La libertad, un valor con atractivo tan universal (y III) / Javier Úbeda

Por Javier Úbeda Ibáñez

        A pesar de nuestra grandeza como hombres, somos limitados. Desentrañamos progresivamente los secretos de la naturaleza y aprendemos cómo sacar provecho…

….de las fuerzas del cosmos, y, sin embargo, ¡cuánto queda aún fuera de nuestro control! La libertad humana no es infinita o absoluta. Tenemos que trabajar juntamente con nuestra naturaleza. Esta limitación fundamental de la existencia humana se manifiesta en cuatro dimensiones:

        – Limitaciones lógicas: hay ciertas cosas que no podemos hacer simplemente porque no se pueden hacer. Esto no se debe a la flaqueza del hombre, sino a la realidad misma de las cosas. No puedes construir, diseñar, ni siquiera concebir, un círculo cuadrado; es una imposibilidad lógica. Tampoco puedes componer un soneto clásico en cinco líneas. Estas limitaciones se dan, pues, en toda situación que es intrínsecamente contradictoria.

        – Limitaciones físicas: podemos hacer muchas cosas, pero siempre dentro de las posibilidades de nuestra naturaleza. Ella no consiente que tú y yo salgamos volando por la ventana sin necesidad de instrumento alguno, ni tampoco que alcancemos una edad de 529 años, o que aumentemos nuestra estatura unos 10 centímetros después de los 20 años. Las leyes físicas y biológicas nos señalan con claridad un límite real.

        – Limitaciones intelectuales: ninguna persona humana es omnisciente. Por cada segmento de información que logramos asimilar, hay una cantidad infinita de datos que se nos escapan. Como dijo un filósofo: «Cuanto más sé, más me doy cuenta de lo poco que sé». Nuestro conocimiento de las cosas jamás es completo.

        – Limitaciones morales: en sentido propio, esta limitación se refiere a nuestra incapacidad para escoger siempre el bien. Somos libres para optar por el bien o por el mal, pero no podemos dictaminar según nuestro capricho que algo sea bueno o malo. Somos libres para robar, pero no podemos convertir el robo en un acto de virtud por pura fuerza de voluntad. Seguirá siendo un acto malo, sea que lo reconozcamos o no. De nosotros depende solamente el adherirnos a uno o a otro.

        La presencia de restricciones es una condición indispensable para el ejercicio de la libertad. Soy libre para jugar al béisbol en la medida en que existen unos límites que constriñen mi libertad, es decir, unas reglas que debo seguir. Si pudiera poner un número variable de jugadores en el campo, por ejemplo, 34, en lugar de nueve, se arruinaría el juego; ya no sería libre para jugar béisbol. Sería, además, ridículo ir cambiando las reglas a lo largo del partido.

        La libertad sin restricciones es como un cuerpo sin esqueleto o como una compañía que no acaba de decidir si su objetivo es hacer dinero o perderlo. Todo carece de sentido cuando no hay una estructura, unos objetivos claros o una dirección. La libertad necesita unos límites, como todo río necesita sus riberas, o todo rifle su cañón.

        La libertad no consiste en seguir ciegamente nuestros impulsos, sino en el autodominio. Podríamos pensar que somos libres cuando en realidad seríamos esclavos de las cosas: de nuestros apetitos, de nuestras pasiones, de la opinión pública, de las modas, del qué dirán…

        Ser libre es como estar en buena forma. Cualquier persona tiene libertad para escalar el monte Everest, pero muchos son incapaces de hacerlo porque están fuera de forma. No hay ninguna restricción externa en este caso, pero hay una interna. Como hemos dicho, la libertad es algo más que el simple deseo; es la fuerza para realizar lo que deseamos. Si quiero dejar de fumar, pero no puedo porque me falta fuerza de voluntad, no soy libre. Mi voluntad está fuera de forma.

        La libertad humana es libertad de toda la persona, no de alguna de sus partes. Para que un esposo posea la libertad de ser fiel, debe poder controlar sus pasiones. Sin este autocontrol no hay libertad. Imagínate el caso de un piloto de Fórmula 1. Es libre de manejar solo si tiene un dominio completo sobre su vehículo. Debe ser capaz de frenar, de acelerar, de girar en un momento dado. Todas estas maniobras exigen un estricto control sobre el volante, el acelerador, la caja de velocidades, el freno, etc., y son necesarias para conducir con libertad un Fórmula 1.

        Si voy a esquiar, afilo las orillas de mis esquís. Ya no serán libres de ir hacia adelante y hacia atrás, pero yo lo seré para girar y para detenerme. Controlar y dirigir las partes en una dirección es necesario para que el todo sea libre.

        Si la libertad consistiese en dar rienda suelta a nuestras pasiones más bajas y a nuestros instintos, los animales serían más libres que los hombres. Ellos no se sienten inhibidos por la razón o por la conciencia. Su ley es el instinto y los reflejos.

        La verdadera libertad es la capacidad para dirigir nuestros sentimientos, pasiones, tendencias, emociones, deseos y temores bajo el gobierno de nuestra razón y voluntad. Así entendida, la libertad requiere que cada uno sea de verdad señor de sí mismo, decidido a luchar y vencer las diferentes formas de egoísmo e individualismo que amenazan su madurez como persona. Las personas verdaderamente libres son abiertas, generosas en su dedicación y servicio a los demás.

        La libertad es la raíz de nuestra dignidad como seres humanos (con esta expresión se quiere manifestar que el hombre se presenta ante sí mismo y ante los demás, no como una cosa o como un objeto, sino como portador de valores y respetabilidad, como portador de derechos y deberes inherentes a su condición de persona). Esto quiere decir que nuestra dignidad empieza con nuestra libertad, pero no termina allí. La raíz no es todo el árbol, ni tampoco la libertad es la última meta de nuestra existencia humana. La libertad nos ofrece la posibilidad de obtener el mayor triunfo como creaturas: el amor, el «derramamiento» de todo mi ser hacia alguien. El amor es imposible sin libertad. De hecho, muchos seres humanos —esencialmente libres—, no son capaces todavía de amar, porque el amor requiere un nivel más elevado de libertad: la capacidad de olvidarse de uno mismo, de anteponer al otro. Muchos no están preparados para esto. Los mayores heroísmos exigen el mayor grado de libertad. La libertad humana, en su sentido más pleno y más profundo, nos impulsa a la donación responsable de nosotros mismos en favor de los demás. Este es el modo más genuino de usar la libertad y su expresión más profunda. La donación sincera de sí mismo es la senda privilegiada que conduce a la auténtica realización personal.

        El amor es la cúspide de la libertad. El amor asume todo lo que es bueno. El amor busca el bien del otro, pero termina por brindar el mayor bien posible al que lo ejercita.

        Cuatro principios básicos:

  1. Las personas libres son dueñas de sí mismas. Los que se dejan dominar por cualquier cosa, se hacen esclavos de ella. La libertad no consiste en permitir que nuestros impulsos nos arrastren, sino en el autodominio. Y esto, desde luego, significa autodisciplina. Es cierto que esta recomendación no suele ser muy grata o bien recibida, pero si somos sinceros con nosotros mismos, hemos de reconocer su valor. Cualquier atleta aprecia el valor y la necesidad del sacrificio. Si queremos de verdad ser libres, hemos de aceptar el sacrificio con coraje y confianza.
  2. Las personas libres son leales a la verdad. La verdad es liberación de la ignorancia y de la duda. Para vivir como personas auténticas, debemos buscar, venerar, vivir de acuerdo con la verdad: del sentido de la vida, de la finalidad de las cosas que nos rodean, de la verdad de nuestro ser.
  3. Las personas libres ejercitan su libertad. Crecemos en libertad cuando la ejercitamos consciente, decidida y deliberadamente. La rutina, si se cuela en nuestra vida, nos asemeja a un vagón de ferrocarril sobre la vía férrea: empujado por detrás, tirado por delante, metido en una trayectoria fija por dos rieles metálicos. Es mejor determinar por nosotros mismos a dónde vamos, por qué vamos, y cómo llegaremos hasta allí. Solo así podremos poner todo lo que somos en nuestras decisiones y vivir con coherencia nuestros compromisos.
  4. Las personas libres piensan por sí mismas. No nos dejemos gobernar por la opinión pública, por lo que están haciendo los demás, por las ideas y las modas que hoy son y mañana desaparecen. Adhirámonos, en cambio, a lo que sabemos que es correcto, sin tener miedo de llamar a las cosas por su nombre, aunque corramos el riesgo de perder popularidad o de parecer retrógrados.

        Como hemos visto, la libertad es mucho más que un eslogan pegadizo que se trae a cuento para justificar nuestras acciones. Es un don que requiere ser administrado cuidadosamente, si hemos de usarlo bien.

        Se entiende por libre albedrío, o libertad de arbitrio —que es la que propiamente se atribuye a la voluntad humana—, la facultad de determinarse a obrar, es decir, la facultad de querer o no querer, o querer una cosa más que otra. Solo hay libertad cuando el hombre no está determinado por una causa o un motivo interno (temor invencible, obcecación, pasión, etc.), ni por una causa o un motivo externo (coacción). Consiste, pues, la libertad en una decisión personal; o, como dicen los filósofos, en un obrar intrínseco, en la capacidad del hombre de decidir por sí mismo.

        Sin libertad, el hombre no sería responsable.

        No se puede entender la libertad un vivir exento de toda ley y de todo freno para hacer lo que más agrade.

        Estamos ante un hecho de experiencia, incluso de una experiencia elemental y básica: aunque acotada, tenemos libertad, dominio relativo sobre buena parte de nuestros propios actos —podemos, en definitiva y última instancia, realizarlos o no realizarlos— y, a través de ellos, sobre nuestro ser.

        Únicamente la pretensión de una libertad absoluta, sobrehumana, nos conduce a sentir que no somos libres.

        Gracias a la libertad el hombre puede autoconstruirse, prolongarse, completarse y terminarse

        Con la libertad lo arriesgamos todo: para perderlo… ¡o para ganarlo!

        La libertad, o se utiliza para crecer, o forzosamente mengua y nos introduce en la miseria.

        ¡Cuántas veces pretendemos convencernos o convencer a los otros de que hacemos algo porque queremos (porque nos da la gana, solemos decir), cuando en realidad querríamos tener la fuerza suficiente para no hacerlo, pero carecemos de ese vigor!

        Entendida en su sentido más profundo, la auténtica libertad es capacidad de elegir y llevar a cabo lo bueno, mientras que escoger y realizar lo malo es fruto de la imperfección de nuestra libertad, que no llega a donde debería llegar.

        Se puede describir la libertad como la capacidad de autoconducirnos hasta nuestra propia perfección o plenitud; como el poder de llegar a ser mejores, de hacernos personas cabales, cumplidas.

        Todo ello nos conduce inevitablemente a preguntarnos por el concepto de libertad que triunfa en Europa. La «idea europea de libertad», como diría Hegel, es una libertad entendida fundamentalmente como autonomía. Pero la autonomía, en las personas, puede entenderse en clave de independencia o en clave de autoposesión, en un sentido negativo «libertad de» o en un sentido positivo: «libertad para» coger las riendas de mi vida y conducirla hacia algo que valga la pena. La libertad interesa porque hay algo más allá de la libertad misma que la supera y marca su sentido: el bien, todo aquello que, por ser bueno, merece la pena que nos comprometamos. Así, entendemos que la libertad de una persona se mide por la calidad de sus vínculos: es más libre quien dispone de sí mismo de una manera más intensa. Quien no se siente tan dueño de sí mismo como para decidir darse del todo porque le da la gana, en el fondo no es muy libre: está encadenado a lo pasajero, a lo trivial, al instante presente. Libertad y compromiso no se oponen, sino que se potencian.

        Se trata, pues de distinguir dos aspectos de la libertad. La libertad de, que consiste en liberarse de las esclavitudes de la ignorancia, la debilidad, los vicios; y la libertad para, es decir la libertad como meta del actuar humano, que, al ser más plenamente hombre, más virtuoso, no solo más sabio, es más perfecto, más pleno, más logrado.

        Dice Isaiah Berlin (1909-1997): «Quiero que mi vida y mis decisiones dependan de mí mismo y no de fuerzas exteriores. Quiero ser el instrumento de mis propios actos voluntarios y no de los de otros hombres. Quiero ser sujeto y no objeto. Quiero persuadirme por razones, por propósitos conscientes míos, y no por causas que me afecten desde afuera. Quiero ser alguien, no nadie; quiero actuar, decidir, no que decidan por mí; dirigirme a mí mismo y no ser accionado por una naturaleza externa o por otros hombres como si fuera una cosa, un animal o un esclavo incapaz de juzgar mi papel como humano, esto es, concebir y realizar fines y conductas propias (…) soy libre si puedo hacer lo que quiera, y quizá, elegir entre dos maneras de obrar que se me presentan cuál es la que voy a adoptar». 

        Berlin defiende: «La primera consecuencia que se deriva de la autonomía, consiste en que es la propia persona (y no nadie por ella) quien debe darle sentido a su existencia y, en armonía con él, un rumbo. Si a la persona se le reconoce esa autonomía, no puede limitársela sino en la medida en que entra en conflicto con la autonomía ajena. El considerar a la persona como autónoma tiene sus consecuencias inevitables e inexorables, y la primera y más importante de todas consiste en que los asuntos que solo a la persona atañen, solo por ella deben ser decididos. Decidir por ella es arrebatarle brutalmente su condición ética, reducirla a la condición de objeto, cosificarla, convertirla en medio para los fines que por fuera de ella se eligen».

        No confundamos las cosas, dice Berlin: «La libertad es la libertad, no la igualdad, la justicia o la cultura, o la felicidad humana, o tener la conciencia tranquila. Si mi libertad, o la libertad de mi clase, o la de mi nación, depende de la miseria de otros seres humanos, el sistema que promueve este estado de cosas es injusto e inmoral».

        En Dos conceptos de la libertad, uno de los ensayos políticos más importantes del siglo XX, Isaiah Berlin montó una amplia defensa de lo que él comprendía como la idea liberal de la libertad contra sus principales competidores modernos: el fascismo y el comunismo. Al mismo tiempo, suscitó alarma contra lo que consideraba como la tendencia de la teoría socialdemócrata a debilitar la libertad individual en nombre de otros bienes sociales.

        La intención básica de Berlin era distinguir entre la «libertad negativa» y la «libertad positiva» y luego defender la primera como el único concepto de la libertad que podía ponerse en práctica en el «mundo real» de intereses inevitablemente contradictorios, diversos conceptos del bien, y proyectos humanos competitivos.

        Para Berlin, la «libertad negativa» era la libertad de: libertad de interferencia en asuntos personales, que implica la limitación del poder del Estado dentro de un fuerte marco legal.

        Esa libertad negativa se caracteriza —en nuestra opinión— por la indiferencia hacia los otros y pretender exclusivamente estar libre de obstáculos para hacer lo que yo quiero. Es una libertad sin metafísica, reductiva y naturalista. Su éxito se basa en su simplicidad conceptual y aparente conexión con la vivencia cotidiana. Los demás serían obstáculos más que ayudas a esa libertad, con la desgraciada máxima «tu libertad termina donde comienza la de los demás».

        La paz —afirmamos— solo vendrá de un contrato social en el que se cede un poder quasi-absoluto al Estado para asegurar una libertad reducida, eso sí, totalmente suya. El individuo moderno quiere ante todo sobrevivir y ser autónomo. Es escasamente humana e insuficiente, con el evidente peligro del absolutismo político y, además, es inviable.

        La libertad de («libertad negativa») —sostenemos— considera que una vez superados los obstáculos ya solo queda seguir los propios sentimientos, mis emociones inmediatas, para realizarme plenamente. Es patente que estas emociones suelen ser superficiales y cambiantes, con lo que poco se puede fundamentar y en realidad suelen ser autodestructivas. Es el caso del alcohólico, el drogadicto, el vanidoso patológico… No incluyen la racionalidad y suelen producir personajes débiles. Falta el coraje cívico ante las injusticias moviéndose en las apariencias de paz y concordia. No importa que una sentencia judicial sea justa o no, sino que se supere la alarma social.

        Como sintetiza Ignatieff, el propósito esencial de la comunidad política liberal es crear las circunstancias públicas en las que se deja solos a los hombres para «que hagan lo que quieran, siempre que sus acciones no interfieran con la libertad de los demás».

        La «libertad positiva» por otra parte, era libertad para: libertad para poner en práctica algún bien mayor en la historia. En el centro de los proyectos fascista y comunista, advertía Berlin, había una determinación de usar el poder político para liberar a los seres humanos, les gustara o no, con el objetivo de realizar algún fin histórico superior. Esa determinación, decía Berlin, inevitablemente conducía a la represión.

        Estos son los «dos conceptos de libertad» («libertad negativa» y «libertad positiva») que defendió Berlin en su influyente ensayo de 1958.

        Berlin rompió con la izquierda social-demócrata al insistir en que la libertad, la igualdad y la justicia estaban, están y estarán siempre en tensión mutua. Berlin nunca estuvo dispuesto (o quizás nunca pudo) precisar las tensiones o definir las fronteras entre la libertad y la justicia.

        Berlin fue un campeón del pluralismo en una época en que demasiados teóricos políticos habían echado su suerte con monismos de un tipo o de otro, monismos también conocidos como totalitarismos del tipo más letal. Berlin sugería que un robusto pluralismo era tanto una expresión de la libertad correctamente vivida como la garantía más segura de la libertad política.

        Isaiah Berlin merece considerable crédito por identificar la perversión de la libertad que se encontraba en la raíz del proyecto totalitario, y por defender un concepto de libertad como no interferencia que, al establecer límites legales al poder coercitivo del Estado, tiene profundas resonancias en la tradición política americana.

        Sin embargo, años después de la conferencia llamada Dos conceptos de la libertad, que Berlin pronunció el 31 de octubre de 1958 en Oxford, Podhoretz se ha preguntado si el análisis de Berlin, sobre el problema de la libertad, es verdaderamente adecuado.

        Norman Podhoretz, en «Una disensión sobre Berlin» (Commentary, febrero 1999), ha planteado que, pese a sus importantes contribuciones, el ensayo de Berlin es, en el fondo, intelectualmente insatisfactorio: no propone una defensa de principios del pluralismo sino solo una defensa pragmática. Y no confronta satisfactoriamente un problema que nota pero que nunca aborda seriamente: el problema del relativismo moral. Porque, aunque Berlin reconoció correctamente, en las palabras de Podhoretz, «la flojera que puede desarrollarse a partir del rechazo de cualquier absoluto y la correspondiente incapacidad para desarrollar convicciones firmes», su escepticismo liberal sobre la posibilidad de tener «convicciones firmes» filosóficamente defendibles no podía proporcionar ningún antídoto a esa «flojera».

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