En la muerte de Antonio Areta

Por Don Quiterio

Viene siendo habitual entre los núcleos duros de la cultura zaragozana hablar siempre de lo mismo, de los mismos y de la nada. Muchos que dicen defender los intereses culturales de Aragón, en realidad no los defienden, son unos sectarios, siempre con tonterías en busca de la palmadita en el hombro y risitas (o risotadas) bobaliconas.


Pasa muchas veces. En cine, en literatura, en pintura, en teatro, en música. Que una persona como Antonio Areta, recientemente fallecido a los ochenta y seis años, sea omitido por los medios de comunicación locales, comunicadores en general y demás turba intelectual, me parece, cuando menos, sospechoso.

Menos mal que Javier Ortega, siempre atento a su condición de articulista de obituarios, le ha dedicado, al menos, una reseña que hace justicia a una personalidad en verdad importante, de gran talla intelectual, compositor de bandas sonoras para películas, dibujante, pintor, escritor de cuentos y de sus memorias, fundador de una editorial junto a Mariano Baratas, siempre en contacto con la música y el arte.

Nacido en Vitoria pero zaragozano de adopción –por destino de su padre, músico militar-, Antonio Areta se inicia en el mundo musical como trompetista, primero, y, luego, pianista y flautista. Profesor de armonía, composición y dirección en el conservatorio de Madrid, Areta obtiene, en 1971, el reconocimiento que ahora casi todos olvidan con el premio nacional de música de cámara.

Su actividad principal la dedica a la composición de canciones y de bandas sonoras para cine, series de animación, revistas musicales (varias de ellas para Andrés Pajares), anuncios publicitarios o cabeceras de espacios televisivos como “El gato con botas” o las pegadizas melodías de “Movierecord” o “Vamos a la cama” (atentos: …”que hay que descansar, para que mañana podamos madrugar”), invitando a los más pequeños a dormir.

Para Cruz Delgado, uno de los mejores especialistas españoles en materia de animación, ejecuta las bandas sonoras de “Mágica aventura” (1973), filme inspirado en señeros clásicos de Hans Christian Andersen y Charles Perrault; “Don Quijote de La Mancha” (1981), serie para los más pequeños sobre el clásico de Cervantes; y “Los viajes de Gulliver” (1983), basado en el original de Jonathan Swift que comprende tan solo el episodio en que Gulliver llega al país de los gigantes, es recogido por un pescador e intenta huir de la isla.

También destacan las canciones compuestas para la película del prolífico Mariano Ozores “Su alteza la niña” (1962), una flojísima comedia del clan Ozores con niña incluida. Ese mismo año trabaja para el guionista Jaime de Armiñán y el director Antonio del Amo en “Las gemelas”, quienes, acabado el filón de Joselito, ya crecido y en declive, prueban suerte, sin ningún éxito, con otra niña, Maleni Castro, arropada convenientemente por José Bódalo, Luis Dávila y Helga Liné.

El ajustado Mario Camus le solicita –y también, para más menesteres musicales, a Manuel Alejandro y al aragonés Antón García Abril- para su filme “Al ponerse el sol” (1967), los comienzos cinematográficos de Raphael, para el que se edifica una historia adecuadamente melodramática y mitificadora, sobre un ídolo musical que, en su ocaso, conoce a una joven (Serena Vergano) implicada en un turbio suceso otrora acaecido, viendo cómo su retorno a la popularidad amenazará con destruir la relación. Raphael, como no podía ser de otra manera, canta y sufre muchísimo, con las embravecidas olas del Cantábrico de fondo, y un profesional Antonio Areta hace lo que puede para poner la letra a unas canciones de lágrima fácil.

Con la fallida “El desván de la fantasía” (1978), de José Ramón Sánchez, completa una filmografía sin suerte, con directores venidos a menos, o directamente mediocres, y otros más interesantes pero que aceptan encargos en sus inicios. Le dedicamos, desde estas páginas de “El pollo urbano”, paz y descanso.

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