Tiempo de amar, tiempo de morir / Carlos Calvo


Por Carlos Calvo
Subdirector de El Pollo Urbano

  “Lo que ha sido creído por todos siempre y en todas partes tiene todas las posibilidades de ser falso”. Con esta sentencia, Paul Valéry venía a reflejar…

…lo que tiempo después aplicara el cineasta Federico Fellini: “Una creación nunca es inventada y nunca es real, sino que será ella misma para siempre”. Pilato replica a Jesús, recuerda el quiosquero de la esquina, acerca de su venida al mundo para dar testimonio de la verdad, sin admitir respuestas: “¿Y qué es la verdad?”. Sostiene Sartre en ‘El ser y la nada’ que el hombre está condenado a ser libre hasta el punto de que, en la peor de las situaciones, puede elegir. Incluso cuando es torturado y se enfrenta a la muerte, existe la posibilidad de aceptar sumisamente el destino o de rebelarse contra el verdugo.

  Todos, tarde o temprano, acabaremos convirtiéndonos como ese personaje de Fritz Lang con el destino en contra, igual que en ‘Solo se vive una vez’. La vida, no hace falta decirlo, es una enfermedad que tiene un ciento por cien de mortalidad. Los que se van, y sobre todo si son las gentes de las artes y las letras, nos dejan unos testimonios y emergen con sus dolores y sus éxitos, con sus miserias humanas y sus actos de heroísmo, con las dificultades y sus persistencias en apostar por el futuro, en saber reflejar, cada uno a su modo, la imaginación desbordante de una sociedad viva en un mundo cada vez más global.

  Un pensamiento de Pascal dice que el hombre que se ahoga es más grande que el mar, pues el hombre sabe que se muere, pero el mar no sabe que lo mata. Y la cultura es la forma de plantar cara a la muerte. De explicar el mundo. En su verdad y en su mentira. Una forma de vivir que, a lo peor, hemos cambiado por el olvido (que seremos), la distracción del existir. Asistimos a que lo insignificante tenga un valor cultural, y habría que darse cuenta de que el pasado tiene una importancia capital.

  Todos formamos parte del pasado. ¿Es posible olvidar el pasado? Lo dijo Faulkner: “Es imposible olvidar el pasado porque el pasado no ha pasado”. El pasado siempre sucede en el presente. El pasado solo existe como tal en la nostalgia, esa tontería, afirma el quiosquero de la esquina, que seduce a tanta gente porque a algo hay que agarrarse cuando los sueños se han demostrado como lo que son: un agujero negro en medio de la noche.

  Lo sucedido tiempo atrás irá condicionando lo que ahora vivimos. Una mentira puede dar la vuelta al mundo en lo que la verdad se está terminando de poner los zapatos, algo que se ha agravado exponencialmente a través del uso (y abuso) de las redes sociales, desbordantes e incontrolables. “La verdad aprendió de la mentira y se hizo política”, dice Gracián. En ‘La rebelión de las masas’, Ortega pronostica en todo el mundo occidental una crisis social incipiente que, por entonces, nadie advertía. Hoy, a mayor y más fácil acceso a la información, más fácil es la expansión de la mentira y el rumor.

  Lo explica muy bien Juan Francisco Ferré: “Las grandes mentiras del arte y la literatura son verdades como puños. Y las supuestas verdades de la política, la religión, la economía y la tecnología son grandes ficciones al servicio del poder. Con esto del virus de ojos rasgados se cumple el axioma. Cuanto más grande sea tu mentira, más fácil es que todo el mundo la crea. La mayoría solo demanda una verdad oficial que suscribir sin rechistar. En el mundo digital, los mentirosos compulsivos pasan por oráculos y los escépticos son tomados por payasos”.

  Parece como si este avance de mentiras y rumores nos hubiera enseñado que la vida es un relato, que estamos suspendidos en un argumento en el que los desenlaces viven del pasado. Es una forma de comprender que somos responsables de los nudos que hay entre los planteamientos y los desenlaces. Responsables de los nudos, esto es, por deshacer y por hacer en el presente. Hoy es siempre todavía, escribió Machado. ¿Qué dimensión le damos al tiempo? El olvido (que seremos) trabaja en los pliegues de la prisa. Una memoria borrada suprime muchas responsabilidades. Que no pare el reloj, pero que tampoco disuelva el pulso de la sangre y de la realidad en el vértigo de la especulación. Acaso sería necesario tomar distancia ante las formas actuales de relación con el pasado, el futuro, los valores jubilados.

  En esta sociedad de la información global nos hemos vuelto crédulos y perezosos, mientras los manipuladores desafían al ridículo. No descansan. Es el avance de la mentira, su expansión, fortalecida por las nuevas tecnologías, ante la verdad acosada e indefensa. Se han dicho tantas mentiras últimamente que los mentirosos con mando en plaza ya se han creído sus propias falacias y se han olvidado de que la gente no es estúpida. Viven en un mundo paralelo donde temen menos a equivocarse que a tener que reconocer que se han equivocado. Cuando la equivocación es menos temida que su posible reconocimiento cabe pensar que estamos ante algún tipo de patología. Ya dejó escrito George Orwell que “el lenguaje político no tiene como objetivo hacer que las mentiras suenen verdaderas”. Pronto entendió Orwell que la libertad no acepta el control ocular. El control en sí mismo.

  Estamos tan acostumbrados al recurso fácil de la queja y vivimos en un entorno tan autocomplaciente, y tan propicio a la justificación y a la excusa, que nos hemos olvidado de la conveniente introspección y de la imprescindible autocrítica. Falta sentido del honor. Falta hombría en su acepción más contundente y profunda. Falta tensión y personas dispuestas a levantarse con la adversidad para tomar las riendas de sus vidas. Sobran culpables, imaginarios o reales, teorías de la conspiración y retórica vacua.  

  Falta musculatura espiritual, faltan personas que se tomen en serio su tiempo y que decidan vivirlo de un modo emocionante e intenso, haciendo de cada jardín el jardín del Edén y de cada amor el amor de su vida. Sobra cinismo y falta gratitud. El cinismo, en palabras del quiosquero, contradice la gesta. Y la gratitud nos recuerda mucho que hemos recibido de los que se esforzaron y murieron por ser libres y traernos hasta aquí. Les debemos no malograr su hazaña y ser capaces de concretar, como ellos, tantos sueños y esperanzas. Tenemos que amanecer con luz verde, con trenes desesperados –y no rigurosamente vigilados- que siempre viajan con nosotros. Tenemos que volver a definir los límites de nuestra humanidad adocenada y corrompida.

  Sea o no capricho histórico, el cine ha compartido todas las vicisitudes por las que quienes le dan forma a martillazos de verdad han pasado. Ahí está el ejemplo de ‘Tiempo de amar, tiempo de morir’, un filme en el que Douglas Sirk absorbe todo el drama y el romanticismo a la novela de Erich Maria Remarque y consigue una altura notable en la composición y sugerencia de la imagen, en su envoltorio bélico y trágico, y en la multitud de sentimientos que palpitan dentro de ese envoltorio. El conmovedor relato de una pareja en medio de un mundo en guerra posee grandes y realistas escenas, con un final del todo emocionante. La vida y la ilusión agazapadas en el tarro de la peor realidad, según el autor de ‘Sin novedad en el frente’ y ‘Tres camaradas’.

  Mi amigo el del quiosco, que dice que ya pierde dinero con el quiosco, recuerda un chiste fantástico de la película ‘Los lunes al sol’, uno que le cuenta un ruso al protagonista. Dos camaradas viejos de partido se ven, y uno le dice al otro: “¿Has visto? Todo lo que nos contaban del comunismo era mentira”. El otro le contesta: “Es peor todavía. Todo lo que nos contaban del capitalismo era verdad”. ¿Se puede mentir de muchas maneras? ¿Cómo confiar en unos políticos y unas grandes corporaciones que nos han mentido, desprotegido y abandonado tanto los últimos tiempos? ¿La más repugnante de las mentiras es decir la verdad, toda la verdad, despojada de sentimientos?

  No hay que dejar de hacer preguntas y así lograr, o al menos intentar, aproximarse a la realidad que nos rodea. No permitan, maldita sea, que sus pensamientos se vean doblegados por esta realidad anestesiada. Vislumbren, al modo ‘rohmeriano’ del cuento (moral) de invierno, más allá de la línea del horizonte que nos han pintado en la retina. Frótense los ojos antes de que también nos los enmascaren, que bastante tenemos ya con que nos tapen la boca, y disfruten, si pueden, de cualquier rayo verde. Pero agudicen el alma aletargada en un tiempo de mentiras.

  Sin mentiras, afirma el quiosquero de la esquina, la convivencia sería un infierno. Y con las muertes, la palabra libertad pierde la dimensión social de su diálogo con la vida, se encierra en la ley del más fuerte. Mejor una prisa que nos convierta en tierra, polvo, humo, sombra, nada.

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