Solo se vive una vez (17)

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Por Don Quiterio

   Admirador de Luis Buñuel (y de Carl Theodor Dreyer, y de Robert Flaherty, y de Dziga Vertov, y de Walter Ruttmann, y de Jean Vigo, y de Charles Chaplin), y tan irónico como el maestro de Calanda, se tiene Manoel de Oliveira por otro creyente descreído.

   Su complejo cine de plano fijo y ritmo lento es alabado internacionalmente y en 2006 hace la réplica de ‘Belle de jour’ en ‘Belle toujours’, un tributo que retoma cuarenta años después los personajes de Catherine Deneuve (que asume, empero, Bulle Ogier) y Michel Piccoli (él mismo de nuevo), para un reencuentro en tres noches con aire de ‘Mi cena con André’ (Louis Malle, 1981). “Soy como Buñuel, otro creyente descreído”, decía. “Sin el catolicismo no existirían las películas de Buñuel”. Como el del turolense, el cine del portugués se caracteriza por su vitalidad, su modernidad, su mirada curiosa, juguetona, irónica, realizado por alguien que antes ha aprendido a leer mucho y bien. Oliveira, todo un asceta, conoce de primera mano el cine de Lumière, de Méliès, de Max Linder, y con ellos como referencia construye una obra absolutamente personal, en el sentido en que las personas siempre están en el centro de todo y la cultura los acompaña. Un cine humanista, de inspiración cristiana, concebido como arte y postura ética, donde la persona es lo que importa y el azar es la máscara del destino.

  Siempre tiene presente al filósofo Spinoza al filmar los impulsos y las fuerzas oscuras que dominan y manipulan los actos de los hombres libres. Tan libre se mostraba que, en 1982, rueda una película autobiográfica para que se viera después de su muerte, como un último desafío al tiempo. Con las décadas, Oliveira decide mantener fija la cámara, rodar con planos fijos, él que en su juventud apuesta por montajes rápidos: “Cuando empezó el cine, los Lumière querían dar movimiento a las fotografías, que son fijas. El asunto está en mover lo que está dentro del cuadro, no mover el cuadro. El tiempo no tiene movimiento, sino que el movimiento está dentro del tiempo. A mí me costó aprenderlo. ¿Tú mueves la cabeza a lo loco para mirar algo? No, las cosas se mueven delante de ti, y tú las sigues a veces en una panorámica. La técnica no pertenece a la expresión. Y el arte sí pertenece a la expresión, a la vida. El arte es pensamiento, imaginación, sentimiento”. Por eso su cine parece, en ocasiones, teatro filmado: “El teatro lo contiene todo. Da voz a la palabra, crea imagen, crea el momento. El cine existe como proceso audiovisual de fijación, el cine fija al teatro”.

  Oliveira comienza en el cine mudo, como Buñuel, pero la vida –la vida política portuguesa- lo lleva hacia otro lado durante cuarenta años. Cumplidos los sesenta, el director luso vuelve a empezar y desde entonces no para de trabajar. A casi una película por año, y a veces dos, es un cineasta incansable y prolífico. Akira Kurosawa dijo, más o menos, que un cineasta no está formado como tal hasta los sesenta y cinco años. No sabemos si Oliveira conocía esta cita pero lo cierto es que, desde que cumple los ochenta, rueda una película por año con una sensibilidad y una madurez fuera de lo común. Filmes a contracorriente, intelectualizados, superpoblados de diálogos y de ritmo pausado, insoportables sin paliativos para muchos, auténticas joyas para otros.

  Ha usado para sus filmes tanto autores clásicos como contemporáneos (Miguel de Cervantes, Luis de Camôes, Rodrigues de Freitas, Texeira de Pascoaes, Castelo Branco, Madame de la Fayette, Alvaro de Carvalhal, Paul Claudel, António Vieira, Eça de Queiroz, Agustina Bessa Luis, Vicente Sanches, José Régio) y aborda, sin tapujos, la inevitabilidad de la vida: “La búsqueda del amor absoluto solo es posible a través del acto simple de morir. Todos mis filmes muestran, de hecho, que todos los hombres entran en agonía en el momento en el que llegan al mundo. Soy un gran luchador contra la muerte. Pero la muerte acaba por llegar”. Oliveira ha muerto recientemente, con 106 años, el director más longevo de la historia del celuloide (debuta en 1931 con el documental ‘El Duero, trabajo fluvial’ y finaliza su carrera en 2014 con el mediometraje ‘El viejo de Belén’), pero algo dice que, en realidad, no ha hecho más que nacer. Como Buñuel.

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