Por Don Quiterio
Los creacionistas culturales parten de una premisa falsa: la invención constante como único objetivo. El abstraerse de cualquier reminiscencia histórica para poder instalarse en una contemporaneidad que le da rango simplemente por suceder ahora, ya que se utilizan conceptos transitados en otras épocas o periodos de agitación social, política, económica o religiosa, o por la transvanguardia.
Es una abolición de un proceso, para que quepa todo sin necesidad de justificación. Lo que puede llevar a la banalización.
Frente a ellos están los que apuestan por la cultura extractiva, es decir, que parten de lo acumulado históricamente, de las grandes bolsas de contenidos que se hallan en bibliotecas, pinacotecas o asimilados por el imaginario colectivo y refrendado por los procesos históricos que marcaron tendencias. Van a esas betas, a esas minas, a esos pozos y de ahí sacan el material con el que fundamentar sus discursos culturales o artísticos.
Estos valores contradictorios los acabamos de comprobar en el documental ‘Adiós, padresitos’, un cortometraje dirigido en 2012 por el zaragozano Javier Macipe y rodado en Sucumbíos, en la selva del Amazonas. Autor, desde 2003, de varios cortometrajes y documentales (‘Vuela conmigo’, ‘Sácame de aquí’, ‘No pienso llorar’, ‘Cuídala bien’, ‘Animales’, ‘Vivir sin agua’, ‘La historia del cine’, ‘¿Hablamos?’, ‘Efímera’), Macipe nos habla de un conflicto en el seno de la iglesia católica, donde el Vaticano sustituyó a unos curas cercanos a la teología de la liberación por otros de carácter más conservador. El rechazo de la comunidad no se hace esperar. Y el obispo Gonzalo López Marañón, cuya línea de vida y evangelización la establece desde dios, con el pueblo y para el pueblo, se pone en huelga de hambre para hacer visible lo que estaba sucediendo.
Destacado defensor de los derechos humanos y de los derechos de los pueblos indios, de los afroecuatorianos, de los campesinos y de las mujeres, monseñor Gonzalo López, obispo de Sucumbíos, recibe a finales de 2010 una notificación del Vaticano en la que le informan que debe abandonar inmediatamente la ciudad a la que sirve durante cuarenta años. Toda una época que sirve para iniciar un nuevo camino, un camino de comunidades, de los laicos participando en la iglesia, de una mirada muy especial a los pobres, con unos sacerdotes que entienden que tienen que ir donde viven los lugareños, subiendo cualquier camino para llegar hasta la última comunidad. Una iglesia, en fin, viva, que se hace donde la gente vive, para saber lo que les pasa, lo que les ocurre, las necesidades que tienen.
En este documento llama la atención la distancia que existe en posturas dentro de la iglesia, como si se tratase de dos religiones distintas. Y en medio de todo y de todos, el Vaticano, siempre con un discurso convertido en coartada de una realidad indeseable, desplegando un inmenso ejercicio de cinismo para enmascarar la corrupción y vestirla de virtud, no solo ya para esconder los hechos, sino, además, para eludir cualquier tipo de responsabilidades. El lenguaje, ya lo advierte Roland Barthes, “une con un solo trazo la realidad de los actos y la idealidad de los fines”. Y quienes saben utilizar las palabras, como en este caso el Vaticano, las emplean a su antojo en el uso de los tiempos verbales, las omisiones, las elipsis, los circunloquios, las metáforas, los tropos, los eufemismos, las hipérboles, las metonimias, las sinécdoques, los anacolutos, la perífrasis…
Así, el Vaticano, siempre de la mano del secreto y la ortodoxia, de reconquista y restitución, tan lleno de oropeles, catedrales y vicios cardenalicios convertidos en actos de evangelización nocturna, se muestra como un estado verticalista que tiene perpetuamente una doble misión: mantener sujetos a quienes albergan en su ámbito ambiciones de libertad colectiva o popular y conducir los pleitos en cuanto se refiere a colisiones de sus intereses, y evitar, asimismo, quedarse sin el poder interno, que es el que les facilita la última y compensadora explotación de las masas. Una forma de intriga en la que los hombres purpurados intentan captar adhesiones, conspiran para formar equipos y reúnen intereses comunes. ¿Y qué más fuera de lugar, desde la óptica capitalista, que la instauración de un colectivismo moral para conseguir una aceptable existencia?
Los estrategas de palacio saben con exactitud qué es lo que interesa para relanzar la cruzada emprendida, para recuperar el terreno perdido, para volver a convertir a todo lo vaticano en un producto de consumo y en un poder terrenal unido por los pasadizos secretos de todas las conexiones bancarias o políticas. El lenguaje vaticano, en efecto, es una selva de lianas metafísicas y melifluas concepciones de los adverbios que puedes acabar ahogado en su tupido laberinto.
Faltan, por tanto, iglesias combatientes. La batalla para desalojar del lenguaje a las élites que lo adulteran tiene una importancia capital. Mientra el lenguaje esté dominado por esas élites, es muy difícil transmitir a los pueblos unos valores no contaminados. Dificulta mucho el progreso ese lenguaje de muchas iglesias sobre la paz que dictan desde la cumbre. Una paz que duerme a las conciencias o las traslada a la lejanía del trasmundo.
La prepotencia y el abuso de la cúpula de la iglesia ecuatoriana y del estado Vaticano no está, por supuesto, con el tipo de enseñanzas de un grupo “rebelde”, aunque, paradójicamente, la función y finalidad del consejo pontificio es que la palabra de dios –loado sea- supere las barreras y divisiones ideológicas y raciales. El consejo advierte, en un alarde de hipocresía, que lo bonito es tener una gran catedral y proclama, al mismo tiempo, a todos los hombres y a todas las culturas la necesidad de encaminarse hacia la verdad –al parecer, única, intransferible-, desde una perspectiva de justa confrontación, de diálogo y de mutua acogida. Las diversas identidades culturales deben abrirse a una lógica universal. Pero es una lógica que no se cumple. Ni interesa.
Estos sacerdotes expulsados del paraíso, sucumbidos en la incomprensión, no han perdido, ni de lejos, el afecto a la fe, la esperanza y la caridad. Para ellos, mejor dicho, cuando la caridad es un riesgo, es el momento de la caridad y hay que ser hospitalarios con el diferente, con el paria, el que no tiene nada. La fe en dios tiene que ser natural y profunda, mucho más pura e inmediata. Son, en efecto, expulsados de esa zona selvática del Amazonas y sus juicios son severos, de una solapada posición crítica, hacia una iglesia que se ha esclerotizado, que no asimila, que se ha quedado arcaica en sus propios intereses, necios intereses, con sus normas y preceptos que reducen el Evangelio hasta el escarnio. Estos eclesiásticos actúan como unos “don quijotes” desencantados, abatidos, pero siempre fuertes y convencidos, y en sus sinceras oraciones y monólogos se traslucen las enseñanzas que desean, anhelan, como buenos siervos de Cristo que son (o pretenden ser).
El documental habla de los dilemas de la iglesia, siempre autoritaria y verticalista, poco fiel a los signos de los tiempos de los pobres y su liberación, que no se abre, que no responde a las nuevas realidades de un mundo con graves conflictos e interrogantes, un mundo sujeto a rápidas transformaciones y sacudido por cuestiones de gran relieve para la vida de la fe, para gobernar la barca de Pedro y anunciar el evangelio. ¿Cuáles son y qué posturas pastorales adoptar ante situaciones sangrantes? No hay respuestas, porque no se potencian las relaciones abiertas y libres, no hay pluralismo cultural en el servicio de la paz, de la justicia, de la vida, ante el clamor de la pobreza, del sufrimiento, a los tirados por los caminos del mundo, a la inmensa periferia de los marginados y excluidos.
Parece difícil desprenderse de formas y estilos acumuladores de poder y liderazgo, de centralismo, carentes totalmente de sentido y eficacia para ofrecer adecuadas respuestas desde la misión de la iglesia. Es preciso el pluralismo en lo doctrinal y pastoral, superando uniformidades. Las iglesias de cada lugar deben caminar con solidaridad católica, pero, también, con autonomía y sus dirigentes episcopales ser nombrados con criterios diferentes a los que dicta e impone la curia romana, como ha sido el caso de la iglesia de Sucumbíos y en tantos otros sitios. Hay que reconocer a los laicos, mujeres y hombres, su plena responsabilidad en una iglesia, respetuosa con los derechos humanos que son también evangélicos.
Pero este documental tiene más valores que los intrínsicamente de compromiso, de denuncia, al tratarse de un trabajo eminentemente cinematográfico, una obra que va más allá del simple reportaje televisivo, esa lacra que muchos supuestos cineastas quieren disfrazar de autoría. El de Macipe es un cortometraje documental como dios manda –valga la intención de las palabras-, con un inicio extraordinario, que, a veces, de todos modos, no se logra mantener, y una apuesta por el cine inteligente, comprometido, nada maniqueo –los dos “bandos” protagonistas hablan sin trampa ni cartón-, dejando al espectador sacar sus propias conclusiones, repleto de preguntas e incertidumbres, de saber escuchar y encontrar los caminos inexorables de la verdad. De la verdad verdadera. O, mejor, de la verdadera misión de una religión, ay, mal entendida.
Nada es plano ni convencional, nada es tópico ni chato, nada es gratuito en una narración al servicio de sus personajes, de cuanto les han ido sucediendo, de sus sospechas y certidumbres. Y se agradece. Porque la presencia física de todos ellos no puede ser más arrolladora ante la cámara, tanto en cuanto utilizan sus imponentes figuras para agrandar sus pensamientos y acciones. Como quiera que, encima, son divertidos y provocadores, el resultado gana en profundidad y sutileza.