Cosas de familia.-La obra maestra despreciada

154Cine-Uson-Man_who_knew_too_much_(1956)
Por Fernando Usón Forniés

Desde que vi por primera vez la segunda versión de THE MAN WHO KNEW TOO MUCH (El hombre que sabía demasiado, 1956) con motivo de su “resurrección” dentro del ciclo “Lo esencial de Hitchcock” siempre la he tenido por una de las cimas del arte del maestro; y cada nueva visión no hace más que afianzarme en dicha valoración, siempre al alza, hasta hacerla figurar entre sus cuatro o cinco mejores películas, nada menos.

Y sin embargo, es tal vez uno de los títulos del cineasta que más rechazo provoca, incluso entre sus admiradores. Las razones que se suelen esgrimir para su denostación, dejando de lado la deficiencia de ciertas transparencias (lo que nadie le reprocha a otras muchas películas clásicas que no son de Hitchcock), son fundamentalmente tres: la presencia de Doris Day, su supuesta defensa de los valores americanos y su aún más supuesta visión domesticada de la familia. Vayamos por partes:

  1. Doris Day. Muchos aficionados de mi generación le cogimos tirria a la actriz por lo que su persona mediática de los años sesenta y setenta representaba de lo más repelente de la sociedad yanqui. Pero durante los cincuenta no era todavía “la actriz americana”, sino una solvente intérprete, que no desentonaba en las películas en que participaba. Sólo los prejuicios han hecho a muchos arremeter contra ella, y no contra, digamos, la Ruth Roman de STRANGERS ON A TRAIN, de la que Hitchcock se declaró a Truffaut profundamente insatisfecho, o contra los dos peores intérpretes de un film del cineasta, los Julie Andrews y Paul Newman de TORN CURTAIN. Y está claro que sólo los prejuicios han impedido reconocer que Day en THE MAN WHO KNEW TOO MUCH brindó en cambio un trabajo extraordinario, siempre con el tono y la intensidad adecuados, sin duda el mejor de su carrera…, y muy superior al de Edna Best, su correlato en la versión inglesa.
  1. La familia americana. Tal vez por la simbología posterior de Doris Day o tal vez por una línea de diálogo poco afortunada que reza “ya saben cómo reaccionan los americanos cuando les roban a sus hijos” (sic), el film ha sido entendido poco menos que como una glosa de la familia americana. Aplicando la regla de tres, la versión de 1934 lo sería de la familia británica… No comment. Lo cierto es que THE MAN WHO KNEW TOO MUCH, una película de reparto internacional, donde los papeles relevantes salvo los de los McKenna fueron encarnados por europeos (sobre todo británicos, pero también franceses y hasta un austriaco y un danés), es precisamente todo lo contrario, al mostrar a Ben, en particular, como un prepotente, y a la pareja al alimón, tan orgullosamente americana, como unos paletos empedernidos. Bastarían para corroborarlo los apuros de Ben en el restaurante marroquí para sentarse y para comer el pollo, o los berridos con que Jo canta el célebre “Qué será, será” ante una audiencia que intercambia miradas de estupor. Pero es que son continuas las secuencias, una detrás de otra, en las que sus acompañantes, sean personajes secundarios o episódicos, los miran con asombro o incomodidad ante sus salidas de tono: los Drayton, los taxidermistas, los amigos de Jo, los feligreses, etc. ¡Si hasta para fugarse de la iglesia Ben tiene que montar el numerito colgándose de la campana y alarmando así a todo el vecindario! Hitchcock, en realidad, pone en evidencia toda la vulgaridad del americano medio, aún más palpable fuera de su ambiente.

y 3. La familia, sin más. Pretender que, porque unos padres intenten recuperar a su hijo secuestrado, se están cantando las maravillas de la institución familiar resulta bastante artero. Pues lo que el film registra es, primero, una reacción comprensible, y luego, más profundamente, los deseos desesperados por recuperar un equilibrio perdido que ya se tambaleaba desde el inicio. Cierto, Jo no es la típica “terrible madre hitchcockiana”, pero esto sólo puede decepcionar a los más cerriles defensores de la politique des auteurs que piensen que un director siempre debe dar la misma e inamovible visión de las cosas…; lo que, por fortuna, los grandes cineastas, siempre libres y abiertos, no suelen hacer. Teniendo en cuenta que los McKenna no son una familia disfuncional, la visión que de la institución da aquí Hitchcock es tan insidiosa como cabía esperar de él, pues se asienta sobre relaciones de dominio, celos y competencia.

Dominio. Ben no sólo ha obligado a Jo a dejar su carrera, toma las decisiones y hasta la medica, sino que son numerosos los planos en los que figura en la parte alta del encuadre, empequeñeciendo a la mujer, que muchas veces aparece sentada o tumbada. El más cómico de los momentos es, sin duda, el intercambio de sitios en el restaurante, con Jo avasallada por las larguísimas piernas de Ben. El más intenso y emotivo, aquel en que Ben, tras comunicarle el secuestro de Hank, sujeta a Jo sobre la cama. El más ambiguo, aquel en que la sombra de Ben se proyecta junto al reflejo de Jo quejosa. ¡Y son abundantes los planos en que Ben posa su mano sobre el hombro de Jo, como poseyéndola!

Celos. Cuando, en una secuencia magistral, Hank y Jo cantan, sin música orquestal, el celebérrimo “Qué será, será” (ella es cantante retirada… por Ben), justo cuando Hank llega a la línea “I asked my mother / Pregunté a mi madre”, Jo se vuelve guasona hacia Ben; Ben replica, tras el inmediato y no menos célebre “What will I be? / ¿Qué seré?”, con una sonrisa circunstancial, “Será un gran médico” (como él); y al plano de Ben solo, ajustándose la corbata, de iluminación mortecina, sucede uno compartido por madre e hijo, muy prolongado, con la cámara siguiendo musicalmente sus evoluciones mientras tararean y bailan la melodía, revelando por tanto la complicidad y cariño que hay entre los dos. Esta sensación de Ben de estar en un segundo plano quedará más explícita en la magistral (también) conversación con Hank desde el aeropuerto. Y qué decir del inexplicable demorarse de Ben en comunicar a Jo el secuestro de Hank, que parece apuntar a justo lo contrario, es decir, a una materialización de un deseo siniestro de librarse del retoño para disfrutar de su mujer para él solito: nótese que el primer gesto de Ben con Jo tras conocer el secuestro es posar la mano sobre el hombro de su mujer. Eso, por no hablar de las corrientes agazapadas en la relación de la pareja con Louis Bernard: la mirada de Jo a Louis en la terraza del hotel es de indudable coquetería (y la luz de Burks ayuda lo suyo), y la reacción de Ben al descubrir que Bernard les ha dado plantón, aparentemente por una cita amorosa, es pedirle explicaciones ¡por considerarlo un desplante hacia su esposa!

Y competencia. Toda la estructura del guión de THE MAN WHO KNEW TOO MUCH está encaminada a mostrar la competencia entre los dos cónyuges, desde sus referencias a Hank a, sobre todo, la pugna por llevar la iniciativa en su rescate. Por ello, algo inhabitual en Hitchcock, el protagonismo se encuentra repartido a partes iguales, pues aunque Ben intenta mantener a Jo apartada de las pesquisas, ella aprovecha las ausencias de él para llevar la voz cantante (valga la ironía): Ben va al taxidermista y luego Jo a la capilla; Ben se queda en la capilla y Jo marcha al Albert Hall. Sólo al final, en la embajada, el matrimonio trabajará en equipo desde el principio.

Creo que estos ejemplos bastan para negar los supuestos defectos de THE MAN WHO KNEW TOO MUCH. Pero es que, además, este resplandeciente film, que disfruta del concurso de tantos de los mejores colaboradores del director (James Stewart, Robert Burks, Richard Mueller, Bernard Herrmann, John Michael Hayes, George Tomasini) es nada menos que el todo Hitchcock, a buen seguro su film más representativo. Está todo: la ironía; la aventura; el azar y el complot; la culpa y la traición; el doble y lo siniestro; los deseos recónditos, tantas veces censurados; los pasmosos morceaux de bravure… Y cómo un Hitchcok pleno que es, lo que impulsa la trama no es el consabido McGuffin, sino potentes corrientes subterráneas. En este sentido es fundamental el papel de los Drayton, cuyos equivalentes en la competente primera versión carecían de su potencia y significación secretas…, amén de ser unos malvados tirando al cartón piedra (véase el narcisista Peter Lorre, al que Bernard Miles superó con creces). Matrimonio como los McKenna, los Drayton funcionan como su doble siniestro. Son, de hecho, abundantes los planos en Marrakech donde se los retrata como si fueran el reflejo especular de los americanos, mujer con mujer y hombre con hombre; y en especial en la secuencia del restaurante, donde para exponer la idea más contundentemente, el director utiliza planos y contraplanos totalmente frontales, sin angular lo más mínimo como habría dispuesto la gramática convencional en una escena de conversación. Todavía más, hacia la mitad del film hay un punto de inflexión formal, sorprendente e inesperado, que sugiere que todo pivota en realidad en torno a un deseo oculto: en la capilla, en la primera aparición en Londres de Mrs. Drayton (inolvidable Brenda McKenzie), esta mira directamente a cámara. No hay ningún plano igual en todo el film, aunque haya otras dos miradas al objetivo (otra de Mrs. Drayton y una más, significativamente, de Rien, doble de los dobles), pues no responde a un plano subjetivo de los McKenna, sino que la mirada se dirige directamente al espectador, interpelándolo sin intermediarios. Y es que, si Jo le revela a Ben en el mercado de Marrakech su deseo de volver a ser madre, Mrs. Drayton, sin que el diálogo diga nada al respecto, parece estar acuciada por el mismo anhelo de maternidad: véase su trato amable y hasta cariñoso con Hank; o sobre todo, cómo repite en variadas ocasiones ese mismo gesto de Ben poseyendo a Jo, posando su brazo sobre los hombros de Hank.

Y aun con toda su representatividad, THE MAN WHO KNEW TOO MUCH ocupa un lugar único en la obra de su autor y del cine entero, al presentar un milagroso equilibrio, casi de funámbulo, entre lo cómico y lo dramático, lo serio y lo paródico, la sorna y la magia, consiguiendo una mirada inédita sobre sus atolondrados personajes, que pasa sin solución de continuidad de lo cómplice a lo irrisorio; que registra, despiadadamente pero sin regodearse, su propensión al cretinismo (a veces llegan a parecer auténticos turulatos), a la vez que muestra solidaridad con sus sentimientos más sinceros (como en el inolvidable colapso moral que sufre Jo en pleno concierto). Y cuanto más dramática es la situación, más paródica se hace la mirada. ¿Tal vez estos perpetuos contrastes de humor han influido en el rechazo que les inspira a algunos el film? ¿O su visión sutilmente sardónica de la vida? ¿O su premeditada indefinición? Pues, ¿es una película de aventuras, de espías, o una comedia? Así, el film oscila continuamente y con facilidad pasmosa de un polo a otro, a veces en un único plano: muchas escenas pueden empezar misteriosa, para acabar cómicamente (la escena del taxidermista; la misma del Albert Hall, donde tras el clímax dramático tanto Ben como Jo, reclamando protagonismo, hablan con los que les rodean casi como quien da una entrevista a la televisión), mientras otras siguen el camino inverso (como cuando Ben comunica a Jo el secuestro de Hank, o como en esa mágica transición desde el cantar de Jo en la velada de la embajada a los planos sobre los pasillos vacíos, mientras su voz se transforma en un eco lejano y poético).

Habría mucho más que hablar sobre esta película inagotable: sobre sus contundentes golpes de humor (a destacar los amigos de Jo abandonados en la habitación del hotel); sobre su antológico uso del color (esa muerte de azul, o esas malvadas de amarillo, o…); sobre su osada utilización del sonido (ese avión que despega en off enervando al espectador, la carencia de diálogos en el clímax del Albert Hall…); sobre su caracterización de los malvados, los cuales, como gang, son la culminación del cine de Hitchcock, muy superiores, como todo, a los del original (son inolvidables la expresión de Mrs. Drayton al escuchar las notas fatídicas o la mirada de Rien al ver seguir a su compinche la cantata en la partitura); sobre su poder de sugerencia, que lanza al film a terrenos insospechados (como esas flores que tapizan el lecho de Jo, o como los cortinajes rojos de la última parte del film, o como los misteriosos pasillos de la embajada…); sobre su capacidad autorreflexiva (como la deconstrucción del método del suspense que propone la escena del taxidermista, o el estancamiento de la trama que supone el comienzo del concierto en el Albert Hall y que le permite a Hitch tomar impulso para alcanzar, desde cero, uno de los más intensos clímax de su obra y de toda la historia del cine…). Etc., etc., etc.

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