Dos trazos, de Toledo a Hollywood, en torno a Buñuel


Por Don Quiterio

Lo viejo es, por definición, lo arcaico e inactual, lo conservador y tradicional, lo tópico y retórico, lo sentimental y lo cursi. Contra lo grotesco, lo blando, lo patético y lo putrefacto, se halla la vitalidad, la posibilidad de lo nuevo, la certeza de lo vigoroso.

La clave de la vitalidad es aceptar el tiempo que pasa y no intentar restarlo. Así lo piensan los surrealistas. Así lo piensa Luis Buñuel. Hoy, por el contrario, muchos jóvenes cineastas se antojan tan artificiales como esquemáticos. Viejos, pese a su apariencia de jóvenes. El cine de Buñuel, sin embargo, siempre parece y aparece rabiosamente joven, de una inusitada vitalidad, emocionante y perdurable, privilegiado y enamorado. La vida.

De todo esto y mucho más nos hablan Jesús Fernández y Félix Cábez en sus respectivos documentales de reciente producción, “Buñuel y su orden de Toledo” y “Buñuel en Hollywood”, dos acercamientos, distintos pero complementarios, a la figura del calandino y su cine a contracorriente, profundo, escrito con mimo, realizado con cerebro, corazón y amor, con el ritmo y la pausa que necesita el relato, con capacidad de sugerencia, alegre y trágico. Un cine joven por lo que representa, lo que dice, lo que expresa, lo que insinúa y lo que calla. Estos documentos son dos miradas, dos trazos que retratan unos sentimientos y una vida. La vida.

El actor y director manchego Jesús Fernández, con “Buñuel y su orden de Toledo” (2011), pretende saldar una deuda moral y cinematográfica contraída con el cineasta aragonés, quien le brinda uno de sus mejores papeles en el cine, el de Saturno. Conoce a Buñuel a los diecinueve años, de una forma casual, cuando, en 1969, hace teatro independiente en Madrid. El calandino busca un actor con unas características especiales, físicas y artísticas, y ve en él al sordomudo que necesita para su película “Tristana”, rodada en Toledo, ciudad carismática para Buñuel, a la que, de joven, se escapa a beber vino de Yepes, tomar tortilla en la venta de Aires, ir a burdeles o perderse por las callejuelas y recitar pasajes de “Don Juan Tenorio”, una de sus obsesiones, junto a sus compañeros de la residencia de estudiantes de Madrid, con los que funda la orden toledana. De las andanzas, testimonios y recuerdos de esta mítica orden trata el documental.

Retrata Jesús Fernández la época de un Buñuel con veintitrés años en la ciudad del Tajo, en compañía de sus amigos Salvador Dalí, Federico García Lorca, Rafael Alberti o María Teresa León. Es con Lorca con quien Buñuel establece una entrañable relación, aunque llega a la residencia dos años después, llegado de Granada, ciudad en la que ya publica un libro en prosa, “Impresiones y paisajes”, en el que cuenta sus viajes con el profesor de sociología Fernando de los Ríos y otros estudiantes andaluces. “Brillante, simpático, con evidente propensión a la elegancia, la corbata impecable, la mirada oscura y profunda, Federico”, afirma Buñuel en sus memorias, “tenía un atractivo, un magnetismo al que nadie podía resistirse. Su habitación de la residencia se convirtió en uno de los puntos de reunión más solicitados en Madrid. Nuestra amistad, que fue profunda, data de nuestro primer encuentro. A pesar de que el contraste no podía ser mayor, entre el aragonés tosco y el andaluz refinado –o quizás a causa de ese mismo contraste-, casi siempre andábamos juntos. Con su trato, fui transformándome, poco a poco, ante un mundo nuevo que él iba revelándome, día tras día”.

Con la colaboración de Juan Luis Buñuel, Javier Espada e Ian Gibson, este interesante documento, en el que José Manuel Padilla da vida a Buñuel, Ramón Sandoval a Dalí, Delfín Estévez a Lorca y Carmen Pilar Moya a María Teresa León, el documental, digo, nos introduce en un universo divertido y transgresor, de sabiduría y camaradería. José Moreno Villa, tutor de la residencia, deja escrito, al referirse a la triada formada por Buñuel, Lorca y Dalí: “Se sentían los gallitos triunfadores, aunque pasaban días sin blanca y no podían acudir regularmente a sus queridos cabarets, donde Dalí, melenudo, no muy limpio, enfrascado siempre en las lecturas de Freud, dedicado a pasmar a los esnobs con sus extravagancias y payasadas, conoció a una chica morena muy guapa, que él llamaba ‘la rubia’, y con ‘la rubia’ Dalí se quedó. A Lorca le hice una caricatura con un piano y él me lo agradeció con un preciso y precioso poema. Buñuel era un mocetón atlético, hijo de padres ricos, que saltaba con pértiga semidesnudo, una conjunción feliz entre lo tosco y lo fino, porque un baturro no puede ser cursi”.

“Buñuel en Hollywood”, por su parte, es un trabajo de Félix Cábez que ya realizara en el año 2000 y, ahora, doce años después, le añade extractos del recuperado material casero que el calandino graba en Nueva York a principios de la década de 1940, en el que se le puede ver jugando con uno de sus hijos o disfrutando de unos días de vacaciones en una casa de campo. Con los testimonios de Juan Luis Buñuel, de Dan O’Herlihy (protagonista de su “Robinson Crusoe”), de Jean-Claude Carrière o de Robert Wise, entre otros, el documental arranca a finales de la feliz década de 1920. Una época también optimista para el cineasta, que pronto se revela exigua. Tras cuatro meses de ida y vuelta en Hollywood, Buñuel regresa a Estados Unidos huyendo de la guerra fraticida en España. A caballo entre Los Ángeles y Nueva York, va turnando en los años cuarenta del siglo pasado ciudades, miserias y traiciones. La que pudo haberse convertido en la etapa americana del cineasta, con la escritura de varios guiones nunca realizados, concluye con su frustración y abandono.

“En cine, hay gente a la que han influenciado Kurosawa, Bergman, Fellini. Los que amamos las películas europeas, hemos absorbido algo de ellos. Y después está Buñuel. Es tan especial, hacía algo tan distinto, que es imposible estar influenciado por él. Como mucho, puedes imitarle”. Esta diferencia de Buñuel, entonada por Woody Allen, es el cántico que acompaña de fondo a este inteligente documental de Félix Cábez, en el que se muestra la incomprensión, desesperación y hambre sufridos. La historia de Luis Buñuel en Hollywood es de una asfixiante sequía laboral, una década de ilusiones, frustraciones, inquietudes y amarguras, y ahonda en el proceso de integración de Buñuel con la cultura estadounidense y su industria cinematográfica. La pieza propone un recorrido cronológico por sus estancias norteamericanas, los personajes que conoce, las películas que hace y las que nunca puede llegar a hacer, e incluye cortes de dos filmes que sí pudo filmar, “Robinson Crusoe” y “La joven”.

Todo empieza cuando el vizconde de Noailles le enseña “La edad de oro” al delegado de la Metro. No le gusta nada, pero ofrece a Buñuel ir a Hollywood. “Le pago el viaje y la estancia y usted se queda seis meses, sin más obligación que la de mirar cómo se hace una película. Después, ya veremos”. Dicho y hecho. Don Luis se va a los Estados Unidos y allí le esperan Neville, Ugarte y López Rubio. Hollywood está lleno de españoles (actores, escritores, cónyuges) que colaboran en las versiones hispanas, a comienzos del sonoro. Conoce a Chaplin, a la Garbo, pero, acabado el tiempo de estancia, vuelve a París. La segunda vez que va a Norteamérica, nueve años después, todo ha cambiado. La guerra civil española está a punto de concluir. Va a Hollywood como asesor histórico de una película de ambiente español, pero, nada más llegar, la asociación de productores prohíbe las películas con tema español, ya sean favorables o contrarias a la república.

Intenta vender gags a Chaplin, sin resultado. Su primer trabajo es remontar “El triunfo de la libertad”, de Leni Riefensthal, para convencer a los norteamericanos de la utilidad del cine como arma de propaganda. Enseguida lo contrata el museo de arte moderno para seleccionar películas de propaganda antinazi, y Buñuel, feliz, se instala en Nueva York, donde están, ya famosos, todos los surrealistas: Breton, Ernst, Duchamp… Y también Dalí, que llama a Buñuel ateo (y comunista) en un libro y eso escama a los católicos norteamericanos, que presionan para que lo echen del museo. La noticia de que ha hecho un filme escandaloso, titulado “La edad de oro”, aparece en la prensa y las presiones se acentúan. Buñuel dimite. Furioso, llama a Dalí y este responde: “He escrito ese libro para hacerme un pedestal a mí mismo, no para hacértelo a ti”. Nunca se volverán a ver. Sin empleo y con ciática, viaja de nuevo a Hollywood para ocuparse de versiones españolas. En esa época le roban la idea de la mano viva en “La bestia de cinco dedos”, de Robert Florey. Fracasan todos sus intentos de levantar proyectos propios y, aburrido y sin dinero, marcha a México.

Volverá una última vez en 1972, ya anciano, con motivo del óscar a la película de producción francesa “El discreto encanto de la burguesía”. Recibe una invitación de Cukor para una comida extraordinaria en su mansión. Allí se encuentra con Ford, Wyler, Wilder, Stevens, Mamoulian, Wise, Mulligan, Hitchcock… Fritz Lang, que no puede asistir, le invita al día siguiente…

Estamos, pues, ante dos documentales imprescindibles, realizados con gran cariño, entrañables y reveladores. Pura carne. Como la de todo lo que muere. La carne que, al descomponerse, hiere y paraliza. Detiene al amante que busca el objeto de su pasión y deja sin aliento a todo lo nuevo que pugna contra lo viejo, lo grotesco, lo blando, lo patético y putrefacto. Los putrefactos son exactamente eso: lo arcaico e inactual, lo conservador y tradicional, lo tópico y retórico, lo sentimental y lo cursi.

Y siempre Lorca, la gran herida de Buñuel. Primero cuando se enfanda con el poeta al enterarse de su homosexualidad. Y, luego, cuando, vanamente, intenta disuadirlo de su marcha a Granada al comienzo de la guerra civil. La muerte de Lorca forma parte de su vida. La vida, en definitiva, como la resistencia, tal vez inútil, a la necesaria y tozuda aparición de la nada tras el engorroso y ridículo advenimiento de la descomposición. Al fin y al cabo, “después del todo, la nada. Nada nos espera, sino la podredumbre, el olor dulzón de la eternidad”. Simples cenizas. ¿Dónde reposan?

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