‘Magníficos’, mediometraje documental de Juan Mateo Piera

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Por Don Quiterio

    Va pasando el tiempo y se quedan por el camino futbolistas, torneos, temporadas, promesas y sueños, viendo los partidos y llevándonos mal rato.

En las malas rachas echamos de menos las temporadas gloriosas que ya parece que nunca sucedieron, que no fueron sino espejismos remotos, la bendita calamidad de las temporadas aburridas pero tranquilas, pendulares, unos días ganando y otros perdiendo. En este inicio del siglo veintiuno, la historia reciente del Real Zaragoza ha sido un desastre, tanto deportiva como políticamente. El equipo no le gana a nadie, ni en el campo ni en los juzgados, y como institución está sumida en un río de embargos y apaños maños de despacho, en una larga serie insólita. Y eso no se resuelve predicando una vez más los estupendos que éramos, los guapos que fuimos cuando nos compraron. Pase lo que pase, se pierda definitivamente o no, no se arregla la cosa repitiendo supersticiosamente, como milagreras jaculatorias, las viejas, gastadas, patrioteras, estomagantes metáforas.

En función del estado de ánimo de un equipo, los compromisos –deportivos y judiciales- que depara el futuro pueden verse como una oportunidad o como una condena. Y es que a estas alturas de la función, con el equipo perdido en los sótanos y mirado con la sospecha de lo fraudulento, volveríamos a interesarnos por la dura vida en los callejones oscuros del lumpen. Y volveríamos, maldita sea, a escuchar la musiquilla estridente de la escena de la ducha de ‘Psicosis’ cada vez que los rivales –deportivos y judiciales- se acercaran a nuestra área. Y volveríamos, otra vez, a caer en la tentación de los atajos facilones, que son siempre una muestra de debilidad. Bien lo saben los autores del cine negro americano, el polar francés o esos relatos del lejano oeste filmados por un John Sturges cualquiera.

Pero, ay, un día fuimos magníficos, como aquel wéstern de 1960, adaptado de ‘Los siete samuráis’ del prestigioso Kurosawa, la historia de un pueblecito mexicano devastado por el cruel y sarcástico bandido Calvera, que debe recurrir a unos aventureros muy pintureros para hacer frente a aquel, con sus bien, claro, diferenciadas personalidades. Como el pan y el vino llenos de gracia, los legendarios Marcelino, Santamaría, Canario, Villa, Lapetra, Yarza o Reija bien podrían ser sus coetáneos de la pantalla, o sea, los míticos YulBrynner, Steve McQueen, Eli Wallach, Horst Buchholz, Robert Vaughn, James Coburn o Charles Bronson, el justiciero. Unos héroes imperecederos que cautivaron al mundo con su fútbol y su espectáculo cinematográfico.

En realidad, este estimulante y bien elaborado mediometraje documental de Juan Mateo Piera (del que ya conocía ‘Ventanas’, otro digno documento codirigido por Fabio Bobbio y Rubén Rocha hace seis años) celebra el cincuenta aniversario de la gesta de un equipo triunfador. Esto es, el Real Zaragoza, en 1964, consiguió sus dos primeros títulos, la copa europea de Ferias y la copa española del generalísimo, por la gracia de dios. Y esto sirve de plataforma para que algunos personajes más o menos mediáticos (Iñaki Gabilondo, Antón Castro, Luis Alegre, José Luis Melero) suelten sus discursillos enredados en las fotos de la época de Pedro Calvo Pedrós, las filmaciones del No-Do o los testimonios de aquellos futbolistas de antaño. No tengo nada que decir de estas celebraciones, porque todas me parecen que son positivas. En todo caso, lo que me gustaría saber es si sirven para algo, aunque uno prefiera no extenderse en ello para no ser tildado de derrotista. O retrógado. O aguafiestas. O, simplemente, maleducado.

El documento, de este modo, es una combinación de loas y recuerdos completada por unos cuantos expresidentes (los Zalba, Aznar, Bandrés, Gil Lecha), otros tantos excapitanes (los Señor, Aguado, Laínez, Cuartero y compañía), el capellán Juan Antonio Gracia o el cineasta Agustín Díaz Yanes, atlético de corazón pero de madre zaragozana. Unos años sesenta del siglo veinte, en fin, en los que el equipo deportivo de la capital del Ebro deleitó, con su juego, a sus paisanos y a todos los amantes del buen fútbol, y que quien esto escribe apenas recuerda, pues nació a principios de la década y era muy pequeñito, socio –eso sí- desde entonces.

Sin embargo, sí recuerdo, con posterioridad, un homenaje a estos magníficos ya veteranos al que acudí con mi padre, con un graderío repleto de japoneses, gente comedida y respetuosa. Bueno, siempre hay excepciones. A un servidor le correspondió el más tonto de Japón. Con la cantidad de japoneses listos que hay en el mundo, y el tonto hubo de sentarse detrás. Ver que tiraba de pitillo, se puso a batir frenéticamente la entrada y la revistilla complementaria en la oreja de un servidor, ya digo. Menos mal que uno sabía idiomas y le soltó: “O dejal de sacudilme el ploglama en la oleja o tenel aquí un dos de mayo”. Debía saber historia pues depuso su actividad en el acto. Es lo bueno de los japoneses: que se avienen a razones.

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