Por Don Quiterio
La filmoteca de Zaragoza programa hasta finales de marzo dos ciclos dedicados a los cineastas José Luis Borau y Mrinal Sen, dos autores que proceden de la crítica cinematográfica (el zaragozano es autor de un libro sobre D’Arrast y el bengalí escribe otro sobre Chaplin), con sus mundos propios, que dominan la técnica fílmica y nos dicen que en el cine, como en la vida real, la perspectiva lo es todo.
En la pantalla no hay cosas grandes ni pequeñas en sí mismas, hasta que se muestran al espectador con unos determinados ángulos. Tan irregulares como atractivos en su conjunto, sus angulosas filmografías son, ciertamente, las de unos de los destacados, sin llegar a la grandeza, del cine español e indio, respectivamente, conocedores de todas las tareas que hacen posible una película. Y unos eruditos de la historia del cine y del análisis riguroso de sus oficios.
De José Luis Borau ya hemos hablado en un número anterior de este ‘pollo urbano’ con ocasión de su reciente fallecimiento en Madrid. Ahora, la filmoteca de su ciudad natal le dedica el correspondiente homenaje y programa buena parte de su obra. El ciclo se inicia con su tercer filme como director, ‘Hay que matar a B.’ (1973), una coproducción hispano-suiza que no tiene la acogida de público que merece, porque su distribución en España es un verdadero desastre, empezando por la fecha de su estreno, en los primeros días de un mes de agosto, cuando las salas de espectáculos, con o sin refrigeración, son campos de soledad. Borau cuenta la turbia y espantosa historia de un crimen político, que podía haber sido realidad en cualquier país americano y aun de Europa. El líder político de la oposición de una nación, que ni siquiera nos dicen su nombre, regresa del exilio para reanudar su lucha por la libertad, y para eliminarlo se monta una minuciosa operación, cuyo primer objetivo es encontrar al hombre que ha de matar a B., en la que intervienen los servicios secretos y policiales, lo más selecto del aparato represivo del régimen dictatorial que oprime al pueblo. La captación del que ha de ser agente ejecutor, al que, en definitiva, se le obligará a cometer el asesinato mediante un siniestro chantaje, constituye una trama de excitante interés -algo, eso sí, mecánica-, que Borau relata de forma eficaz, en el más puro y convincente lenguaje cinematográfico. El asesinato se realiza con precisión matemática en el aeropuerto, en el momento en que B. desciende del aparato. Y el forzado autor, al que se ha prometido que podrá huir fácilmente, es ametrallado, instantes después de cometer el atentado, por los agentes del gobierno dictatorial para que no se pueda descubrir a los verdaderos responsables.
Ante semejante fracaso comercial, Borau cambia de tercio y se fija en su admirado Lord Byron: “Somos las tontas víctimas del tiempo y del terror, los días nos asaltan furtivos, y furtivos se nos van, y seguimos viviendo, aborreciendo nuestra vida, y temiendo, sin embargo, morir”. Este es el embrión –que pocos saben- de ‘Furtivos’ (1975), sobre la gente que vive a escondidas su verdadera vida, mientras oficialmente no pasa nada, y el asombro que causa a esas personas del mundo oficial descubrir que se produzcan tragedias. Película aclamada que no es, a mi modo de ver, la obra maestra que muchos han querido ver, se trata, en realidad, de una idea ya latente en su ejercicio de fin de carrera en la escuela oficial de cine, ‘En el río’ (1960), la historia de una persona furtiva, escondida, cuya tragedia personal no aparece ni es visible para nadie.
Cuatro años más tarde, Borau se enfrenta en ‘La sabina’ a una coproducción hispano-sueca para contarnos la historia de un escritor británico que llega a Andalucía con la intención de recuperar el legado de un antepasado. Y otros cuatro años necesita el zaragozano para sacar adelante ‘Río abajo’, una tormentosa coproducción hispano-norteamericana que narra la odisea de los llamados “espaldas mojadas”. Con ‘Tata mía’ (1986) y ‘Niño nadie’ (1996), respectivamente, materializa unos contradictorios filmes que, en cierto modo, se ahogan en sus múltiples intenciones. Su testamento cinematográfico, ‘Leo’ (2000), es un elaborado drama social, de tintes psicológicos, sobre una muchacha vagabunda y un vigilante nocturno.
Como productor de su empresa ‘El imán’, Borau participa también en una serie de películas cuyos argumentos (a veces, es también el coguionista) están próximos a algunos de los temas que siempre le han interesado: las fronteras, la territorialidad, las procedencias, el exilio, la infancia y la memoria. La memoria es el pasado y sin pasado no hay futuro. En este apartado, la filmoteca de Zaragoza programa ‘Un, dos, tres, al escondite inglés’ (Iván Zulueta, 1969), ‘Mi querida señorita’ (Jaime de Armiñán, 1971), ‘El monosabio’ (Ray Rivas, 1977), ‘Camada negra’ (Manuel Gutiérrez Aragón, 1977) y ‘El verano de Anna’ (Jeaninne Meerapfel, 2002).
Por su parte, Mrinal Sen, nacido en 1923, seis años mayor que Borau, procede del mundo teatral y accede a la realización en 1956 con ‘El fin de la noche’, a la que siguen ‘Bajo el cielo azul’ (1958), ‘El día de la boda’ (1960), ‘De nuevo’ (1961), ‘Y al fin’ (1963) y ‘El representante” (1964), unos filmes bastante convencionales que darán paso a un cine más personal, influenciado, sin duda, por la ‘nouvelle vague’ francesa y, más concretamente, por François Truffaut y Jean-Luc Godard: ‘Arriba en las nubes’ (1965, su única comedia), ‘Dos hermanos’ (1966), ‘Perspectivas cambiantes’ (1967, cortometraje), ‘El señor Shome’ (1969), ‘Deseo realizado’ (1970), ‘Una historia inacabada’ (1971), ‘Entrevista’ (1971), ‘Calcuta 71’ (1972), ‘El guerrillero’ (1973), ‘Coro’ (1974), ‘La caza real’ (1976), ‘Una historia de la aldea’ (1977), ‘El hombre del hacha’ (1978) y ‘Un día, todos los días’ (1979). Estos filmes se consideran como los detonantes de la ‘nueva ola india’ y están repletos de arribistas, corruptos, miserias, la explotación y el paro. A veces, Sen construye sus universos a través de flashbacks y con un montaje fragmentario, discontinuo, al que no duda en insertar material documental en la narración para mostrar sus hondas preocupaciones sociales y de compromiso político.
En la década de 1980, el realizador bengalí dirige ‘En pos de la hambruna’, ‘Caleidoscopio’, ‘Caso cerrado’, ‘Las ruinas’, ‘Dicho con franqueza’, ‘Génesis’, ‘A veces lejos, a veces cerca’ (serie de trece episodios para la televisión), ‘De pronto, un día’ o ‘Calcuta’ (un episodio documental del filme colectivo ‘Vida urbana’, junto a Dick Rijneke, Mildred Van Leeuwaarden, Gabor Altorjav, Krzysztof Kotetishvili, Eagle Pennell, Ousmane William y Bela Tarr). Se trata de un periodo más intimista, cercano a los postulados del francés Robert Bresson, aunque no por ello menos crítico, en una suerte de parábolas políticas, de claudicaciones e inflexiones, de tristezas y frustraciones. Con ‘Mundo exterior’ (1991), acaso uno de sus filmes más decepcionantes, se aproxima nuevamente a la clase media india al hilo de la investigación de las razones del suicidio de una anciana por parte de su familia.
Sen, en sus últimas películas, intenta desplazarse de las estructuras narrativas para trabajar en historias muy simples, siempre con un ojo en los desfavorecidos, y nos habla, como antaño, de pasado y presente, de apariencias y ascensos, de disciplinas y desencantos, de justificaciones y evoluciones, de ausencias y regresos, de miserias y subsistencias, de crisis y esperanzas, de silencios y mezquindades, de miedos y sentimientos de culpa, de la ira, la desesperación, la lucha civil, los conflictos de clase, la violencia. En 2003, a los ochenta años, realiza ‘Aamar Bhuban’, su testamento cinematográfico.
Y como no hay dos sin tres, o eso dice el refranero, a estos ciclos se añaden unos atractivos cortometrajes de nueva cuña, realizados en diciembre de 2012, ganadores de un concurso de guiones convocado por el consejo de la juventud de Zaragoza y el apoyo de la escuela de cine ‘Un perro andaluz’, que dirige Leonor Bruna. El primero, ‘Estoy algo ocupado’, de Pablo Ureña y Gabriel Lechón, es una historia simpática, guasona, de más bien poco recorrido, alrededor de tres jóvenes que hacen el ganso sentados en un banco, uno de los cuales, el más pedante, se lleva a la chica. El siguiente, ‘Recuerdos’, de Anchel Pablo Sancho, es un sobrio relato –impropio de un debutante tan joven- sobre lo viejo y lo nuevo, de pueblos abandonados y paraísos perdidos. Finalmente, ‘Despierta, bella, despierta’, de Dominica Rodríguez Langa, cuenta la paulatina desintegración de una pareja, de la infelicidad, en la que a la chica está a punto de salirle una erupción tamaño Vesubio en el centro de gravedad del careto por aguantar al bocazas e impresentable de su novio, y le llega el momento de decidir si es mejor estar mal acompañada o sola, que sí, que no, que ya no hay, al cabo, espacio ni tiempo para salvar una relación deteriorada, irreversible, que la sentencia es un hecho y aprovecha una cena en el reataurante para quitarse el vestido rojo de regalo y, semidesnuda, echárselo al gachó a la cara, por mamón.