debe reconocer que no todos los cortometrajes de McCarey con Chase son memorables, pues algunos acusan en demasía su construcción en torno a una única situación de base, que a veces no sólo resulta algo deslucida (“The poor fish”, Long fliv the king”), sino que es decididamente tonta (“The rat’s knuckles”, “Hello Baby!”). Pero las mejores colaboraciones de los dos hombres, como “Should husbands be watched?” (1925), “Isn’t life terrible?” y “No father to guide him”, son excelentes, y en el caso particular de “Mighty like a moose” pertenecen por derecho propio a lo más granado del slapstick. A mediados de 1925, de hecho, Chase y McCarey comenzaron a rodar cortos de dos bobinas, y el creciente éxito de los trabajos iniciales repercutió en un incremento del presupuesto, siendo el cambio creativo más notable una especie de polarización en las colaboraciones entre los dos hombres. Así, algunos cortos abandonaron el burlesco para constituirse en puras comedias de enredo, caso del decepcionante “Mum’s the word” y del estupendo, y pese a todo disparatado, “Innocent husbands”. En cambio, otros parecieron acometer un slapstick más puro, basando los gags más en las relaciones de los personajes con el decorado que, sin olvidarla, en la coreografía de los intérpretes: es, por ejemplo, el caso del primer título de dos bobinas, el estupendo “Bad boy” (1925), donde destaca el magnífico gag de la grúa utilizada… para alzar un lingote; o de “Isn’t life terrible?”, con esa pared del yate abriéndose como un queso de Gruyère, o con esa inolvidable imagen de la niña extraviada, andando sola por el puerto, mientras los padres, en el yate, aún no se han percatado de su ausencia. Finalmente, otras películas, continuando con la característica más privativa de los primeros cortos del director, conjugaron con singular éxito la coreografía con el decorado, o sea, la comedia de enredo con el slapstick, como sucede con la simpática “Dog shy” (1926), con la magnífica “Should husbands be watched?” (todavía en una bobina), o con la antológica “Mighty like a moose”. Dos de las últimas películas de McCarey con Chase, “Crazy like a fox” y “Mighty like a moose” añaden un importante afán discursivo a la obra del director: la primera trata sobre los difusos límites entre cordura e insania; la segunda, sobre las renuncias a que las personas se ven abocadas en sus vidas cotidianas, amén de plantear la envenenada conclusión de que, si muchas parejas se sostienen, no es gracias a un deseo profundo que más bien se orientaría hacia la satisfacción sexual, sino porque no les queda otro remedio que pechar con lo que les ha tocado en suerte. Si “Crazy like a fox”, pese a su brillante propuesta, no figura entre los mejores cortos de Chase y McCarey, por el contrario, “Mighty like a moose” es la obra maestra del director en el período silente. La valiente propuesta se ve potenciada por unos gags extraordinarios, unas certeras elecciones de cámara y una pasmosa utilización del espacio, especialmente, en la magistral secuencia en que Mr. y Mrs. Moose se cambian para salir, ocultándose el uno del otro. Y en fin, la película se ve coronada por el momento de mayor lucimiento de toda la carrera del cómico, y uno de los que con más fuerza desafían las leyes físicas en todo el género: la lucha de Mr. Moose contra el supuesto amante de su esposa…; en realidad, él mismo.

McCarey ya había contado con la participación secundaria de Max Davidson en Long fliv the king” cuando en 1927 Hal Roach le encargó una serie de películas protagonizadas por el emigrado judeo alemán. El resultado fueron cinco filmes de dos bobinas dirigidos por el cineasta y unos cuantos más escritos y supervisados por él. Lo que más llama la atención de la serie es que, pese a que el cómico titular era todavía más limitado que Chase, y aun ciñéndonos en la comparación a los últimos títulos con el cómico del bigote, el conjunto resulta mucho más consistente: puede que no haya una genialidad como “Mighty like a moose”, aunque a “Don’t tell everything” poco le falta, pero tampoco hay mediocridades como Mum’s the word” o Long fliv the king”. Ello, unido al hecho de que los gags se reparten todavía más entre todo el elenco (ejemplarmente, en las hilarantes representaciones, ejecutadas tras el umbral del salón, en “Should second husbands come first?” y en “Pass the gravy”), es una prueba más no sólo de la autoría de McCarey, sino de la madurez alcanzada por él en ese momento: la línea argumental es más consistente; la planificación, más amplia, por menos dependiente del gag. En sus filmes con Davidson, McCarey sigue en el terreno del burlesco, sólo que abandona su inclinación por la comedia de enredo para, so excusa de los orígenes étnicos del cómico, decantarse por la costumbrista y familiar. Hoy en día, cuando lo políticamente correcto ha impuesto su dictadura, serían impensables comedias basadas en lo judío, no exentas de tópicos y para nada comedidas en poner en ridículo e incluso caricaturizar a los personajes concretos, no tanto a la colectividad (salvo el irresistible gag de los regalos en “Should second husbands come first?”)…; sólo que no se debe olvidar que, precisamente, sacar a la luz lo ridículo de la sociedad, era uno de los objetivos del slapstick, fueran quienes fueran sus objetos de crítica, lo mismo hebreos que anglosajones. Matizado esto, el conjunto de los filmes con Davidson es espléndido, y en él cabe destacar no sólo “Jewish prudence”, que cuenta con varios gags de altura, o “Pass the gravy”, supervisada por McCarey y para muchos aficionados una de las películas más divertidas del período, sino más todavía, dirigidas por el californiano, la alucinatoria “Should second husbands come first?”, cuyo tema principal es la representación en sus distintas variantes, así como la festiva “Flaming fathers”, donde siguiendo una estela entonces ya casi olvidada por el género, McCarey hace de Davidson un espectáculo dentro del propio film, “the funny man”. Ahora bien, la joya indiscutible de la serie es “Don’t tell everything”, la variante judía (y superior) de “Mum’s the word”, que atesora, entre abundantes momentos de altura que no dejan descanso a las mandíbulas del espectador, la escena de travestismo más lograda del género, cortesía del pecoso secundario Spec O’Donnell, y uno de sus gags más geniales, el del coche que, pieza a pieza, acaba desapareciendo ¡por una alcantarilla!


McCarey todavía rodó con más cómicos titulares en el período silente, como Mabel Normand y Edgar Kennedy (en películas, por desgracia, hoy en día ignotas), así como con un par de dúos dignos de pasar a la posteridad. Dice la leyenda que fue al cineasta a quien se le ocurrió la idea de hacer una pareja de Stan Laurel y Oliver Hardy, los inmortales el gordo y el flaco, con los cuales, contratados por Roach, ya había trabajado previamente…; y tan pareja hizo de ellos, de hecho y de hecho, que en “Leave’em laughing” (1928) los presentó compartiendo cama. Es más, para explotar el recién descubierto filón, la misma productora decidió emparejar a las hoy en día olvidadas Anita Garvin y Marion Byron, algo así como la alta y la baja. En la mayoría de estos filmes McCarey dejó de ser el director titular a cambio de asumir el cargo de director supervisor, con lo que mantuvo cierto poder creativo; y siguió siendo guionista, lo que se deja notar en la elaboración y brillantez de tantos gags, algunos incluso repescados de títulos suyos anteriores (como el del coche que se hunde en el charco de “Leave’em laughing”, proveniente de “All wet”, o el típico charco “piscina” de “Habeas Corpus”, que McCarey ya había utilizado en diversas ocasiones). Lo que más llama la atención en estos últimos filmes de McCarey, como también en los últimos de Davidson supervisados por él, como “Pass the gravy” y “The boy friend”, es que se suelen construir fundamentalmente en torno a una única situación, a la que, sometida a repetición y variaciones, se le saca un partido ejemplar: la comida familiar en “Pass the gravy” (1928),  la confrontación entre padres y novio en “The boy friend” (1928), la visita al cementerio en “Habeas Corpus” (1928), la comida en el restaurante en “Feed’em and weep” (1928), el atasco en “Two tars” (1928), la calamitosa compra de unos cucuruchos en “A pair of tights” (1929), la confusión entre un caballo y una célebre pintura de Gainsborough en “Wrong again” (1929), el paroxismo destrozón de “Big business” (1929), etc., etc.


La mayor peculiaridad de la última tanda muda de McCarey se halla en los cortos con Laurel y Hardy; no porque los gags sean más brillantes o las películas sean en conjunto mejores, sino porque la proverbial distribución de los clímax cómicos entre una gran parte del elenco suele ceder el lugar, aunque no siempre, al lucimiento de la peculiar pareja de clowns. Lógico hasta cierto punto, pues aunque Laurel y Hardy nunca fueron, ni de lejos, cineastas completos como Chaplin, Lloyd y Keaton, sí eran los más brillantes y capacitados cómicos con los que trabajó McCarey durante el período mudo, y éste supo apreciar que la simple interacción entre ellos era capaz de generar momentos de intenso humor. A pesar de ello y de la gran celebridad del dúo, no todos los cortos con Laurel y Hardy resultan memorables, por lo que aún resulta más injusto el olvido cinéfilo de su notable contrapartida femenina, Garvin y Byron, las cuales protagonizaron como mínimo dos de las películas del género más hilarantes y más caóticas (no por mal rodadas, ni mucho menos, sino por el placer que transpiran por la destrucción y el desorden): “A pair of tights” y “Feed’em and weep”, escritas y supervisadas por McCarey, las cuales, como dato curioso, recuperan las batallas de tartas de merengue proverbiales en el género con gran ingenio (unos cucuruchos y unos platos combinados las sustituyen, respectivamente) y, sobre todo la última, muestran cierto placer por la acrobacia, no excesivamente sofisticada, pero sí contundente.


Tanta confianza debían de tener McCarey, Roach y el resto de los guionistas de la compañía en la química entre Laurel y Hardy (y a tenor de la gran celebridad que conquistaron, con razón), que en muchas películas protagonizadas por el dúo los gags brillantes ven reducida su presencia al mínimo, con la habitual salvedad del toque final disparatado (el estrechamiento del coche en “Two tars”, el policía aplastado por el ascensor en “Liberty”, la lluvia de maridos en “We faw down”). Imposible buscar en las películas de McCarey con la famosa pareja cumbres como “Mighty like a moose” o “Don’t tell everything”, ni siquiera entre los buenos títulos, es decir, “From soup to nuts” (1928), “The finishing touch” (1928), “Two tars” (1928), “We faw down” (1928) y “Liberty” (1929), y en un nivel algo inferior, la desmesurada y desopilante “Big business”; por el contrario, hay bastantes cortos, aunque no dirigidos oficialmente por McCarey, bastante vulgares.


De las películas sobresalientes, como slapstick puro, resultan superiores “From soup to nuts”, y muy especialmente, “The finishing touch”, la película más rica del dúo en cuanto a cantidad y calidad de gags, así como “Two tars”, justamente famosa por la prolongada secuencia del atasco. Las tres fueron escritas y supervisadas, aunque no firmadas como director, por McCarey, ausencia común a todas las numerosas películas de Stan y Ollie que, como “Two tars”, finalizan en batallas campales. El humor de la torta y la tarta debía, en efecto, de interesar bien poco a McCarey, pues “Liberty” y “We faw down”, personalmente dirigidas por él, tienden a usar, salvo sus respectivos gags finales, estrategias más propias de la comedia de enredo que del burlesco, anunciando los derroteros que iba a tomar la obra del director mediados los 30. En particular, “We faw down” resulta más perfecta, por más que apenas tenga nada de cine cómico y sea en realidad una comedia pura, pues lo que aquí se prima, por encima de la anécdota narrativa casi inexistente, es la relación entre los personajes y la mímica de los mismos, en el que quizá sea el primer caso perfectamente logrado del método de improvisación con los actores que, en el sonoro, sería típico del californiano, y consiguiéndose sin duda las interpretaciones más ricas y sutiles de los célebres cómicos en su dilatada carrera. También en “We faw down” se empieza a notar el tipo de planificación que desde “Let’s go native” sería definitivamente distintivo de McCarey. “Liberty”, en cambio, sigue funcionando bien en el terreno de las situaciones (véase el equívoco sexual del cambio de pantalones entre los dos hombres), pero no tanto en el de los gags, a los cuales se consagra la segunda parte, con el gordo y el flaco pululando por un rascacielos en construcción. La comparación con la extraordinaria “Viaje al Paraíso”, de Lloyd, en la que sin duda “Liberty” se inspiró, muestra las limitaciones del último McCarey mudo, que, pese a su indudable talento, se encontraba algún escalón por debajo de Chaplin, Keaton y Lloyd: ni los gags en el rascacielos son verdaderamente brillantes (salvo el que clausura el film), ni están pautados con la sutileza ni con el ritmo imparable habituales en los tres grandes clowns; y la situación cómica, por su parte, parece crecer casi en exclusiva de la parsimoniosa y algo reiterativa interacción entre Laurel y Hardy. Tal vez el método de improvisación no diera tan buenos réditos en una situación puramente física como en una principalmente psicológica, caso de “We faw down”. Contra lo que se suele opinar, en gran parte debido a la irresistible fuerza mítica de la pareja, los filmes de McCarey con Stan y Ollie no se cuentan entre los más inspirados de su etapa muda cómica. El director, antes, con Chase y con Davidson, se había distinguido por el ritmo trepidante y por la excelencia de tantos gags. Por fortuna, recuperaría su intensidad habitual a comienzos del sonoro.

Continuará.

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