Un rincón más kafkiano sin Paco Bailo / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo

   Dicen que las personas no mueren del todo mientras les recordamos.

     Es una frase digna de aparecer bien en el reverso de un sobre de azúcar o bien entre las páginas de cualquier libro de Jorge Bucay, ya lo sé, pero también sé que la frase es cierta. Cuando empezamos a olvidar a los que ya no están es cuando empiezan a desaparecer de verdad. Eso fue lo primero que pensé cuando me enteré de que había muerto mi amigo Paco Bailo. Bueno, en realidad no fue lo primero, ni siquiera lo segundo. Lo primero fue un pensamiento, un recuerdo. Él, rodeado de gente, su cigarrillo en la boca y una sonrisa en la cara. Así, con el íntimo orgullo de haberle conocido y haber conocido a una persona brillante y bondadosa, comprometida e infatigable, sin fronteras, apasionado de los derechos humanos a favor de los más olvidados y siempre en el magisterio de su inseparable Carmen Carramiñana. Lo que abunda, maldita sea, son personas que se creen brillantes y no saben, los pobres, que no lo son.

   Nadie sabe cuánto dura feliz nada. De todas las muertes que pasan ante mis ojos, maldita sea, las más dolorosas son aquellas que podrían pertenecerme. Como uno no es de piedra, el dolor deja un vacío mudo, un desierto sin palabras. Y sientes en el corazón la marca de la bofetada. Las biografías de los vivos están llenas de muertos a los que el destino ya les había dado la vez. Para esos muertos se inventó el consuelo. Desaparecen de la memoria cuando se muere la última persona que los recuerda. Los otros muertos, en cambio, permanecen a nuestro lado sin cumplir nada, y a su favor tienen que los recordaremos siempre con la sonrisa de sus años más pletóricos.

   Sin ti, Paco, el rincón que dejas va a ser mucho más kafkiano. Esto lo sabe muy bien la gente humilde que hiciste feliz en Zaragoza. O en Huesca y en Caspe. O en Fraga y en Bolea. La eternidad y un día como en cualquier huerto esculpido. En los mejores cuentos y novelas de Franz Kafka hay algo que sucede desde Ulises hasta hoy: una batalla contra la intemperie. En Ulises el desafío eran los dioses; en Kafka, la mala conciencia, el sentido de culpa sin saber muy bien ni qué ni cómo. De ahí que sus personajes carguen con una esperanza desvalijada. A Kafka le debemos la lúcida anticipación de entender que el Estado no es nadie en concreto y por eso es infinito como la nada. Y le debemos la taquigrafía de algunos desgarros y la certeza de que el primer loco es el ciudadano ejemplar.

   Ahora se cumple el centenario de la muerte del escritor praguense y me has dejado solo. Te comenté escribir un artículo sobre él en cuanto a sus múltiples aristas. Lo hubieras hecho musical, a tu manera, porque tu prosa pollera tenía ese poder melodioso de tu maestro Johann Sebastian Bach. Y lo hubieras ejecutado con esos encabezamientos poéticos tan de tu gusto. Porque estábamos de acuerdo en que la escritura de Kafka es una larga reflexión sobre las contradicciones del hombre ante el poder desconcertante de las instituciones.

   El clarividente autor de ‘El castillo’ describe con lucidez y precisión el funcionamiento de la arbitrariedad, una de las características de los totalitarismos, de las ideologías opresoras, de las guerras mundiales. Por eso, y por más cosas, las enigmáticas obras del checo resultan proféticas, dando a las situaciones un trato metafórico que va mucho más allá de las realidades íntimas hasta otorgarles una dimensión universal. En las novelas de Kafka, recuérdalo, determinados ojos vigilantes siguen nuestros movimientos. Así, ‘El proceso’ llega a convertirse en el símbolo de la impotencia del individuo a la merced de la maquinaria estatal, más allá de una superficial lectura ‘fantástica’ o ‘surrealista’ como si de un simple Javier Tomeo se tratara.

   Esto es, hoy se controla a las personas a través de las aplicaciones igual que los funcionarios de ‘El proceso’ controlaban los horarios y hábitos del protagonista. Por eso te interesaba tanto Kafka y hubieras escrito un brillante artículo con estas cosas a las que le dábamos vueltas y más vueltas. Pero me has dejado solo. También decías, Paco, que todo era interpretación. Interpretación de la interpretación. Respecto al escritor de Praga se han vertido todo tipo de interpretaciones, claro está. Porque más allá del bien y del mal, o de centrar el eje de la obra kafkiana en la ley y el poder humanos, podría abrirse el melón y descubrir muchas más pepitas: la religión, el apocalipsis, la posible relación artística con El Bosco o Francis Bacon, su biografía dolorida a través de sus difíciles relaciones con las mujeres, con su padre, con su trabajo, con el mundo en general, con el judaísmo que trasluce en sus escritos… Y eso nos ponía, Paco.

   Sé, en cualquier caso, que vivimos ante un panorama pintado con trazos kafkianos. Cada noche cenamos viendo en los telediarios insoportables imágenes de niños y mayores destrozados por las bombas en Gaza, que caen allí de continuo como si fuera imposible evitarlo. Como sucede en Sudán o en Etiopía o en Somalia o en Birmania. En la escena nacional, que tampoco es manca, las muestras de inmovilismo son también abundantes, sin que sus responsables las atenúen. Altas instituciones parecen haber entrado en una fase de esclerosis absurda, lesiva, kafkiana. Tropelías demoníacas, en fin, como demostración de que Kafka no andaba desencaminado, al ver el mundo lleno de demonios invisibles que destruyen, maldita sea, a las personas indefensas. Esa era también la lucha de Paco Bailo. Nuestra lucha. Tu artículo.

   Este hombre sabio y solidario era mi amigo, pensé cuando me dijeron que habías muerto, y luego pensé que los hombres brillantes y generosos como tú no acaban de morirse nunca, que siempre permanecen de alguna extraña manera juntos a nosotros. Lo dice muy bien Ángel González, al que tanto admirabas, en ese poema que rescato como llanto: “…Pero si tú me olvidas, / quedaré muerto sin que nadie lo sepa…”.

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