El patrullero de la filmo: Vencedores y vencidos

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Por Don Quiterio

   A punto de cumplirse los cuarenta años de la muerte de Franco, ese hombre, el mundo de la cultura hace balance de aquel régimen en distintas manifestaciones. Ya nos prevenía José Sacristán en la película de José Luis Garci ‘Solos en la madrugada’ (1978) del peligro de que fuéramos a pasarnos otros cuarenta años hablando de los cuarenta años de franquismo. Un suponer.

    La exposición ’40 años con Franco’, abierta hasta finales de junio en los zaragozanos espacios de Montemuzo y los Morlanes, pretende dar a conocer qué significó la dictadura y exhibe la vida, sociedad, política y economía de la época, a través de imágenes, vestuarios, recreaciones, muebles y otros enseres, además de un recorrido por los principales acontecimientos, sucesos y personajes que los regularon. Una sala de cine recuerda la censura a la que estaban sometidas todas las películas o recupera sonidos de los famosos ‘Partes’. Una muestra comisariada por el turolense Julián Casanova, coordinador, al mismo tiempo, del libro colectivo del mismo título al que esta revista hace una extensa reseña en su sección literaria.

  De forma paralela, la filmoteca de Zaragoza ha programado un ciclo de proyecciones cinematográficas dedicadas al cine español de la época e introducidas por las imágenes del NO-DO. Serrano Suñer, en los primeros años de la dictadura de Franco, traza un plan de adoctrinamiento, propaganda y movilización social, que el dictador apoya mientras duran los éxitos militares de las potencias del eje. La voluntad de control de la opinión pública se manifiesta en la puesta en marcha de una extensa cadena de prensa del movimiento nacional, de una red de emisoras de radio y de los noticiarios documentales, el denominado NO-DO, de obligada proyección en todos los cines, como preámbulo a la película propiamente dicha. E irrumpe una nueva promoción de realizadores que comienza su andadura profesional o consolida el grueso de ella durante la posguerra. Es el caso de José Luis Sáenz de Heredia –que ya ha trabajado con Buñuel en Filmófono-, José Antonio Nieves Conde o Juan de Orduña, de los que la filmoteca ha rescatado ‘Raza’ (1941), ‘Surcos’ (1951) y ‘El último cuplé’ (1957), respectivamente. El ciclo se complementa con trabajos de Edgar Neville (‘Domingo de carnaval’), Luis García Berlanga (‘Bienvenido, míster Marshall’, ‘El verdugo’, ‘El sueño de la maestra’), Miguel Picazo (‘La tía Tula’) y Carlos Saura (‘La prima Angélica’).

  Basándose en un argumento de Jaime de Andrade, seudónimo del mismísimo Franco, “a su través”, escribe Agustín Sánchez Vidal, “recompone su propia genealogía familiar –y, con ella, la del alzamiento- replicando a una breve narración que su hermano Ramón había publicado en 1933 en la colección ‘La novela proletaria’, con el significativo título ‘Abel mató a Caín’. Se conservan, además, dos versiones de la película, ya que fue convenientemente maquillada en 1949. La original se titulaba ‘Raza’ y duraba 105 minutos. La segunda, ‘Espíritu de una raza’, quedaría reducida a 99 minutos. En un intento de acercamiento a los aliados, el propio Franco suprimió varios pasajes para borrar los elementos pronazis de la primera versión. Por ejemplo, todas las alusiones a Falange y los saludos con el brazo en alto. También se eliminaron los ataques a Estados Unidos, a la democracia y al liberalismo, subrayando en su lugar el anticomunismo”. En 1964, el mismo Sáenz de Heredia rueda el documental hagiográfico ‘Franco, ese hombre’, con música del turolense Antón García Abril, una superproducción para ratificar la campaña ’25 años de paz’. Tras esta biografía oficialista, curiosamente, la carrera del realizador, antes apreciable, inicia una decadencia estética irremediable.

  Con ‘Surcos’, José Antonio Nieves Conde siempre niega la inspiración neorrealista, “insistiendo”, vuelvo a Sánchez Vidal, “en que más bien se sentía asistido por el cine callejero del alemán Pabst o el arrabalero de los franceses Duvivier y Renoir. Pero, sobre todo, por la tradición realista española. No le faltaba razón al apelar a antecedentes literarios como ‘La busca’, de Pío Baroja, o fílmicos, como ‘La aldea maldita’ (1930), de Florián Rey, a cuyo rodaje en tierras segovianas había asistido cuando solo era un niño”. Esta historia de una familia de campesinos que emigra a la ciudad en busca de mejores oportunidades supone el primer intento del cine español en mostrar el ambiente de los suburbios. El filme, en cuyo guion colabora Gonzalo Torrente Ballester, resulta más generoso y bienintencionado que conseguido, debido a una suavización que pretende restar algo de su violencia al tema, y que Juan Antonio Bardem, en su momento, define como “explicación virgiliana del éxodo a la ciudad”. En cualquier caso, Nieves Conde consigue romper los rígidos moldes de cartón piedra sobre los que se sustenta el cine español. A pesar de la intervención, el ambiente realista y el humanismo que rezuma sientan ya un primer precedente de lo que poco después sería la obra de Bardem y Berlanga. Maltratado por la censura, los fracasos económicos condicionan enormemente la evolución de la carrera de Nieves Conde, y tiene que decantarse hacia un tipo de comedia con múltiples concesiones comerciales.

  Una de las películas de mayor permanencia en las carteleras españolas es la de Juan Orduña ‘El último cuplé’, con Sara Montiel –recién vuelta de Hollywood-, que sabe conjugar a un tiempo el romanticismo más simplón y el ‘revival’ inducido por la trilogía del austriaco Ernest Marischka ‘Sissi’, con esa heroína haciendo frente a todo tipo de complicaciones mediante dosis ingentes de candor, dulzura y vestidos de ensueño. Supone, en efecto, un éxito comercial espectacular donde los haya, propulsor de una vasta serie de imitaciones, como ‘La violetera’ (1958), también con la Montiel, o ‘¿Dónde vas, Alfonso XII?’ (1959), ambas dirigidas por Luis César Amadori. Fiel al esquema tan sobado en el franquismo de la artista que triunfa en su profesión y fracasa –como mujer- en el amor, la película recrea el ascenso, apogeo y caída de una atractiva cupletista, inspirada en la célebre figura de Raquel Meller, y le sirve al director para enlazar una serie de antiguos cuplés (‘Nena’, ‘Clavelitos’, ‘Valencia’) en una trama sentimental al alcance de la sensibilidad más populachera. Un director este Juan de Orduña fuertemente identificado con el régimen, con una obra cinematográfica llena de sorpresas y acaso mal estudiada.

  La victoria franquista de 1939 supone la represión y el exilio de profesionales muy valiosos relacionados con el cine. Quienes permanecen en España caen bajo el control de un conglomerado de muy variadas formulaciones burocráticas y dependencias ministeriales. Uno de ellos es Edgar Neville, de quien la filmoteca ha programado ‘Domingo de carnaval’ (1943), un ingenuo folletín, lleno de convencionalismos, con un guion carente de toda creatividad y con ciertos descuidos en la ambientación, pues a los responsables se les escapa algún edificio posterior a 1917 que distrae la evocación. Y es que la historia transcurre durante ese año, en el rastro madrileño, y allí se descubre el cuerpo sin vida de una vieja prestamista que vivía en un edificio de largos corredores, donde se mezcla una numerosa y variopinta vecindad. Hay que reconocer en Neville, no obstante, una filmografía plagada de obras realizadas a contracorriente, atípicas y singulares con respecto a la producción española de la época. Su cine, aunque inferior al soporte literario, recoge la tradición de la comedia americana –de Ernst Lubichts es un admirador acérrimo-, destacando su frescura y espontaneidad.

  Igual que hay un toque Lubichts, hay también un toque Berlanga. En la filmografía de Luis García Berlanga, los elementos desencadenantes del humor y el drama –aunque sin lágrimas- son los mismos: la uniforme, autoindulgente y esperpéntica personalidad de los españoles. La España de la leyenda negra, la de la guerra civil, la del desarrollismo, la del inasequible al desaliento, la del crucifijo y Torquemada, se encuentra expresada en sus películas con un realismo y una crueldad tan envolvente como la de las pinturas de Goya. Sin embargo, su tierna vena humorística equilibra la dureza de matices del pintor de Fuendetodos. Berlanga, a diferencia del aragonés, igualmente un historiador de su época, se filtra en la inocencia de los ciudadanos, en el espíritu de las almas cándidas y sencillas que hay en todos los rincones y en el ir y venir de los hombres y mujeres que pasan a nuestro lado. Su cine es como el de René Clair, pero con una brocha más genética, con una reflexión más comprensiva. ‘Bienvenido, míster Marshall (1952) y ‘El verdugo’ (1963) son dos buenos ejemplos. La filmoteca de Zaragoza también proyecta su cortometraje realizado en 2002 ‘El sueño de la maestra’.

  Monumental burla a la época y al aislamiento internacional de la España franquista, ‘Bienvienido, míster Marshall’ presenta a los habitantes de un pueblo soriano que se desviven (disfrazándose al más puro estilo andaluz) para recibir a las autoridades americanas que pasarán por allí para facilitar ayuda al país, dentro del llamado ‘plan Marshall’. La película conecta perfectamente con el costumbrismo crítico de carácter esperpéntico de su director y es producto casi fortuito de un encargo que tenía características muy diferentes. Se trata de ‘fabricar’ una película para que una estrella del cante, Lolita Sevilla, además de actuar, cante un mínimo de cinco canciones. El resultado es que los guionistas –Juan Antonio Bardem, el propio Berlanga y el mítico escritor pionero del teatro del absurdo Miguel Mihura- cumplen el requisito y el director se atiene a lo acordado. Lo curioso de todo esto es que, en vez de salir una película folclórica más, sale una pieza capital del cine español. Once años más tarde, después de rodar sucesivamente ‘Novio a la vista’, ‘Calabuch’, ‘Los jueves, milagro’, ‘Plácido’ y el episodio ‘La muerte y el leñador’ (del filme colectivo ‘Las cuatro verdades’), Berlanga se enfrenta a su filme más ácido, ‘El verdugo’, una demostración de cómo un hombre, incapaz de matar a una mosca, se ve obligado a casarse con la hija de, esto es, un verdugo y, para conservar el piso, convertirse, a su vez, en ejecutor de la justicia. Las imposiciones sociales, ay, obligan al individuo a actuar contras sus convicciones profundas. El protagonista es el más genuino representante del mundo de Berlanga, el ejemplo más palmario de un hombre coaccionado y chantajeado por la sociedad.

  Por su parte, ‘La tía Tula’ (1964), de Miguel Picazo, se basa, según sugerencia del italiano Marco Ferreri, en la novela homónima de Miguel de Unamuno, en torno a la vida cotidiana de una solterona de provincias, y significa uno de los grandes clásicos del cine español y la obra maestra de su director. Estamos ante un estremecedor retrato de uno de los aspectos más sombríos del franquismo, la feroz represión sexual, servido por una planificación austera, sin concesiones, en la que el director muestra, más allá de una absoluta comprensión de los caracteres y de su drama interior, un singular talento y seguridad –poco frecuentes en un director novel- en el desarrollo de una línea dramática monocorde pero de gran intensidad, una precisión de orfebre en el tratamiento de escenarios y ambientes, y un penetrante sentido de la dirección de actores. Pero el primer gran acierto de este gran filme es superar el original esquema unamuniano –la caricatura de un cierto tipo de mujer española intolerante y posesiva a ultranza- para ahondar en la sustancia humana del personaje de Tula –impagables las escenas del quehacer cotidiano en la casa, las discusiones con el párroco o la fiesta de la despedida de soltera- y acercarlo todo lo posible al espectador a través de un análisis extremadamente riguroso y lúcido de su sicología, su entorno, sus grandes defectos y sus grandes virtudes.

  Como broche a este ciclo del cine español en la época franquista, por supuesto, no podía faltar el oscense Carlos Saura, del que se programa ‘La prima Angélica’ (1973), la historia de un hombre maduro que, con motivo de un viaje, recuerda episodios de su infancia durante la guerra civil. Contemporáneo de los movimientos renovadores que el cine vive durante la década de 1960, Saura aporta una visión crítica (y a veces críptica) de la historia española de su tiempo, que merece el éxito internacional que ningún director español obtiene hasta entonces. Obsesionado por las huellas de la guerra civil, sus películas sortean las limitaciones de expresión que se sufren en España y crea una poética muy personal en la que los símbolos y las sugerencias se entremezclan con un tímido surrealismo heredado de Luis Buñuel.

  Saura, por decirlo otra vez (y terminar) con Sánchez Vidal, “ya había ido trazando un itinerario muy preciso a la hora de lidiar con los fantasmas de la tribu en ‘El jardín de las delicias’ (1970) y ‘Ana y los lobos’ (1972). Pero será ‘La prima Angélica’ la que suponga una verdadera prueba de fuego para la política aperturista del ministro Pío Cabanillas, sobre todo tras conseguir el premio especial del jurado en el festival de Cannes. Era la primera película española donde la guerra civil se presentaba sin ambalages desde el punto de vista de los vencidos, junto a sus secuelas de todo orden. Y las escenas en las que el falangista Anselmo aparecía con el brazo enyesado en la posición del saludo fascista provocaron una feroz campaña en la prensa franquista e innumerables incidentes, bombas incluidas. Esto hizo que el público abarrotara las salas, en lo que tenía mucho de afirmación política, continuada en 1975 por ‘Cría cuervos’. A pesar de su intimismo, se iniciaba, premonitoriamente, con la muerte del padre militar que la niña protagonista creía haber envenenado”.

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