Y Dios creó… la mujer


Por Don Quiterio

El buen cine no tiene sexo, ni siquiera género, pero cuando lo realiza una mujer siempre será bautizado como cine femenino. Y se le asignan rasgos idiosincrásicos que lo cargan de un punto exótico.

El espectro en camisón de “lo femenino” en cine se convierte en una antigualla más bien risible, como el fantasma de Canterville. Creer que esa denominación nos ayudará a entender mejor unas obras, de mayor o menor calado, me parece, cuando menos, una equivocación, porque suena un punto ridículo y hasta absurdo.

Casi sesenta proyecciones ha presentado la muestra internacional de cine realizado por mujeres, celebrada recientemente en Zaragoza en su decimoquinta edición, un certamen que ha abogado por el maridaje entre feminismo y cine como una herramienta más de conocimiento y transformación social, con una variopinta temática y de géneros dividida en cinco ciclos entre largometrajes, documentales, cortos y vídeos de un minuto. Sin embargo, no existe un cine femenino, a efectos críticos, pero, sin duda, ha habido una larga lucha femenina para abrirse paso en el cine monopolizado y dirigido por la autoridad de los varones.

Sería profundamente injusto negar el papel histórico de la mujer en el desarrollo de la civilización, a pesar de que, en determinados ámbitos, se ha querido hacer una caricatura de sus comportamientos y, singularmente, de las relaciones ancestrales con los hombres. Con total seguridad, su papel ha sido mucho más complejo que el que pudieron dar a entender sus faenas cotidianas en la casa y en las haciendas domésticas. Y mucho más rico, aunque también sería un engaño la estimación de que era el que le corresponde la lógica por su valor, porque es obvio que los atavismos machistas se proyectaron en el tiempo con más intensidad hasta la llegada del, digamos, aperturismo. Todavía hoy, en muchos países del mundo, se prolongan y se perpetúan unas condiciones que no son aceptables, y que deberían ser objeto de reprobación por parte de las organizaciones sin más interés que el de la aplicación de los derechos humanos y que emanan de la ética y de las declaraciones universales.

Ahora bien, no creo en el cine femenino o masculino, en los géneros porque sí, ya sean ficción, realidad, ensayo o de arte. Lo que hay que creer es en el buen cine, en el cine trascendente, como hecho fílmico y artístico, lo haga una mujer, un hombre, un gay, una lesbiana, un mongol o un indígena. Si llamamos intelectual al artista que se compromete públicamente con causas cívicas, las mujeres, al igual que los hombres, pueden ser figuras culturales decisivas. De lo contrario, estamos hablando de tonterías.

Sea como fuere, los asistentas a la muestra pudimos disfrutar de la presencia de algunas de las directoras de los filmes recogidos en esta edición. Fue el caso de Mercedes Álvarez (“Mercado de futuros”), Irene Cardona (“Espejito, espejito”, codirigido por Vivian Altman, Firouzeh Khosrovani e Isabel Noronha), Agatha Macieszeck (“Los Ulises”, codirigido por Alberto García Ortiz) o Mariana Otero (“En nuestras manos”). Por supuesto, no faltó la representación aragonesa en el panorama de las películas de pequeño recorrido con “Así se hizo La Flauta Mágica”, de Ana Torrents, “Tu alma es un paisaje visual”, de Vicky Calavia, y “Bajo el mismo techo”, un reportaje codirigido por Amparo Bella, Belén de Miguel, Marian Royo, Marisa Juan, Pablo Ballarín, Pilar Ramírez y Quique Cabezudo. Ni tampoco los habituales cortos en femenino como “Camping”, de Pilar Gutiérrez, “Ahora no puedo”, de Roser Aguilar, “Cosquillitas”, de Marta Onzain, “Dicen”, de Alauda Ruiz de Azúa, “Gran prix”, de Marc Riba y Ana Solanas, “Heroínas”, de Cristina Trenas, “Machine man”, de Alfonso Moral y Roser Corella, “Lone-Illnes”, de Virginia Llera, “Padres”, de Liz Lobato, y “Solo sé que no sé nada”, de Olatz Arroyo.

Tambien pudimos ver –o volver a ver- unos cuantos largometrajes, de ficción o documentales, de diversas nacionalidades: el chileno “Hija”, de María Paz González Guzmán; los norteamericanos “El atajo de Meek”, de Kelly Reichardt, y “¡Los imperialistas todavía viven!”, de Zenia Durra; los españoles “Tras las luces”, de Sandra Sánchez, y “Las sabias de la tribu”, de Mabel Lozano; los franceses “Soluciones locales para un desorden global”, de Coline Serreau, y “Mutantes”, de Virginie Despentes; el japonés “Hanezu”, de Naomi Kawase; el belga “Océano negro”, de Marion Hänsel; y, finalmente, el marroquí “Sur la planche”, de Leila Kilani. Y todos ellos, mejores o peores, acertados o no, en torno a leyendas con triángulos amorosos, colonos pioneros, prostitutas de día y señoritas de noche, mujeres transgresoras y luchadoras, inmigrantes refugiados en campamentos clandestinos, artistas gráficas rodeadas de glamur, feriantes que recorren en sus caravanas las carreteras… Unas películas, en fin, que hablan de búsquedas y desencuentros, de cooperativas y mercados, de la libertad sexual total, del respeto hacia nuestro planeta, de los malos tratos y la violencia de género. Un cine, al fin y al cabo, de mujeres y para mujeres que representan diferentes situaciones, algunas cotidianas, otras absurdas: amor, sexo, trabajo, relaciones afectivas, maternidad, ocio, muchas veces expresado desde un punto de vista feminista.

Si mi idea de la masculinidad y los hombres dependiese de lo que he visto en alguna película de esta muestra, me recluiría a perpetuidad en mi habitación y moriría en el anonimato de un monje ermitaño. ¿Tan terribles somos por lo general los hombres? ¿Tan peligrosos? Miro a mi alrededor, analizo el comportamiento de los hombres de mi familia, reflexiono sobre la conducta de mis amigos y la de mis vecinos, y lo que encuentro es un modelo de hombre corriente, tranquilo, sociable y respetuoso, aunque, de vez en cuando, salta la chispa y descubro, con estupor, que otros hombres –y mujeres-, con su misma apariencia, son los responsables de eso mal llamado “violencia de género”, que sirve para pagarle la comida a tantos sociólogos. Una vieja amiga mía admite que los controles que ejerce sobre ella su marido son insoportables, pero no más insoportables que los que ella reconoce ejercer sobre él, con la diferencia, eso sí, de que no tiene ninguna duda sobre que, en caso de colisión, él sería capaz de mayor violencia que ella, porque, entre otras razones, el brazo que parte la leña, desde la noche de los tiempos, es siempre más impulsivo y más contundente que la mano que corta el pan. Vuelvo a la muestra de cine y no reconozco en alguna de sus películas a los hombres con lo que yo alguna vez tuve que ver. Me consta que hay varones violentos y misóginos, pero, en muchos casos, eso es así porque vivimos en una sociedad maniquea en la que, en muchas parejas, el hombre está, por lo general, peor considerado que el vibrador al que sustituye.

Yo creo que ya ha pasado esa época en que a las mujeres las cambiaban por vacas, pero conviene andarse con cuidado para no reproducir esquemas que son precisamente los que se cuestionan. Qué fácil y qué inocuo es reclamar la deconstrucción de las categorías, o del género masculino, con el objetivo de acabar con las relaciones de poder que se les asocia, y caer en el riesgo de reconstruir posiciones antagónicamente miméticas. Porque no sirve de nada disparar contra los demás si no sabes en qué posición estás, de dónde partes y hacia dónde te diriges. Como diría una profana: “Para hacérnoslo mirar en el gremio”.

La dignidad del ser humano, sea hombre o mujer, no constituye una cosa abstracta, se ha de materializar como atributo a nuestra especie. Fragmentar la dignidad, excluyendo a individuos concretos, lleva el germen de lo injusto. Más que un código de prohibiciones, la ética representa un cauce para la promoción de los valores humanos. Cuando las disposiciones, normas y decisiones son claras, es cuando resplandece el derecho sin ambigüedades ni escapatorias.

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