Por Don Quiterio
¿Por qué muchas películas mediocres tienen tanto éxito comercial? Ya lo dijo Sol Hurok: “Cuando la gente no quiere ir al cine, nada los detiene”. Y, al revés, nunca sabes por qué van ni por qué les gusta una película.
Pero todo pasa, menos la ciruela pasa, como me decía siempre un providente colega periodístico. Porque un saco vacío difícilmente se tiene en pie. Y mi caballo murió y mi alegría se fue.
También es cierto que muchas películas que cosechan un razonable éxito comercial no están reñidas con la calidad. Quizá fuera esta amalgama la clave de la supervivencia del séptimo arte, es decir, conjuntar en un mismo saco lo popular y lo erudito, lo comercial y la calidad. Sea como fuere, ¿cuál es la imagen del hombre en el cine contemporáneo? ¿Qué ser humano aparece reflejado en las pantallas? ¿Cuáles son los aspectos más reveladores de lo humano? ¿Qué es lo que hace que las películas lleguen a la mente y al corazón del espectador? A estas preguntas podría responder perfectamente Tim Burton, un humanista postmoderno, cuyas formas de narrar lo humano adquieren dimensiones que ayudan a profundizar en la complejidad de la persona. La del inadaptado social o la que descubre, por su forma de mirar, lo misterioso oculto tras lo cotidiano. O la que proporciona la aproximación al drama humano con múltiples perspectivas.
El cine, el arte que a muchos nos apasiona, puede ayudarnos a comprender más a fondo nuestra propia humanidad. Así lo entiende Tim Burton, el extravagante, delirante y siempre genial director californiano. Ahora lleva a las pantallas un largometraje de animación basado en uno de sus primeros cortos, “Frankenweenie”, y se inspira estéticamente (magnífica foto en blanco y negro de Peter Song) en los clásicos de la Universal y en el expresionismo alemán, con guiños entrañables de raigambre cinéfila: Elsa Lanchester, Vincent Price, Bela Lugosi… Se trata, una vez más, de la historia de un inadaptado, de un bicho raro que, como Burton, tiene que aprender a moverse por el mundo. En este caso, la historia es la de una suerte de Frankenstein, en la que un niño devuelve la vida a su perro. Con una estética mágica y maléfica, oscura y aterradoramente entrañable, estamos ante una nueva genialidad del director de “Ed Wood”, en la que vuelve a mostrarnos sus eternas obsesiones: la soledad, la inseguridad y los sueños de libertad con esa cualidad del cineasta de ocultar una historia tierna y delicada en un entorno aterrador y siniestro.
Mucho menor interés ofrece otra animación norteamericana, “Hotel Transilvania”, de Genndy Tartakovsky, un argumento parvulario, de enredos y persecuciones, y una estética de parque temático, en el que el conde Drácula es caricaturizado como un padrazo que se desvela por su hija adolescente, pero carece de originalidad en el diseño de situaciones y personajes, quienes, además, ni chupan sangre ni aterrorizan a los lugareños. Tampoco despiertan el entusiasmo, sino todo lo contrario, “Diario de Grej 3: días de perros” (David Bowers), una previsible y decepcionante tercera entrega de la saga basada en los libros infantiles de Jeff Kinney. Ni “Resident evil 5: venganza” (Paul W.S. Anderson), una reiterativa, farragosa y arbitraria quinta entrega de la serie futurista inspirada en el videojuego homónimo, llena de piruetas y chorradas, y con la que acaso ha llegado el momento en que las reseñas de ciertas películas las escriban expertos en videojuegos. Ni “Venganza: conexión Estambul” (Olivier Megaton), una solapada secuela de la también francesa “Venganza” (Pierre Morel, 2008), con un Lian Neeson que, a sus sesenta años, demuestra encontrarse en plena forma (física) y allí donde no llega el actor irlandés entra en escena su doble Mark Vanselow, especialista en coreografías de lucha. Ni “Paranormal activity 4” (Henry Joost y Ariel Schulman), una mediocre nueva remesa de sustos –sustos tan torpes que parecen parodias de sustos torpes- en esta cuarta entrega de una de las sagas de terror de más éxito de los últimos años.
También resultan flojas “Siete días en La Habana”, película episódica que convoca a siete directores (Benicio del Toro, Pablo Trapero, Julio Medem, Elia Suleiman, Gaspar Noé, Juan Carlos Tabío y Laurent Cantet) para tomarle el pulso a una semana en La Habana desde la coordinación del escritor Leonardo Padura y su mujer Lucía López Coll; “Bel Ami, historia de un seductor” (Declan Donnellan y Nick Ormerod), una adaptación decorativa, superficial, del original de Maupassant, que empalidece aún más si la comparamos con la pérfida versión que el gran Albert Lewin perpetrara en 1947; “El fraude”, debut cinematográfico del escritor neoyorquino Nicholas Jarecki, un rutinario y gratuito thriller con aires hitchcockianos sobre la moral, la familia y la lealtad, ambientado en el mundo de las altas esferas financieras; “Magic Mike” (Steven Soderberg), una simplona película de encargo alrededor de los ‘strippers’ masculinos, inspirada en las propias experiencias de su protagonista (y productor) Channing Tatum, que no alcanza la radiografía social que Paul Thomas Anderson hizo con “Boogie nights” ni tampoco persigue el afán crítico exhibido en la comedia inglesa “Full monty”; “Bypass” (Aitor Mazo y Patxo Tellería), una esforzada y funcional comedia romántica, demasiado arrítmica, con un Gorka Otxoa en su registro cómico a lo “Pagafantas”; o “En campaña todo vale” (Jay Roach), una parodia con mucha sal gorda sobre el funcionamiento circense de las campañas políticas norteamericanas.
Más interés ofrecen “Cosmópolis” (David Cronenberg), aunque no acierta a equilibrar la parte visual con la omnipresencia de unos densos diálogos según la novela de Don de Lillo; “¡Atraco!” (Eduard Cortés), una coproducción hispano-argentina ambientada en la España franquista, con un inicio en tono de comedia que se torna dramática e introduce una subtrama romántica, para concluir con un final trágico; “Adam resucitado” (Paul Schrader), en torno a un superviviente de los campos de concentración nazis según la novela de Yoram Kaniuk “El hombre perro”, una historia sobre el exterminio y la locura, sobre la relación entre víctimas y verdugos, sobre el ilusionismo como forma liberadora y las fracturas de la muerte; “Looper” (Rian Johnson), una claustrofóbica y oscura mezcla de ficción científica, thriller futurista, western y drama existencial, que reflexiona sobre la paradoja temporal, la libertad del individuo y el peligro de la predestinación; “Argo” (Ben Affleck), un drama político que recuerda la misión más cinematográfica del espionaje estadounidense; “Ruby sparks” (Jonathan Dayton y Valerie Faris), una comedia romántica y fantástica con toques de tragedia existencial escrita e interpretada por la nieta de Elia Kazan, Zoe Kazan, en torno al mito de Pigmalión, visto y desmontado por la mujer, sobre el siempre complejo proceso de creación literaria que se asoma al mundo del novelista y su trabajo en tiempos de crisis artística, abordando la tentación del narcisimo, tan presente en este mundo; “Vacaciones en el infierno” (Adrian Grunberg), protagonizada, coescrita y producida por Mel Gibson, que le encarga la realización a su ayudante de dirección en varias de sus películas, para un filme fronterizo que se inspira en el Peckimpah de “Grupo salvaje” y “La huida”; “El ladrón de palabras” (Brian Klugman y Lee Sternthal), una sugestiva historia sobre el mundo literario que toca la cuestión del éxito a toda costa, incluso recurriendo al plagio; “El profesor” (Tony Kaye), bienintencionado cine de denuncia social y política; “Sinister” (Scott Derrickson), un terror con literatos, filmaciones en súper-8 milímetros y discutible discurso fílmico; o “Skyfall” (Sam Mendes), celebración del cincuentenario de la encarnación cinematográfica del personaje literario James Bond, el agente 007, con Javier Bardem en el papel de villano.
Y dejo para el final “Lo imposible”, de Juan Antonio Bayona –el director de “El orfanato”-, la película más rentable en el peor momento, un “tsunami” en el momento del hundimiento del cine español. Son tiempos de crisis pero las metáforas son así de caprichosas. Las transformaciones del mundo cultural son demoledoras para ciertos sectores. Han perdido o extraviado a su público. Ocurrió hace siglo y medio con la poesía. Los poetas pasaron de ser agasajados con coronas de laurel en los teatros a refugiarse en las universidades o malvivir en círculos restringidos y ejercer de corredores de comercio. Es solo un viejo y asumido ejemplo de lo que estamos contemplando en el mundo cinematográfico, obligado a pasar del misericordioso ocho por ciento del iva al veintiuno, con lo que se calcula que esta industria (porque el cine también es industria y para muestra un botón: “Lo imposible”, todo un récord de taquilla) pierda ya un treinta por ciento. No es solo una pérdida monetaria, sino que su público tiende a desaparecer, entre las brumas de las nuevas tecnologías. La crisis ha venido a cebarse con aquella magia que floreció en el siglo XX y afecta no solo a quienes la ejercen como autores o están vinculados a su creación, sino al público en general. El cine va dejando escapar a sus fieles y, al final, confundimos cultura con alguna serie pseudohistórica televisiva o con los libros de escaparate.
¿Es la de Bayona, como muchos críticos se han lanzado a escribir, una gran película? ¿O se trata, simplemente, de un producto comercial? A mi modo de ver, “Lo imposible” es una efectista, sentimental y enfática superproducción española que cuenta la historia de supervivencia de una familia durante el tsunami que arrasa la costa del sudeste asiático en 2004, una obra absolutamente mimética del género de catástrofes hecho en Hollywood, que te ahoga por completo en la tromba de esa tragedia. Lo imposible, aquí, no es lo improbable ni lo imprevisto, sino todo lo contrario. Lo imposible, en esta película, es lo probable, lo previsto. Tan despersonalizado producto, orientado de lleno hacia el consumo familiar, revela, una vez más, la paradoja del entretenimiento palomitero a costa del sufrimiento ajeno. No hay posibilidad alguna de identificación con el dolor de la población nativa, cuya participación en la película se limita a la figuración de rostros amables y complacientes con el turista extranjero. El rol heroico está reservado en exclusiva al matrimonio protagonista y sus dos hijos, representativos del concepto de supervivencia del primer mundo en países de riesgo a los que viajan respaldados por un buen y caro seguro. Son nuevas formas de colonización a la que la industria del cine no es ajena. Volvemos a Sol Hurok: “Cuando la gente no quiere ir al cine, nada los detiene”…