‘El día que el Zaragoza fuimos todos’, mediometraje documental de Borja Echeverría

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Por Don Quiterio

   Cuando Eduardo Galeano dijo aquello de que “en la vida un hombre puede cambiar de mujer, de partido político o de religión, pero no de equipo de fútbol”, tal vez exageraba. O tal vez no.

    Si los buenos recuerdos ayudan a vivir, la existencia transcurre, ya lo sabemos, demasiado deprisa. Cuando intentamos comprender -o analizar- lo que hemos vivido, el presente se ha esfumado y forma parte ya de un pasado irrecuperable. Siempre es demasiado tarde. Y el ejercicio de la nostalgia, muchas veces, puede resultar peligroso. Ya lo sentenció Gibran: “La vida no se entretiene con el pasado, ni se recuesta en el ayer”.

  También dicen que el cielo, materia intangible, se hizo tangible para el Real Zaragoza en la noche estrellada de París del diez de mayo de 1995. Esa noche, ahora hace veinte años, el equipo de fútbol de esta ciudad inmortal conquistó la recopa europea ante el Arsenal. Y el cineasta zaragozano Borja Echeverría ha dirigido para la ocasión ‘El día que el Zaragoza fuimos todos’ (2015), un tan esforzado como melifluo mediometraje documental que dura el primer tiempo de un partido y rememora el épico triunfo. Un triunfo que se convierte también en un techo, al iniciar el equipo, entonces entrenado por Víctor Fernández, una decadencia que quedará sellada poco después con la destitución del técnico aragonés. O sea, como aquella exitosa película de la posguerra española dirigida por Juan de Orduña: la ascensión, apogeo y declive de una cupletista interpretada, en su vuelta de Hollywood, por Sara Montiel.

  Borja Echeverría –recuerden su comedia ‘¡Qué pelo más guay!’- ya realiza un año antes otro documento deportivo referente a la final de la copa de Europa de 1974 entre el Atlético y el Bayern, y ahora en ‘El día que el Zaragoza fuimos todos’ pretende mostrar, según sus palabras, “un mosaico de sensaciones y sentimientos que todos llevamos en el recuerdo”, el regreso del club a lo más alto del continente, algo que no sucedía desde que los llamados ‘magníficos’ hicieron historia en la copa de Ferias.

  Para ello cuenta con el testimonio de muchos de los protagonistas de aquella hazaña, como los Aguado, Aragón, Belsué, Cáceres, Cedrún, Celada, Esnáider, García Sanjuán, Juanmi, Gay, Higuera, Pardeza, Loreto, Poyet, Solana o, finalmente, Nayim, el héroe, el que dibujó con su zapatazo la parábola mágica e imposible. “Había miles de personas que empujaban conmigo el balón”, declararía, feliz pero sereno, Mohamed Alí Amar, alias Nayim o Yiyi, en una frase que se hizo inmortal, como la ciudad a la que representaba. Alá, ya saben, es grande, porque ese gol victorioso no se puede explicar más que con palabras preñadas en su significado de misterio, de magia, de influencias acaso divinas.

  Son los testimonios tras los que se ensambla el relato, a los que acompañan personalidades del deporte, el periodismo o la cultura en general, entre ellos los hermanos Arcega, José Domingo Castaño, Gaspar Rosety, Paco Grande, Paco González, Manolo Lama, Christian Lapetra, Paco Ortiz Remacha, Alejandro Lucea, Salvador Asensio, José Antonio Martín ‘Petón’, Luis Alegre, José Luis Melero o Magdalena Lasala. Y mientras todos ellos hacen ejercicios de nostalgia, al otro lado del muro está la vida, la gente paseando por las calles, la juventud doblando las esquinas, los tragos en las mesas, la música en los bares, las monedas rodando por las manos, el corre-corre de las oficinas, la noticia caliente, la cerveza fría.

  Y está además la lluvia, la sorpresa, los cantos de sirena, los encuentros y las despedidas, eso que hemos dado en llamar vida. Por eso me emociono al escuchar un trino lejano, pero me vuelvo mineral ante una retahíla de vientos y miles de muertos en ese mar que creíamos era de la cultura, de los cineastas, de los poetas y de las sirenas. La realidad construida por nuestro cerebro va delante de nosotros y en esa autonomía es donde nos retratamos. Debemos combatir los impulsos más proteccionistas de nuestro propio cerebro para analizar –o comprender- lo que nos circunda con otra alternativa diagnóstica. Hay que recelar del realismo chato si el artista no interviene y transforma esa realidad.

  Es un mero acto reflejo de un cerebro que puede ser reemplazado por un disco duro. Es la humanidad, el error, la circunstancia la que nos emociona del arte más allá del laberinto. Es el ejercicio de la nostalgia fomentado por la redondez de la efeméride (dos décadas, cuatro lustros). Si los buenos recuerdos ayudan a vivir, en el fútbol reafirman la esperanza y la identidad colectivas una vitrina de trofeos, entre ellos aquella recopa que carga de energía el añorado pasado, el duro presente y el incierto futuro.

  Desde aquella final ganada en el ‘Parque de los príncipes’, el Zaragoza ha sufrido un brutal deterioro deportivo e institucional trufado de ciertos culpables. Siempre, en cualquier caso, nos quedará París. O Candanchú. O, simplemente, el ‘Heraldo de Aragón’…

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