Los estrenos en los cines: ‘¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?’

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Por Don Quiterio

  Llueve constante y profundamente. Lo que empieza siendo un simple recurso escénico, para conseguir atmósfera, termina convirtiéndose en un memorable símbolo de la decadencia humana y la ruina de ese proceso monstruoso donde sucumbe la esencia de la naturaleza humana.

    En la azotea, bajo el aguacero incesante, tras salvar la vida del que debía ser su liquidador, el último replicante, testigo de prodigios cósmicos irrepetibles, pronuncia una funesta despedida cargada de poesía: “Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…”. 

  El tardío estreno en cines del montaje definitivo de ‘Blade runner’, llevado a cabo por el propio Ridley Scott, hace justicia a una obra importante de la ficción científica que fue maltratada en su momento, allá por el año 1982. Gran parte de la culpa la tuvo el estudio Warner y el productor norteamericano Michael Deeley en la sala de edición, eliminando escenas claves para su comprensión e imponiendo un idílico final totalmente fuera de lugar. De aquella versión, pues, supimos, con el tiempo, que estaba manipulada e incompleta. 

  En Zaragoza se estrenó en el antiguo cine Palafox y recuerdo que las sesiones, entonces, eran aquellas míticas del “5-7-9-11”. Fui, un día cualquiera, a la primera sesión y me quedé, obnubilado, hasta la última. Tenía el arriba firmante diecinueve años como diecinueve soles, y me sentí como un replicante más al verla, en un mundo tecnocrático y sistematizado. Entré acompañado de una chica y salí solo. Esa mujer, siempre que la veo, me repite que la abandoné por una “marcianada”. Mi historia con el maldito cine, como ven, siempre ha ido ligada a los desencuentros amorosos. 

  Sea como fuere, el cineasta británico hizo una muestra de ciencia ficción adelantada a su época, y ha influido, y mucho, en toda la producción posterior del género en su modalidad distópica. Sobre la novela de Philip Kendrick Dick ‘¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?’, reelaborada en el guion por Hampton Fancher y David Webb Peoples, ‘Blade runner’ sucede a principios del siglo veintiuno en una ciudad de Los Ángeles desolada e iluminada por el neón, con calles atestadas de gente y una incesante lluvia contaminante. Allí es reclutado un detective privado para acabar con varios robots –los replicantes- que han escapado del control, virtualmente idénticos al hombre, pero superiores a él en fuerza y agilidad. 

  Si bien el aparatoso andamiaje esteticista de Scott se impone al resultado final, personajes e historia incluidos, y amalgama influencias que van desde ‘Metrópolis’ hasta ‘The long tomorrow’, pasando por la arquitectura maya, la opresiva ambientación futurista mezcla bien con la estructura de cine negro y la reflexión acerca de la relación entre criatura y creador, resumida en la atmosférica e impresionante escena entre Harrison Ford y Rutger Hauer en la cumbre del edificio Bradbury, cuestionando el papel de la ciencia como nueva religión para las sociedades posmodernas. La envolvente música de Vangelis, la claustrofóbica fotografía de Jordan Cronenweth y los efectos especiales de Douglas Trumbull hacen el resto. Un filme de culto que hay que ver. 

  Pero me ciño ya a los estrenos de reciente producción, que parezco un nostálgico de pacotilla, caramba. Empiezo, demonios, con el cine norteamericano, que viene representado por la estruendosa ‘Cenicienta’ (Kenneth Branagh), fantasía romántica basada en el cuento de Charles Perrault, de una cursilería barroca, densa, que neutraliza la ligereza del original; la discreta ‘Focus’ (Glenn Ficarra, John Requa), sobre el mundo de los timadores de altos vuelos en una mezcla de relato de intriga y comedia romántica, a la manera de la película argentina de Fabián Bielinsky ‘Nueve reinas’; la atronadora ‘A todo gas 7’ (James Wan), nueva secuela de gasolina en bruto en la que se rinde homenaje al fallecido actor Paul Walker en la ‘pole position’, un producto de acción hueco cuya pretendida velocidad no se contradice con la aburrida trama de zarandeo, donde todas las secuencias pretenden ser el colmo de la aceleración; la lamentable ‘Insurgente’ (Robert Schwentke), segundo capítulo de la saga basada en los libros de Veronica Roth en una triste combinación de acción, comedia, romance y ficción científica para público juvenil; la eficaz acción vengantiva ‘Una noche para sobrevivir’, del catalán Jaume Collet-Serra, en su tercera colaboración con Liam Neeson y desarrollada en un avión, donde la traición, el desencanto y la redención hacen sus actas de presencia, como en el Sam Mendes de ‘Camino a la perdición’; la discutible ‘La sombra del actor’ (Barry Levinson), según la novela de Philip Roth ‘La humillación’, un vehículo para el lucimiento histrión de Al Pacino, aquí un sexagenario actor teatral que pierde su talento interpretativo cuando representa ‘Macbeth’, hecho que le sume en una depresión de caballo; o la bochornosa ‘Superpoli en Las Vegas’ (Andy Fickman), continuación de la ya chapucera ‘Superpoli de centro comercial’, repleta de chistes patéticos que producen vergüenza ajena. 

  Las coproducciones vienen representadas por la anglonorteamericana ‘El nuevo exótico hotel Marigold’ (John Madden), una discreta extensión del filme realizado en 2011 con el mismo equipo y la incorporación de Richard Gere y David Strathairn, pura fotocopia sobre las bondades de la tercera edad reflejada en el encanto de Oriente, con más presupuesto; la germanoisraelí ‘La fiesta de despedida’, dirigida al alimón por Sharon Maymon y Tal Granit, una especie de tragicomedia que trata el tema de la eutanasia desde unos postulados dignos y enormemente comprometidos, sin caer en el melodrama facilón, sin tesis, aunque con un guion excesivamente previsible; la turcoaustraliana con Estados Unidos ‘El maestro del agua’, el debut de Russell Crowe tras la cámara, la historia de un granjero de Sidney que viaja a Estambul para descubrir qué ha pasado con sus hijos, desaparecidos en la batalla de Galípoli, en una fallida mezcla de aventura, melodrama familiar, relato bélico y sensiblera historia de amor, sin estilo ni emoción; la hispanoargentina ‘Sexo fácil, películas tristes’ (Alejo Flah), floja comedia romántica, en exceso recitada, con el sempiterno chico conoce chica, chico pierde chica y chico recupera chica; la italofrancesa ‘El capital humano’ (Paolo Virzi), inclemente retrato coral según la novela homónima del escritor y crítico cinematográfico Stephen Amidon, en el que la muerte de un ciclista es el funcional resorte narrativo para indagar en una sociedad actual dominada por financieros sin escrúpulos y arribistas más bien incautos que se dejan seducir por el anhelo de escalar socialmente; la anglonorteamericana ‘La dama de oro’ (Simon Curtis), tramposo y maniqueo relato narrado en tres tiempos y sus correspondientes flashbacks, la historia de una mujer judía austriaca que tuvo que salir de Viena por el asedio nazi durante la segunda guerra mundial y que vuelve para exigir su patrimonio, entre el que se encuentra un cuadro de Gustav Klimt; o la también anglonorteamericana ‘Mortdecai’ (David Koepp), un cóctel de difícil digestión, bastante absurdo y delirante, entre la comedia de acción, la intriga detectivesca y la película de atracos, según la novela negra de Kyril Bonfiglioli y Craig Brown, la historia de un lord inglés desesperado por encontrar una pintura de Goya, en la que se encuentra una inscripción del número secreto de una cuenta bancaria. 

  Una producción china es ‘El último lobo’, del francés Jean-Jacques Annaud, basada en la novela autobiográfica de Lü Jiamin, escrita bajo el seudónimo de Jiang Rong, una estimulante epopeya apoyada en fábula ecologista en torno a una manada de cánidos en la estepa de la Mongolia china, que hubiera sido la delicia de Félix Rodríguez de la Fuente. No hagan caso de Hitchcock cuando aconsejaba evitar, en la medida de los posible (y no necesariamente por este orden), a los niños, a Charles Laughton y a los animales. Cuando la primavera se convierte en un infierno, sigue la matanza de animales. Y otra producción que relaciona al hombre con la naturaleza es ‘Aguas tranquilas’, de la japonesa Naomi Kawase, un cine que traspasa la lógica comercial y hace de cada imagen una obra poética, instalándose en el centro de saberes y sentimientos ancestrales para contar lo más íntimo a través de la pantalla. Las tempestades y la soledad, la angustia y el deseo, las epifanías que marcan la existencia: la muerte, el paso del tiempo, la irrupción del amor adolescente, la pérdida y la renuncia. Un espectáculo visual en el que cada escena está marcada por una belleza tan contenida como intensa. 

  El cine francés siempre es bienvenido: ‘La historia de Marie Heurtin’ (Jean-Pierre Améris), agridulce descenso al mundo del silencio de una joven sorda y ciega a finales del siglo diecinueve, como una versión más bien blanda de ‘Obsesión’ (Douglas Sirk, 1953) o ‘El milagro de Ana Sullivan’ (Arthur Penn, 1962), pero con una plástica delicada, rica en tonos grises y azules; ‘Regreso a Ítaca’ (Laurent  Cantet), una inteligente historia social y radiografía del fracaso del régimen castrista interpretada por cinco cubanos que se reúnen en una azotea para intercambiar recuerdos y sueños de juventud, según una novela de Leonardo Padura, también coguionista; ‘Girlhood’ (Céline Sciamma), excelente retrato de cuatro muchachas de raza negra de la periferia parisina; o ‘La familia Bélier’ (Eric Lartigau), floja pero simpática comedia de una joven de provincias que aspira a triunfar como cantante, pero de ella depende su familia sordomuda para comunicarse con el mundo. 

  Desde España llegan ‘Felices 140’ (Gracia Querejeta), película generacional concerniente a un premio multimillonario, tan desigual como eficaz,  a medio camino entre el drama, la comedia negra y la tragedia, una reflexión sobre las mezquindades humanas, las ambiciones, las amistades, las traiciones, las debilidades, a la manera del Kasdan de ‘Reencuentro’ o el Brannagh de ‘Los amigos de Peter’, pero con  un guion totalmente descompensado y un descafeinado suspense final, en el que a veces se impone lo caricaturesco, a todas luces innecesario; ‘Murieron por encima de sus posibilidades’ (Isaki Lacuesta), una comedia negra llevada al límite, con cierta tendencia al toque gore y un aire sumamente rompedor, en torno al secuestro del presidente del banco Central perpetrado por cinco individuos a los que la crisis económica ha abonado a una situación límite; o ‘Cómo sobrevivir a una despedida’ (Manuela Moreno), una desastrosa comedia enmarcada en el subgénero juerga de colegas, aquí una despedida de soltera en las Canarias. Inenarrable. 

  El cine de animación está de enhorabuena con ‘La oveja Shaun’, de los británicos Mark Burton y Richard Storzack, una sencilla e ingeniosa historia de plastilina elaborada a partir de la serie televisiva de 2007, sin recurrir a la palabra, con buenos gags físicos y de estilo clásico, para las delicias de los más pequeños (y grandes, pues no solo es papilla para niños), entre ellos mi hija, que se lo pasó pipa, sobre todo con un par de secuencias brillantes como la del restaurante al que acude el rebaño con sus mejores galas… humanas, o una fiesta que se montan tres cerditos  de la granja que no son los del cuento precisamente. 

  También los documentales tienen su hueco: el estadounidense ‘Citizenfour’ (Laura Poitras), que narra la odisea del informático Edward Snowden, acusado de violar la ley de espionaje, acaso perjudicado por un exceso de información, pero siempre serio y riguroso, que recuerda a los thrillers políticos conspirativos del estilo de ‘Todos los hombres del presidente’ (1976), de Alan Pakula; o el también norteamericano ‘Montage of Heck’ (Brett Morgen), un viaje puro y visceral por la vida de Kurt Cobain y su carrera con Nirvana a través de sus vídeos caseros, grabaciones, obras de arte, fotografías y diarios, que también incluye una entrevista exclusiva con el realizador de este documento musical, en la que habla del proceso de rodaje y el acceso al archivo del protagonista y a sus familiares y amigos;

  Calan unas películas. Incluso constante y profundamente. Otras solo salpican, resbalan, sobran. Y el último replicante, bajo un aguacero incesante, pronuncia una funesta despedida cargada de poesía: “Todos esos momentos se perderán en el tiempo, como lágrimas en la lluvia…”.

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