Y los dioses se sentaron a su lado / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo
Subdirector del Pollo Urbano

    Dice el quiosquero de la esquina, el que me surte de mi afición a la letra impresa, que pocas cosas hacen más vulnerable a la persona que el ego inflamado.

     Adulando a un vanidoso se puede conseguir de él lo imposible. Hay hombres, y mujeres, que viven confortablemente instalados en el yo, en la excepcionalidad. La suya, claro.

    En esta ciudad inmortal tuvimos –y tenemos, ay- un personaje literario con un ego como su tamaño: orondo. Acudía con frecuencia al quiosco de mi surtidor de letra impresa, y parecía que siempre le daba el sermón. Si las tornas cambiaban, el orondo personaje literario se convertía en un verdadero ogro. No soportaba que un insignificante quiosquero le advirtiera de algún error en alguno de sus escritos. Acabaron mal, claro, aunque uno peor que el otro, pues el letraherido ya no lo puede contar.

    Y se reafirma el quiosquero en que aquel orondo personaje literario hizo mucho daño –y alguna alegría dio, por no ser cenizo, que para eso ya está el del bar- a las artes y las letras de una ciudad de provincias como Zaragoza. Su ‘magisterio’ creó escuela –más bien banda, la del núcleo duro- y eso es lo peor que le puede ocurrir a una ciudad de provincias. Debe ser un don envidiable ese de aflautarse con autocomplacencia. Con la satisfacción de haberse conocido. Con el amor propio al máximo: onanismo puro.

    El ego es una burbuja traslúcida que crece y, en caso de no pincharla a tiempo, convierte a su propietario en un ser indefenso ante la lisonja, la hipocresía ajena y el logrero. El ególatra ve el mundo pequeño y supone toda una religión el deseo de poder viajar por aquí, por allá y por acullá. Por eso, tal vez, tiene la frialdad de aplicar sus planes sin miramientos, como si los dioses se sentaran a su lado.

    Y es que muchos escritores, alerta Roberto Bolaño, “son tipos capaces de todo por conseguir un trozo de respetabilidad, cuando la verdadera literatura debe alejarse de ella”. Lo escribe en el libro ‘Entre paréntesis’: “Los escritores actuales son gente de clase media baja que esperan terminar sus días en la clase media alta. Es conmovedor verlos buscar un sitio, aunque sea a codazos, en los pastizales de la respetabilidad. La verdadera imaginación es aquella que dinamita, que inyecta microbios esmeraldas en otras imaginaciones”.

    Pero hay ególatras en todo el escalafón social. En la mercería. En el andamio. En la frutería. En el reparto de butano. En la carnicería. En la imprenta. En la pescadería. En la fábrica de caramelos. En la charcutería. En el periodismo. En la panadería. En un consejo de administración. En el parlamento, con mayúscula o sin ella. En el consistorio. En la policía local, nacional, benemérita, secreta… Con la autoestima erecta, cada uno busca su lugar al sol. ¿Será que todos, en el fondo, somos figuras de primeros aplausos?

    En un mundo donde priman el éxito y la fama, la prisa y el ruido, el ego y el reconocimiento, los ‘followers’ y los ‘selfies’, al quiosquero le da gusto hallar a personas que representan justo lo contrario, o sea, la sencillez, la elegancia, la sensibilidad, el buen gusto, el saber estar, en fin. Sin más historias. No hay más historia que la historia de la emoción, intelectual o no. Los orígenes propios de la literatura son los de la interpretación, pues es el actor quien ancestralmente daba calor al grupo, junto al fuego de la noche, con sus historias. Una estética basada en las emociones humanas no pierde vigencia, aunque las modas en arte y literatura se sucedan. Es la emoción, intelectual o no –el placer lector que se desprenden de los cuentos de Borges, dice el quiosquero, es una emoción intelectual-, lo que cuenta, esa especie de termómetro interior que sube o baja grados en la percepción de cada lectura.

    Si todo el mundo, con narcisismo galopante, pugna por derramar sobre los demás un diluvio de imágenes y palabras, el quiosquero propone detenerse de vez en cuando para eliminar el esmalte personal y decolorarse. El quiosquero no propone una suspensión radical o una desaparición absoluta como la del ermitaño que se exilia del mundo. Propone una desaparición ligera. Se trata de contener la necesidad de aparecer y de mostrarse. La distancia de la discreción no te escinde del mundo, al contrario: permite contemplarlo desde mejor perspectiva. La discreción es un tiempo de espera: detiene el deseo de afirmarse, de ser reconocido, de ser visto, admirado y querido. Si para Proust era un privilegio asistir a la propia ausencia, el quiosquero describe la discreción como el factor imprescindible de la creatividad.

    “Este no se acuerda de que también tiene que morirse”, me dijo una vez el quiosquero cuando estaba encabronado por una salida de tono del orondo personaje literario zaragozano, mientras servía cuarto y mitad de caramelos de menta blanca a una anciana clienta del barrio. Y, en efecto, se murió. El gordo escritor, quiero decir. La vieja de los caramelos sigue comprando… como sigue vendiendo el quiosquero de la esquina. Y que dure.

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