Utopia de obligado cumplimiento / Eugenio Mateo

Por Eugenio Mateo Otto
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    Ha sido un largo recorrido. Tan largo que se nos olvidó desde cuando hemos venido caminando.

     Presumimos de inteligencia porque desde los remotos ancestros hemos venido desarrollándola con mayor o menor fortuna a tenor de la capacidad de cada espécimen humano. Quizá, pensar que somos semejantes no consiga que seamos iguales y por eso, la evolución a la que tanto se alude presenta lagunas de interpretación cuando en tantas ocasiones se demuestran tendencias a la regresión; a volver atrás en busca de lo atávico, de aquello que se perdió en ese largo recorrido de la Humanidad y que reaparece sistemáticamente en nuestros modos actuales de vida como un cordón umbilical que mantiene la unión con los conceptos arcaicos del origen. De tal manera, se explicaría el resurgimiento de formas de pensar que van precisamente en contra de la evolución social y que apelan a ideologías y formas de pensar que hacen patente su proveniencia del inicio de los tiempos, cuando sólo sobrevivían los fuertes, y por el principio de poder y jerarquía se caía en la tiranía. Todavía quedan tiranos que ya no son atávicos, sino endémicos. Todavía, algunos guardan el afán de serlo. Pasar del pensamiento a los hechos permite hacer resurgir costumbres ancestrales que nunca han desaparecido, sino reaparecido, y el miedo, ese atávico sentimiento primigenio, es la piedra dovela que nos conforma con consecuencias devastadoras. Una sociedad insegura acude a sus orígenes de manera inconsciente y vuelve la mirada a los cantos de sirena que les proponen volver a lo atávico como garantía de tiempos mejores. Los antepasados son el legado al que se acude, no en balde sus costumbres nos guían, nos han guiado siempre, porque hemos pervivido a través de ellas y hacen recordar la procedencia. Los atavismos paganos o mejor, la ignorancia, arraigaron la superstición, que con el tiempo todavía anida en nuestro yo remoto en pequeños actos de conducta, y no tanto. Pero, en la escala de atavismos, el odio fue y es, el más infame motor de la conducta humana. Un pesimista diría que más que el amor, aunque un optimista pensaría que nunca es tarde para intentar el cambio, pero, no nos engañemos, odiar es tan fácil como cepillarse los dientes. Se entiende como natural cuando odiamos al vecino que deja sistemáticamente abiertas las puertas del ascensor cuando venimos cargados, o cuando te enteras de que fulanita te la dio con queso; incluso a la operadora caribeña que te propone, a la hora de la siesta, cambiar de operador telefónico. Sería una lista de odios domésticos, pero los hay mucho peores, como odiar al diferente con el atavismo de supremacía, de pertenencia a una raza o estatus. La posibilidad de acabar atrapados en lo que los psiquiatras llaman autoodio sería una alternativa para dejar de odiar a los demás, aunque, fuera de bromas, siempre ha habido misoneístas que gritaban “¡vivan las “caenas!”. Gente, con la que compartimos autobús, que odian la palabra cambio y lo que significa. El odio siempre es una lacra que enfrenta y destruye, como la violencia de género, en cuyos componentes el atavismo del antiguo paternalismo decide que para mí o para nadie y pasa a ser noticia de primera página para espanto en los minutos de silencio. En el momento de la monstruosidad, en el cerebro del asesino se supone que se dibuja el poder del macho alfa, que dominaba a su hembra con la tradición de “la pierna quebrada” y la enajenación o la maldad hacen el resto. Quizá, el atavismo del machismo, en uno, u otro momento, al igual que el hembrismo, acecha en más actitudes que las que se cree. Lamentablemente, el odio que está poniendo en jaque a la humanidad llega del atavismo de la hegemonía. Cuentas remotas sin resolver enfrentan al hombre como víctima propiciatoria contra sus propios fantasmas y las banderas pasan a ser los objetivos. La guerra ha sido y será el medio de destruirnos al socaire de la dominación y como ya advertía Freud: «Descendemos de una larguísima serie de generaciones de asesinos, que llevaban el placer de matar, como quizá aún nosotros mismos, en la masa de la sangre«. La atrocidad que supone que los hombres se maten entre sí, se contradice con el sentimiento de paz de la mayoría de la población, aunque poco parece importar ese sentimiento cuando todas las guerras se declaran en nombre del honor y se recluta a los pacifistas para que vayan a matar bajo la cruel paradoja del deber. Hace 230.000 años se cometió el primer asesinato documentado por las tierras de Burgos, en Atapuerca. Hoy, se mata cada vez más fácilmente porque el progreso ha sido el mejor fenómeno aliado de la industria de la guerra. ¿Qué gen impelió al homínido a golpear a un congénere con intención de eliminarlo sin remisión? ¿Qué gen impele al jerarca a arrasar al enemigo y destruir su moral?

    Puesto que, y según lo que vengo diciendo, podría parecer que todo lo atávico es pernicioso, precisaré lo consabido: que los atavismos forman parte de nuestra herencia milenaria, y por tanto, Eros y Thanatos intercambian sus influencias en un complicado ejercicio de funambulismo espiritual que cuesta descifrar.  Para describir una panoplia de situaciones amables habría que acudir a esos atavismos que dan razón a una vida: unas anchoas en salmuera con el aliño del vinagre y de los ajos, del Cantábrico, por supuesto, o esa partida de cartas al amor de las apuestas con garbanzos, sin olvidar vestirse mejor los domingos (aunque este supuesto se desinfla bajo el imperio del casual) y salir de vermú con la parienta por tabernas en las que no se cabe. Estas y muchas otras cosas como los deportes espectáculo son las costumbres con las que nos encontramos a gusto, sin olvidar los libros, que son en sí mismos una razón de vida. Sin embargo, actividades como el futbol galvanizan a las masas detrás de colores apelando a la tradición. Su génesis proviene del sempiterno atavismo del concepto tribu vivido como un enfrentamiento incruento, aunque también esto puede ser revisable. Los bandos se resumen a la reivindicación de la hegemonía. En su antípoda, la sana costumbre de pasear por el monte sin más límites que los propios. Debe ser la conexión con el primer explorador que bajó del árbol.  Cambiando de rutinas, es en biología donde se dan casos del fenómeno de herencia discontinua, por el cual un descendiente presenta caracteres genéticos de un antepasado que no se manifiestan en generaciones intermedias, aunque se hallan latentes en estas. Hablaríamos de niños pelirrojos en una familia de morenos o de características morfológicas que se remontan muy atrás como rastros de rasgos de otras razas. Estos atavismos biológicos son la representación física de la conexión con el origen, mientras los psíquicos son el cordón umbilical oculto que nos acerca al principio. De todas formas, somos nosotros y nuestras circunstancias, como dijo Ortega y Gasset. La ligazón de incógnitas sin resolver ha venido acompañándonos mientras se transitaba por las épocas sin resolverlas; de simples caminantes pasivos a merced de los usos hemos pasado a culpables por no admitir que somos consecuencia de nosotros mismos. Si se hiciera, se ahorrarían muchas actitudes que, magnificando al eslabón perdido, han encontrado en el pasado una utopía de obligado cumplimiento.

Publicado en Crisis 24

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