‘Una historia de ruido’, cortometraje de Ricardo Huerga

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Por Don Quiterio

   Dicen que la emoción del póquer precisa silencio. O, al menos, un murmullo. El silencio es elocuente.

   Sí, el silencio habla, incluso revela, pero también oculta y miente y traiciona.

    El silencio está hecho de palabras que no se han llegado a decir, pero lo opuesto a silencio no es palabra, sino palabrería. No es sonido. Es ruido. El ruido es la forma de contaminación más urbana y afecta tanto a la salud como a la calidad de vida de los ciudadanos. El ruido no solo molesta, también provoca dolencias, en algunos casos muy graves. Y la contaminación acústica parece crecer a medida que pasan los años.

   La tiranía del ruido ambiental como estrépito, como el estampido y el petardeo de un motor. El ruido como tortura, como expresión de una verdadera necesidad del estruendo en la sociedad urbana. La sociedad urbana moderna es la sociedad del ruido y de los sordos reales o potenciales. La gente, en el mundo desarrollado, se está quedando sorda por un exceso de ruido. La población urbana está tan acostumbrada al ruido que, de golpe, si se suprimiera, y se llegara al silencio absoluto, muchos sufrirían graves trastornos síquicos.

   Ricardo Huerga nos habla de esta contaminación acústica en ‘Una historia de ruido’ (2015), su nuevo cortometraje realizado con los dinámicos alumnos de primero de bachillerato del zaragozano instituto de enseñanza secundaria Pedro de Luna. Ya desde el título, en un guiño al filme de David Cronenberg, ‘Una historia de ruido’ transita entre la cordura y la sinrazón, una trama pausada que conduce hacia espacios quijotescos, situándonos en la frontera del desatino. Si Cronenberg habla del daño y la violencia cotidiana, Huerga también acierta en el tono cotidiano y la desnudez estilística, y propone un relato denso y opresivo, perturbador y asfixiante, sumergido en las aristas de una sociedad contemporánea que pronto se revela enferma y desquiciada, sin tiempo a la relajación, a la desconexión, al descanso. En silencio y desde arriba, todo se contempla con mayor perspectiva. Es lo que, a menudo, falta en una sociedad en teoría interconectada y repleta de estímulos, la sociedad del martilleo machacante, aunque con demasiados individuos solitarios.

   Al director de ‘Una historia de ruido’, como al cineasta canadiense, le interesa explotar asuntos que otros, por lo que sea, no exploran. Hacer cine es una exploración sicológica. Huerga lo sabe y hurga en ella, a la manera de George Bernard Shaw: “El conflicto es la esencia del drama”. Su cortometraje, con la participación en el guion de Axel Gabás y sus compañeros de fatigas, acierta en el tono cotidiano y la desnudez estilística, una elegante y tensa exploración de un tema candente. El ritmo que va adquiriendo el relato se impregna de desasosiego, de un malestar irreparable, del cansancio que a modo de atmósfera contaminada contagia la sociedad y enrarece a los paseantes.

   Todo se inicia en la clase de un instituto. Un profesor (interpretado por Luis Pérez Arteaga) manda redactar a sus alumnos la problemática del ruido urbano. Parece explicar que un país que hace ruido es un país que no escucha, y quien no escucha no aprende ni atiende a razones. Ni, por supuesto, se entera de nada. La interrupción de la clase, por culpa de una máquina limpiadora que pasa por la calle, dará pie al intercambio de experiencias relacionadas con el ruido. Los estudiantes se meten en situación y empieza la fiesta. Que la fiesta continúe. Uno de ellos, un suponer, sufre los estruendos que salen de una avenida concurrida y con abundante tráfico. Otro no puede dormir hasta bien entrada la madrugada, porque el camión de la basura, maldita sea, suena tan fuerte que vibran el suelo y los cristales. Otro suponer. Al fin y al cabo, se dan cuenta que la contaminación acústica no tiene beneficios. El ruido actúa como un contaminante brutal que les afecta a su calidad de vida. Y a su salud.

   Es, tal vez, un sencillo punto de partida, pero Ricardo Huerga lo sublima. Y enreda a sus personajes en un obsesivo carrusel de recuerdos y alucinaciones: los fantasmas tienen tanto peso como la realidad, en un mundo en que ambas cosas no son más que máscaras. Un grito nihilista, cálido y poético, lúcido y amargo, que dinamita el culto al consumo y los objetos que lo encarnan. De este modo, otro suponer, los personajes de ‘Una historia de ruido’ oyen la alarma de un establecimiento comercial, la sirena de una ambulancia, el frenazo de un autobús, el claxon de un coche, un avión o, esto es, el camión municipal de la limpieza en la teórica placidez de la noche.

   Miriam Gallego, Irene Asunción, Celia Sarroca, Diego Aliega, Elena Terol, Julia Pueyo, María Aguilar, Olalla Romero, Juan Fraile, Teresa Sanz, Bárbara Sanz, Inés Martín, Daniel Leal, Marcos Ferrer, Samuel Azorín, Pablo Rodríguez, Estela Moreno, Omar Corrales, Lucía Urraca, Sandra Asensio, Julia Tena y Andrea Peñalver (que, además, ejerce funciones de cámara y montaje) son los adolescentes que interpretan las pequeñas y ruidosas historias del cortometraje. Y todos ellos sufren irritabilidad. Y ansiedad. Y mal humor. Y angustia. Y dolores de cabeza. Y estrés. El ruido, a la postre, es el culpable. Nuestros héroes, sin embargo, dejarán atrás los ruidos del tráfico y de la actividad humana para sumergirse, de lleno, en la naturaleza, en pleno paraíso, en el exilio acústico, a respirar no solo un aire más limpio y fresco, sino, también, más silencioso, una sensación vigorizadora, apaciguadora.

   En el paraíso, desde luego, hay sonidos: el viento de los árboles, el romper de las olas, el golpeteo de un manantial, el grito aislado de una urraca que echa a volar desplegando su plumaje blanco y negro. Un suponer. Como el silencio del campo, como esas películas de Bergman, de Antonioni, de Bresson, que suceden en la agreste ruralidad en cualquier mañana de cualquier día. Ya saben aquello de que una mosca cuando suena en un silencio cómplice de la soledad parece un moscardón. Los ruidos naturales, en efecto, enfrentados a los martilleantes usos del progreso mal entendido, por el amor de dios. Cuando uno escucha lo que no quiere oír, cuando se empieza a dudar de lo real, cuando el principio de realidad nos da la espalda, el problema pasa a formar parte de la conciencia, de la identidad, de la actitud ante el mundo.

   La fuerza de la razón queda en suspenso cuando lo aleatorio se impone y se concede credibilidad a conjeturas con vocación de fantasía entre impostadas liturgias. Cualquier sombra de realidad es rechazada por la inercia de la enajenación, por el peso de la sucesión de desatinos que sumados provocan un aire asfixiante. El plano final de ‘Una historia de ruido’ es revelador: ese individuo pintado por Edvard Munch que se tapa los oídos con las dos manos, acaso para que no le taladren los tímpanos. Un fragor permanente de los escapes sin silenciador. Un grito. Un suponer.

   Ya dejó escritos Fray Luis de León unos versos que venían a reconocer, otro suponer, una temprana impresión: “¡Qué descansada vida / la del que huye del mundanal ruido / y sigue la escondida senda, por donde han ido / los pocos sabios que en el mundo han sido”. Ricardo Huerga suscribe esta idea del poeta y, en una sociedad desorientada por docenas de estímulos, escoge caminos poco transitados, alejados del ruido de la multitud. En una época marcada por las tertulias, él aboga por el silencio, por una fidelidad que se amplía y fija su manera de hacer a partir de sus hallazgos, sus logros, su mezcla de lo onírico con lo real.

   Es evidente que vivimos bajo el imperio de la palabrería y del ruido. Cuando permanecemos en silencio y quietud, un suponer, lo primero que descubrimos es que no nos gustamos. El silencio es la puerta de acceso a un nuevo modo de vida, a una existencia más plena y consciente, bálsamo contra el desasosiego de esta carrera sin meta que es nuestra vida en la noria sin fin del sistema capitalista. El silencio purifica y libera la mirada y nos permite hacernos cargo de la realidad. El silencio, en fin, se constituye en el centro geométrico de toda actividad intelectual y creativa.

   El cine de Ricardo Huerga es emoción, imagen, aura. Ya lo demostró en ‘Enredados’ (2013) y ‘Un minuto más’ (2014), sus trabajos anteriores. Ahora dirige otro delicado y honesto cortometraje, sencillo y a la vez profundo, que ahonda en algunos conceptos a los que se agarran los protagonistas, las raíces verdaderas que les permitan seguir viviendo el futuro en una soportable y suficiente armonía. Todo un ejemplo de buen hacer cinematográfico, conmovedor por su lirismo y esas imágenes oníricas tan perfectamente encajadas, que motivan y, en efecto, emocionan. La emoción del póquer, ya digo, precisa silencio. O un murmullo.

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