La Polla urbana (sin prejuicios) / María Gómez


Por María Gómez y Patiño

    Cuando hace un tiempo me invitaron a escribir algo para esta publicación: El pollo urbano, confieso que me pareció un nombre un tanto irreverente y malsonante, pero en realidad pensé: “solo se trata de un ave de corral que vivía en la urbe”.

     Pocos minutos después, y llevada por mi interés y preocupación por las cuestiones de género, pensé que “polla urbana” hubiera sido peor, y una vez más, lo femenino era peor, o menos biensonante que lo masculino ¿por qué?

    Lo cierto es que existía una gran diferencia en sus significados solo cambiando el género, de masculino a femenino.

    Si se utilizaba como la primera acepción del diccionario de la RAE, solo se trataba de un pollo en femenino, pero la segunda acepción del diccionario hacía referencia al pene, y eso era un poco más problemático.

    Inmediatamente empecé a recordar que en algunos de mis viajes había tenido magníficas y divertidas experiencias con la palabra polla, tanto en un sentido positivo como negativo.

    La primera vez que me sorprendí fue en México, cuando el profesor anfitrión me preguntaba solemnemente si me apetecía una polla. Debí de poner tal cara de susto, que mis compañeros españoles, más avezados que yo en las acepciones mexicanas de la palabra, comenzaron a reírse sin ningún miramiento.  Uno de ellos me dijo, “sí, pídela, te gustará”. Con cara de estupor dije que, de acuerdo, que me tomaría una polla.

    Para mi mal disimulada sorpresa, me trajeron una bebida deliciosa, consistente en un refresco parecido a lo que aquí llamamos un “español”, con una base láctea, huevo y canela, era muy reconfortante, ciertamente, y tras haberla probado dije: “me gustó mucho mi primera polla mexicana”.

A Todos los mexicanos les pareció bien, y los españoles se murieron de la risa, ante mi mal disimulada vergüenza.

    Luego, me acordé que estando en la Universidad de Chile, en Santiago, entró al departamento un profesor joven gritando: “¡Me tocó la polla”! Confieso que lo primero que pensé fue algo relativo a sus genitales, pero me volví a equivocar: ¡“Le había tocado la lotería nacional”! Otra vez sentí un poco de vergüenza, pero nadie lo notó, creo. Pero esta no sería la última vez en que me sorprendería la palabra.

    En Buenos Aires, hace dos veranos, cuando se solía viajar, una compañera rioplatense me comentó, de forma absolutamente natural, que llegaba un poco tarde porque venía de “echar la polla”. Debió aparecer mi cara de susto porque rápidamente me preguntó: “¿En España no echan la polla a los caballos?”. Se trataba de una apuesta a las carreras de caballos.

      A los argentinos les gustan mucho los caballos, no solo en las carreras, de lo que me hablaba, sino también para uno de los deportes más apreciados y elitistas allí: el polo, un “deporte de reyes”, donde en realidad el caballo es el rey pues en un partido se pueden utilizar hasta 60 caballos.

    En fin, sigo pensando que no hay nada como viajar con la mente abierta para que desaparezcan los prejuicios lingüísticos y culturales. Pero sin ir tan lejos, la semana pasada escuché a uno de mis estudiantes decirle a otro que había visto una serie que era “la polla”. Aunque no pregunté a qué serie se refería, no pude evitar sonreírme por la polisemia constante. Acababa de encontrar un sustantivo que en femenino era bueno o incluso magnífico.

    Finalmente me dije. Si ser “la polla” es algo buenísimo, ¿No sería buenísima la polla urbana? Ahí lo dejo.

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