Unos días malos / Crista Navarro


Por Crista Navarro

    Cada día sale menos gente a aplaudir a los balcones. Quiero suponer que es por solidaridad con el personal sanitario. Desde las ventanas del hospital no aplaudía nadie.

   Los únicos aplausos que pude escuchar en los doce días de ingreso fueron los de ellos, los enfermeros, médicos, auxiliares y limpiadores, que los hacían sonar cada vez que se le daba de alta a un paciente. Pero no era todos los días.

   En una habitación de ocho metros cuadrados, por muchas vistas a las arboledas que se puedan disfrutar, el tiempo pasa muy despacio. El día se mide en los horarios de desayuno, comida y cena y en las visitas de los profesionales, fugaces, para controlarnos la saturación, la tensión arterial y el ritmo cardiaco, ver si el oxígeno nos entra correctamente por esos tubos que te dejan heridas en la nariz, e inyectarnos la heparina para evitar males mayores. Ya está.

   Ha sido la primera vez que la estancia en un hospital ha sido tan dura: sin contacto físico, sin paseos por los pasillos, sin visitas. Así durante casi medio mes, y me considero afortunada de que haya sido ese periodo de tiempo, y no el que llevaba el muchacho de la habitación contigua, que pasó allí treinta y siete días y, de pronto, hubo que volver a llevarle a la UCI. No se qué habrá sido de él; no quisieron decírmelo. Espero que le haya ido bien. Nunca llegué a verle, pero le oía porque se quejaba mucho de que pasaba hambre. No me extraña.

   Luego llega el aislamiento domiciliario: catorce días más encerrada en casa sin ningún tipo de compañía ni contacto con nadie. La compra se deja en la puerta de casa, llaman al timbre y se van antes de que abras. Mi hijo pasaba a rondar mi balcón cuando empezaron a dejar salir a los niños tomar el aire, dos minutitos a decirme hola y sacudir los brazos como hace cuando está en casa para que le de un abrazo, pero a una distancia en la que eso no es posible.

    El catálogo de películas de cualquier plataforma aburre. He visto tantas que no recuerdo ni el título de muchas. Los libros se empiezan a llenar de manchas que impiden ver bien las letras. No hablas demasiado por teléfono porque todavía no respiras en condiciones y te agotas. Tampoco escribes mucho porque el hecho de mover los dedos sobre un teclado e incluso desde un teléfono móvil hace que se te cansen las manos y los brazos.

  Han pasado treinta y cinco días desde que empezó todo y todavía no estoy bien. Curada, sí. Bien, no. Y ya me han avisado de que espere sentada hasta que vuelva a mi ser.

   Me hubiera encantado celebrar la anhelada Fase 1 yéndome a alguna de las terrazas de mi barrio. No es posible. No mientras manadas de cazurros se empeñen en olvidar todo lo vivido y actuar como si hubiera sido un mal sueño. Ni ha sido un sueño, ni hemos despertado. Mientras, en la televisión siguen dando noticias de batallas políticas, ciudadanos irresponsables y cifras inventadas para apaciguar los ánimos. Qué aburrimiento. Prefiero seguir durmiendo, ya sin llorar. Porque también se llora mucho.

  Otro día vuelvo a escribir tonterías. Hoy aún no se me ocurría ninguna. Aplaudan menos y sepárense más. Es mi buen deseo.

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