Por Daniel Arana
A todas las víctimas del virus
La pandemia de la ya tristemente célebre COVID-19, causada por el patógeno SARS-CoV-2, nos sorprendía a todos cuando el invierno …
…estaba a punto de llegar a su fin. En el momento de escribir esta columna, a finales de marzo de 2020, la gran mayoría de países del mundo sigue en confinamiento o se encuentra, progresivamente, saliendo de éste.
No cabe, empero, predecir ni pronosticar inciertos futuros. Esa no es la labor, al menos, del pensamiento filosófico o de quienes nos dedicamos a la literatura, es cierto. En cualquier caso, quepan aquí ciertas cuestiones que considero mínimamente relevantes al respecto.
El brote de coronavirus en China en noviembre de 2019 impresiona por su escala y su rápida propagación. Aunque está lejos de ser una catástrofe sanitaria comparable a algunas pandemias pasadas, debido a su letalidad relativamente baja, sí es –y eso explicaría la desazón que protagoniza nuestros días- la primera que habrá resultado en el confinamiento de, al menos, la mitad de la humanidad, más de tres mil millones de personas.
La ansiedad causada por esta pandemia puede ser, hasta cierto punto, excesiva. Sin embargo, una de las razones posibles es que esta enfermedad trae consigo recuerdos de miedos ancestrales derivados de la difícil confrontación del hombre con otras pandemias. En efecto, la memoria colectiva del Viejo Continente ha quedado marcada por el recuerdo de la desgracia que supuso la Peste Negra del siglo XIV, provocando la desaparición en un año, entre 1348 y 1349, de un buen tercio o incluso de la mitad de la población europea. La historia humana está marcada por las enfermedades epidémicas: además de la peste y el cólera, tenemos viruela, tifus, fiebre amarilla, la gripe española de 1918 y, más cerca, el virus Zika, la fiebre del Ébola, el SARS y, por supuesto, el Virus de Inmunodeficiencia Humana, causante del SIDA.
Existe una pandemia, por tanto, y esto lo sabemos. En todas partes, las primeras medidas, enérgicas y muy significativas, que fueron adoptadas en respuesta a la pandemia tenían que ver con medidas de emergencia para limitar la propagación de la enfermedad: numerosas prohibiciones relativas a las actividades de carácter cultural, social, festivo, folclórico, deportivo o recreativo, a las actividades de las ceremonias religiosas o a la apertura de determinados comercios y negocios. A todo ello se le añadían normas más estrictas, lo que implicaba una forma de confinamiento de la población y una estricta limitación de los movimientos.
Pero debo insistir en que no es esta una pandemia cualquiera, sino una que, en concreto, ha materializado –y subvertido, a su manera- el concepto de «bienes comunes». Algo así como el conjunto de bienes que se comparten en común, como una sociedad o un planeta. ¿No podríamos pensar que este virus fuese un mal compartido colectivamente, esto es, el lado oscuro de algunos bienes comunes?
Tomemos como ejemplo de lo común la economía globalizada. Por un lado, se nos predice que las redes, la inteligencia artificial y la robótica serán las características de los futuros intercambios planetarios. El mundo se convertiría, de tal modo, en una inmensa red de individuos virtualmente conectados, en un archipiélago de islas individuales. Por otro lado, el virus nos recuerda que el mundo está realmente conectado, que la economía se basa en el contacto humano. Que sin intercambio físico, en definitiva, no hay comercio. Finalmente, todos nuestros bienes comercializados, sean lo que sean, son bienes compartidos. Bienes comunes hasta cierto punto.
De momento, más allá de la catástrofe sanitaria que suponen los millones de contagios en todo el mundo y el terrible número de muertes, el virus ha atacado las relaciones reales haciéndolas contagiosas y, por lo tanto, dignas de interés. Ahora ya no podemos seguir sin tener en cuenta a nuestro vecino, especialmente si empieza a toser. La indiferencia ya no es la norma, tan pronto, al menos, como estamos en contacto con el otro. Frente al virus, este mal común que va, muy posiblemente, a cambiar todos los planes de una era, toda vez que supone, parece claro, su final, ¿se vivirá la tragedia de lo común en aislamiento o producirá su opuesto?
Existe una tentación demasiado innegable de elegir privatizar el espacio vital. Véase, si no, el uso de máscaras, el aislamiento, la necesidad del teletrabajo o el hecho de que incluso algunas relaciones amistosas o amorosas estén en entredicho, por posible fuente de contagio. El control de la autoridad, al estilo del régimen chino –que, además, ha procurado falsificar la verdad de forma tan evidente como lo hace cualquier dictadura- no es concebible aquí en Occidente. Y créanme que unos y otros, a izquierda y derecha, se han valido de la situación y han intentado –sin demasiado éxito, todo sea dicho- aumentar sus poderes. Pero es muy difícil, por fortuna, que las tribulaciones de la política actual mundial –pagada de sí misma y sumida, sin duda, en un cenagal de mediocridad más alarmante que nunca, empezando por la española- acaben con algo que es casi sagrado: el sentido cívico, el sentido común y la ayuda mutua entre las víctimas.
El mal común pone de relieve la necesidad de una acción igualmente común y una corresponsabilidad, ahora que estamos, como diría Nancy, desobrados. Lo cierto es que nadie ha dicho toda la verdad, empezando por China o Estados Unidos, y terminando por Europa, que desoyó una y otra vez las advertencias sanitarias, como ahora reconoce, hasta que el número de muertos se convirtió en algo terriblemente cierto y, al mismo tiempo, de una rutina atroz.
De tal forma que cabe esperar -por más que esas cifras, tarde o temprano, empiecen a decaer-, un antes y un después de esta pandemia, que provocará un cambio de paradigma en la definición de los propósitos para el desarrollo. Así como en las políticas de ordenación del territorio, que sin duda ofrecen la oportunidad de tener en cuenta finalmente la necesidad imperiosa de luchar contra el calentamiento global y todas sus desastrosas consecuencias a corto y medio plazo.
Para ello será necesario volver a poner al hombre y sus necesidades esenciales en el centro de las prioridades, respetando las exigencias de la salvaguardia de su medio ambiente y de las especies que lo habitan. Pero antes de reconstruir todo esto –algo que, por otro lado, deviene ya perentorio- será necesario pensar en gestionar el fin del confinamiento mundial, volver a poner en pie las empresas y la economía y remediar todos los efectos perjudiciales del cierre de la economía –empezando por la desprotección de los autónomos y pequeños empresarios-, por no hablar de gestionar el retraso en la transmisión del conocimiento a millones de alumnos y estudiantes, que nos ha supuesto a los docentes un esfuerzo titánico –abandonados a la deriva, y de forma flagrante, por nuestras instituciones-, y devolver la sanidad al lugar que merece.
La crisis económica parece destinada a ser grave y, a pesar de las medidas de reducción de la jornada laboral, el número de despidos se está disparando y ya se está afianzando la crisis social, en no pocos lugares, con la necesidad de distribuir alimentos. A medida que continúe el confinamiento, al menos parcial, las dificultades para volver a una vida normal serán mayores y aumentarán los riesgos de conflicto social.
Sin tener en cuenta aquí las obligaciones de naturaleza política o moral que empujan a las autoridades a intervenir, en aras de gestionar una crisis como la de la COVID-19, sí puede ser útil recordar que un estado europeo está jurídicamente obligado a adoptar medidas para proteger la vida de las personas sujetas a su jurisdicción y que, en tal contexto y entre otras normas pertinentes del derecho internacional, el artículo 2 del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales (también conocido como Convenio Europeo de Derechos Humanos o CEDH), que garantiza el derecho a la vida, obliga a los Estados a adoptar medidas para evitar toda muerte que pueda resultar previsible.
En términos generales, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH) considera que la autoridad debe adoptar medidas adecuadas al nivel de riesgo para proteger los derechos fundamentales, como el derecho a la vida. Este enfoque se confirma regularmente en los casos relacionados con los riesgos vinculados a actividades humanas peligrosas o desastres naturales. También encuentra aplicación en el contexto de la actual pandemia.
Una vez recordado esto, cabe exigir a esta Europa una reforma descomunal, que adopte medidas adecuadas también, dejando de lado ambiciones personales (pienso en Alemania u Holanda, por ejemplo), para proteger los derechos laborales y sociales de los ciudadanos. Es la única forma que tendrá de aumentar la ya herida credibilidad de miles y miles de personas en sus instituciones, toda vez que Europa abandonó, ha mucho, sus orígenes fundacionales en cuanto a la cuestión social y comunitaria, y parece dejarse llevar sólo por míseras pendencias económicas. Así es que no auguro los mejores tiempos en una Europa transferida a nuevos paradigmas políticos que tienen su arranque en la propia China, claro, y en ese oscurísimo sistema de capitalismo de estado, que podríamos definir como una dictadura capitalista.
Tales paradigmas, por tanto, nada tienen que ver con el tipo de sistema en el que hemos vivido hasta ahora. Veremos qué ocurre, por supuesto, dado a que a algunos no nos corresponde esa dudosa virtud de la adivinación, y sí, máxime en esta época, tratar de conciliar la deslucida realidad con un necesario optimismo, de cara a las incertidumbres del futuro.
En el fondo, sería más que deseable -y esta reflexión la hago para terminar, aunque volveré sobre ella en futuras ocasiones-, que esta debacle a todos los efectos supusiese también el final de una era política que empezaba a resultar peligrosa para las libertades. Que la barriese, por así decir, de un plumazo. Sólo hay algo igual de dañino para una democracia que la corrupción, y es la mediocridad de sus representantes, hoy convertidos en un convoluto populista sin más principio que el de eternizarse en el poder (no hay más que echar de ver, brevemente, su gestión de la crisis en casi cada autonomía y, por supuesto, en el gobierno central). Por desgracia, de tal convoluto no parece salvarse ninguno de dichos representantes, miren ustedes hacia donde miren en el espectro –nunca un término fue más preciso que éste- político.
Podríamos pensar que sus actos, como nos advertiría Gide hace mucho, nos han proporcionado no poco esplendor, pero ese esplendor parece estar cerca de nuestra propia consunción si no acabamos poniéndole remedio y recuperamos la preciadísima conciencia crítica.
Cuídense, mientras tanto.