“¿Qué ves?”, cortometraje de Conchi del Río


Por Don Quiterio

Después de intervenir en la producción del cortometraje ‘La nave’ (2011), ese recorrido de Eva Villar por el imaginario estético del universo femenino, Conchi del Río afronta la dirección de ‘¿Qué ves?’ (2013), al obtener el premio de guiones de la delegación del gobierno de Aragón, y nos habla de lo viejo y lo nuevo, del paso del tiempo, de soledades. La soledad pesa tanto que es preciso convertirla en espera. “Vendrá la muerte”, dice el poeta, “y tendrá tus ojos”…


Producido por Natalia Cabanillas y Eva Magaña, ‘¿Qué ves?’ gira alrededor de varias historias solitarias, enmarcadas en una misma línea afectiva, argumental, al modo circular: la de un niño (Samuel Sancho) jugando, a la luz del día, en el parque con un globo hinchado de gas; la de una joven (Carolina Mejía) que no dice ni mu, que solo piensa, absorta, que dibuja, que inicia las escritura de unos números, ensimismada, en el interior de las paredes de un piso; la de una mujer de la tercera edad (Aurora Moratinos) que, de noche, espera, sentada, la llegada del autobús urbano; la de un irónico anciano (Emilio Gastón), que ve cerca su final, y un impaciente muchacho (Néstor Arnas, el mejor de la función, dentro de lo que cabe, “interpretando” con sus ojos), vendado y postrado en la cama por un posible accidente, en la habitación de un hospital…

Con estos espacios simbólicos –parque, casa, hospital-, la directora indaga en el mundo de la infancia, de la madurez y de la senectud, para explorar, construir y recordar, respectivamente, las reglas del juego social, del juego personal, de la naturaleza humana. Como si de un recurrente ejercicio de variaciones sobre un mismo tema se tratase, Conchi del Río, que es también autora del guion, formula una y otra vez su visión hacia lo que ya se ha sido y no volverá.

El anciano, motor del relato, espera la muerte, ciertamente, pero, en su fuero interno, morir es indigno. La muerte representa la destrucción objetiva de esa dignidad individual y un empobrecimiento objetivo del mundo, que se convierte en algo injusto. En cierto modo, la autora plantea si su protagonista central, que todo lo abarca, como la peonza que va perdiendo ritmo (o cualquier juguete en movimiento), puede, recluido en un hospital, tener esperanza. La esperanza, a lo mejor, se muestra en la blancura de estos centros sanitarios. El blanco, en efecto, es el color de la eternidad. Ruano lo intuyó en el lecho postrero y anotó en la última entrada de su diario íntimo que la muerte es blanca, como la luz final del túnel, o el destello de la casa al final del pasillo. Las palabras del anciano, para qué negarlo, son burbujas de atención, pero en un minuto se desvanecen y quedan en el pasado. Y está de vuelta en su habituación, su particular encierro, su prisión, frente a un compañero de fatigas más joven y malherido…

El cortometraje, a fin de cuentas, masca desde la juventud la experiencia de la vida, y más. De la infancia a la fase terminal. ¿Y si la muerte tuviese prórroga? ¿Qué se ve a través de la ventana? Acaso el muro de ladrillo del plano final es esclarecedor, como el globo pinchado, hecho trizas, llevado como arrastre, en la oscuridad de la noche, por el niño. Este prolongado –y cruento- esfuerzo intenta llegar a ser individual, un objetivo solitario, que alberga una esperanza contra toda experiencia. Mantener, por decirlo de algún modo, dos platillos en el aire sin dejar de mover las manos ni avanzar por el camino.

Sin embargo, no sería honesto dejar de señalar algunos defectos de estructura, de guion. A veces, Conchi del Río no es capaz de entretejer las diferentes tramas –más bien apuntes- con la soltura y la naturalidad adecuadas. Tiene, sí, una mirada personal, delicada, para cada personaje, pero parece regodearse en ella. Y si, de un modo u otro, consigue sostener la historia sobre unos fundamentos temáticos nada desdeñables, como el paso del tiempo o el conflicto generacional, no logra, empero, hacerla creíble y viva, con un lenguaje narrativo desdibujado hasta el exceso.

Mucha culpa de todo ello la tiene, sin duda, la interpretación de Emilio Gastón. Gastón se esfuerza, pero no es actor. Gastón se esfuerza, otra vez, pero no es creíble en su intento de dar cuerpo a su personaje. Gastón, en última instancia, no actúa, sino que, ay, deambula por la habitación del hospital y recita –mal- su papel. ¿Se imaginan su personaje interpretado por un Manuel Alexandre? ¿O por un recio Francisco Rabal? ¿No existe en el panorama actual aragonés algún actor de esas características? De hecho, Emilio Gastón recuerda al Rabal de ‘Los santos inocentes’ cuando lo ingresan, por homicidio, en un psiquiátrico, en la escena de la ventana, que en el filme de Mario Camus, tan conciso, se comunica temporalmente con un reloj de cadena y en este que nos ocupa, tan disperso, el anciano ingresado lo hace con un lagarto ocelado -¿o es un camaleón?-, como metáfora existencial, en un guiño al Terrence Malick de ‘La delgada línea roja’. Y, en efecto, la película de Conchi del Río se enreda con el título norteamericano: el guion es una línea apenas consistente y el rojo es el color del globo de la infancia.

Pese a estos inconvenientes, este extraño y adusto cortometraje, elegantemente fotografiado por una inspirada Beatriz Orduña, vale por sus aciertos parciales en la ocupación de hacer de sus personajes seres huraños y huidizos, preñados de una soledad decididamente enfermiza, una huida, esto es, hacia delante, tratando de expiar un pasado siempre sórdido. El pasado como un personaje más que marca, con el hierro de la memoria, los pasos contados de los protagonistas. Todas las historias son arrastradas por corrientes subterráneas, por los vertederos del pensamiento. El universo cerrado de estos seres está suspendido en el vacío, a la manera de un juicio moral sobre sus propios pasados, la mayor de las veces tormentosos o, en cualquier caso, difícilmente comunicables. Aquí no importa si las historias deben ser redimidas porque lo que parace dibujar la cineasta es un escenario donde no hay culpa ni hay dios que lo pueda castigar, si la hubiere.

Unas historias, al fin y al cabo, cuyas conexiones el espectador percibe pero no puede explicar, a través de una poética contenida que la realizadora transfiere con esmero en esos movimientos de cámara exteriores, esos lentos travellings de los entornos de la ciudad, esos planos fijos, de farolas, de barandillas, de mobiliario urbano, acompasados por una música de tono clásico compuesta por Patricia Laclaustra y David Martínez.

Con todas las reservas apuntadas anteriormente, y ya termino, el cortometraje de Conchi del Río se ofrece como un estimulante –aunque fallido- ejercicio de estilo, una meditación sobre el paso del tiempo y una interrogación nada alentadora sobre la propia existencia. De tal poso desesperanzado, o, por lo menos, nada sereno, ni siquiera deja la autora que se libren los jóvenes.

Artículos relacionados :