Manual de democracia para políticos españoles / David Jiménez


Por David Jiménez
Periodista y colaborador regular de The New York Times

    Al presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez, le han llamado muchas cosas, pero últimamente el insulto que más escucha es “dictador”.

    El apelativo ha calado lo suficiente como para que se convoquen manifestaciones con el lema “stop la dictadura”, políticos de la oposición denuncien un complot para implantar un sistema totalitario y la prensa populista parezca a un paso de pedir la intervención de las Naciones Unidas. En algún momento quizá caigan en cuenta de la contradicción: si estuviéramos en una tiranía, no podrían hacer ninguna de esas cosas.

   No, Pedro Sánchez no es un dictador, pero tampoco está demostrando ser el demócrata que requieren los tiempos. Su gobierno de coalición con Unidas Podemos puede gustar más o menos, pero es producto de la voluntad de los españoles. Las medidas tomadas para controlar la pandemia, casi siempre tardías y mal ejecutadas, son similares a las del resto de democracias, desde Australia a Islandia.

     Y, sin embargo, que no estemos a punto de convertirnos una versión latina de Corea del Norte no excluye un progresivo y preocupante deterioro de la salud democrática de España. Sánchez ha sido, desde su llegada al gobierno, otro eslabón en la cadena de dirigentes que prometen terminar con el asalto de lo público desde la oposición, para olvidar su compromiso nada más llegar al poder.

    Resulta especialmente incoherente en un presidente que no pierde oportunidad de alertar contra quienes niegan la legitimidad de su gestión, advirtiendo del riesgo que presentan radicalismos y autoritarismos. Si esa amenaza existe, ¿no sería el momento de reforzar las instituciones que pueden hacer de contrapeso?

    El líder socialista se marchó, sin intervenir y antes de que terminara, del debate donde su gobierno pidió un nuevo estado de alarma, una medida de extrema excepcionalidad que merecía mayor respeto parlamentario. Fue un nuevo episodio en la falta de transparencia que ha acompañado su gestión desde el inicio de la pandemia.

    Solo la presión de los medios forzó al presidente a responder a preguntas no filtradas durante las ruedas de prensa en la primera ola, un comité de expertos que supuestamente recomendaba las medidas sanitarias resultó no existir y los españoles siguen sin tener hoy datos fiables de contagios o muertos, a menudo por la incapacidad de las regiones para aportarlos.

  La comisión independiente que llevan exigiendo desde hace meses los científicos para analizar los errores que han situado a España como uno de los países más golpeados del mundo en las dos primeras olas de la COVID-19, sigue sin ponerse en marcha. El riesgo es que sigamos cometiendo los mismos fallos cuando llegue una tercera.

    La visión patrimonialista del presidente sobre las instituciones es anterior a la pandemia. Como fiscal general del Estado escogió a Dolores Delgado, su imparcial exministra de Justicia; como director del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS) a un histórico militante de su partido; y como director gerente de la agencia pública de noticias EFE a un exportavoz socialista, después de cesar al presidente que le recordó que la agencia no es del gobierno.

  La coalición de izquierdas, con un récord de 22 ministerios, se ha convertido en una agencia de colocación de amigos y fieles de los partidos que la forman, incluidos cientos de asesores de quienes los ciudadanos desconocemos ocupación, méritos e incluso nombres, a pesar de una sentencia del Tribunal Supremo favorable a identificarlos. Debería ser al revés: nunca fue tan importante una fiscalización de cada cargo y la justificación de sus sueldos cuando miles de personas están perdiendo sus trabajos y el desempleo supera el 16 por ciento.

 

Artículos relacionados :