Del estanquero de la esquina (de Brooklyn) al quiosquero de la otra esquina (de la Magdalena) / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo
Subdirector del Pollo Urbano 

   Sabe el quiosquero de la esquina que hay ídolos nacidos del sinsentido, que van contra la lógica.

    Son casi contraculturales, ahora que el palabro se ha ‘deslocalizado’ ya de cualquier sentido primigenio. De jovencito, el quiosquero fue a por un libro a la librería de siempre. Tenía una de esas edades indeterminadas que nos regala la adolescencia, esa época pletórica en que uno se considera un maldito genio por descubrir el Mediterráneo. Encontrado el Jünger de ‘Eumeswil’, acaso porque por entonces la falta de ego se subsanaba con esnobismo y metiéndonos en lecturas de esa eslora, el librero, un tipo más quemado que la moto de un macarra, le atajó en el pasillo con sorna. “Pero, ¿a dónde vas con eso, chaval? Anda, toma este y dame las gracias”.

   El librero le quitó de la mano la apuesta de esa tarde (a esa edad, la verdad, las tardes duraban lo mismo que una semana) y en su lugar le dejó la de un fulano del que jamás había oído hablar, un pequeño volumen de un tal Paul Auster. La sorpresa vino poco tiempo después, al ver en los cines una película titulada ‘Smoke’ (y ‘Blue in the face’, su complemento), un fresco humeante de una esquina de Brooklyn, el gran territorio de Auster, guionista y codirector de la cosa, en la que hay un estanco, tiempo y un personaje, todo ello sacado de su relato ‘El cuento de navidad de Auggie Wren’. Un filme sofisticado y ascético que celebra la cotidianidad de la existencia humana en una fusión conmovedora entre la imagen y los diálogos.

   Los límites entre ficción y realidad dieron un vuelco en la mente del quiosquero al leer por primera vez a Auster y admirar su incursión en la disciplina fílmica. El quiosquero, maldita sea, se vio reflejado en la figura del estanquero, a la manera de cualquier doble borgiano. Estamos en el verano de 1987 y es la historia, en efecto, del dueño de un estanco en una esquina de un barrio neoyorquino por donde pasa una hilera de personajes solitarios cuyas vidas parecen marcadas por el azar y la desgana. Es la historia de un hombre malhumorado que, sin embargo, construye relaciones secretamente amistosas y cálidas con sus clientes. Escondido, a menudo, en forma de aspereza, observa el invisible flujo de solidaridad y afecto entre los desconocidos de una gran ciudad.

    Todo se desarrolla en una esquina de Brooklyn, lugar en el que se citan diversos personajes y donde el estanquero relata su fabulosa historia de cómo se hizo fotógrafo. Auster, con la ayuda del gran Wayne Wang, consigue amontonar el mundo (un mundo en extinción, como los quioscos) en una esquina, en unas conversaciones, en un aroma de tabaco, en una colección de fotografías y en unos sentimientos de pérdida y encuentros profundos y fugaces como el humo, tan desprestigiado como fascinante. Un relato de miradas, mentiras y sentimientos.

   Un tipo de mirada glauca, con esa profundidad que dan siempre las pupilas, con ese brillo como un guiño cómplice, como los que suceden en todo lo que es fruto de la anécdota o la casualidad, confiesa al quiosquero de la esquina que su afición por la letra impresa le viene desde bien pequeño. Su padre y su hermano eran verdaderos devotos del periódico, de leer los diarios. Se prestaba para ir a comprar la leche y la prensa antes del colegio y leía la sección de deportes en la escalera, molestando a los vecinos. Esa fascinación ya estaba ahí, pero luego la desvió. Su entrada en el mundo del periodismo fue con fórceps. Cuando terminó COU, sintió mucha presión para ganarse la vida con una profesión decente y sería como la de su hermano, que era ingeniero. Sin entusiasmo, se matriculó en Industriales. Y fracasó. Fueron tres años de retroceso personal. Años duros, depresivos. Finalmente, decidió hacer lo que quería hacer, que era periodismo, y tuvo la suerte –siempre la ha tenido- de encontrar gente que, contra pronóstico, creyó en él.

   Un hombre visiblemente jubilado (quiero decir, un hombre lleno de días de reflexión) confiesa al quiosquero que todos los periodismos, especialmente el político, se han ‘futbolizado’  y es una deriva un poco triste. Se ha tardado mucho en concretar el modelo para explotar el periodismo en internet y en ese accidentado camino el periodismo ha caído en la banalización. Tiene ese aspecto de ‘Sálvame’ que funciona en todos los sectores. ¿Por qué?  Porque da clics. Funciona, dice, porque es un periodismo violento al que se atribuye capacidad crítica, pero en realidad es totalmente acrítico. Es sectario, es muy decepcionante, y sucede porque el periodismo actual no tiene empresas fuertes. Cree que él ha escrito buenos textos, que ha ayudado a darle un barniz sensato a todo esto y que ha sido reconocido como periodista, pero también cree que podría haber hecho más. Artículos que deberían haber quedado de otra forma y opiniones en las que debería haber tenido mejor visión o más coraje.

   Una mujer huesuda y arrugada, con la nariz azul y los dientes de metal, con un parche en el ojo izquierdo que lleva con estilo ‘fordiano’, confiesa al quiosquero que no hay demasiada gente que le encante cómo escribe. Están los que escriben bien pero no dicen nada y, lo que más detesta, esa gente que piensa que escribir bien es una celebración floral, una manera de lucimiento. Escribir bien es tener conceptos claros y explicárselos a la gente. Sin más. Tienen que quedar claras tus opiniones, puntualiza.  A esta mujer, de una extraña elegancia, le encanta la prosa de Auster, literato singular y de gran inventiva, dice, oscilando entre los textos de ficción y los ‘memorialísticos’, en sus tramas complejas y adictivas donde mezcla elementos de intriga detectivesca, de misterio, y también reflexiones relativas a la condición humana. Todo ello sobre una base vital inestable, en la que la suerte, la casualidad y la coincidencia son determinantes.

   Si el campo de maniobras del quiosquero de la esquina siempre ha sido Zaragoza, desde la óptica del barrio de la Magdalena, el de Paul Auster fue Nueva York, desde Brooklyn. Dos tipos que, a ambos lados del Atlántico, les ocurre lo inesperado, lo irracional, lo inexplicable, la fragilidad de la identidad, a la manera de los conflictos existenciales de Becket, el dramaturgo al que tanto han adorado el quiosquero de la esquina y el estanquero de la otra esquina. El otro día, sin ir más lejos, un fulano con el timbre cavernoso en su voz y la fijeza escalofriante de su mirada de escualo le cuenta al quiosquero su historia. Al parecer, tuvo la desgracia de casarse con una viuda.

  Ella, la viuda, tenía una hija. De haberlo sabido, nunca lo hubiera hecho. Su padre, para mayor desgracia, era viudo. Se enamoró y se casó con la hija de su mujer, de manera que su mujer era suegra de su suegro, su hijastra se convirtió en su madre y su padre, al mismo tiempo, era su yerno. Al tiempo, su madrastra trajo al mundo un varón, que era su hermano, pero era nieto de su mujer, de manera que él era abuelo de su hermano. Con el correr de los días, su mujer trajo al mundo un varón, que, como era hermano de su madre, también era cuñado de su padre y tío de sus hijos. Su mujer era suegra de su hija. Él, en cambio, es padre de su madre, y su padre y su mujer son sus hijos. Además, él es su propio abuelo.

   La existencia, ya ven, es algo extraordinario como frágil e imprevisible. Como el azar llevado al límite. En su manera de entender la literatura, Auster funde las huellas de Kafka, Dostoievski, Camus o Beckett, por supuesto, con ficciones detectivescas a la manera de Dashiell Hammett, a las que imprime un giro filosófico. Su marca de la casa es la prosa elegante. Y los diálogos precisos. Y la capacidad introspectiva. Y el juego de dualidades. Y el desafío a las convenciones narrativas. Auster juega constantemente al escondite con el azar y la muerte, casi siempre con Nueva York como telón de fondo. La muerte, bien lo sabe Auster, acecha entre nosotros y puede golpear en cualquier momento.

   Nueva York es, para el escritor y cineasta nacido en Nueva Jersey, esa ciudad de cristal en la que todo es posible, el único sitio del mundo donde todo puede pasarte sin que tengas a nadie para contárselo. Cuando se habla de Nueva York desde el punto de vista de la recreación cinematográfica, siempre salen a colación Martin Scorsese, Jim Jarmusch, Woody Allen o Abel Ferrara. Deberíamos añadir la Nueva York de ‘Smoke’ y su continuación, ese díptico humeante entre la ficción, el documento y el cuento en el que Auster nos explicó la música, el amor y la vida. Su amigo Lou Reed tuvo mucho que ver. Se complementaron, en cierto modo, y se pasearon gráciles, guapos y sin sudar.

   Sobre el mostrador de un estanco, en el corazón de un Brooklyn aún sin ‘gentrificar’,  se consume la historia de un escritor bloqueado, un padre traumatizado, una ex amante tuerta, un fotógrafo existencialista y mil volutas más de un humo al menos tan caprichoso y espeso como la misma vida. Nada sale nunca según lo planeado. Lo que sigue es una provocadora y encendida invitación a valorar la ceniza. Es decir, a tener presente aquello, sutil e imprescindible, que permanece cuando se ha esfumado todo. Pero, por encima de cualquier cosa, queda la sensación compartida de comunidad, de bien común, de que en la meticulosa irracionalidad del azar solo cuenta la posibilidad, aunque sea leve, de un encuentro que todo lo ilumine.

   La misma fotografía a la misma hora y durante cada día de una vida, como hace Auggie Wren, el estanquero que le vendía puros y regalaba historias a Auster en esa anodina esquina de Brooklyn en la que aparentemente no ocurría nada. Como epílogo, un relato dentro del relato. El final de ‘Smoke’, como guinda, es una canción de Tom Waits, que canta agazapado con el misterio que nos permite escapar del relámpago, mientras el gran Harvey Keitel (trasunto del quiosquero de la otra esquina) narra el cuento de navidad más hermoso del mundo.

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