Los estrenos en los cines: Buñuel, una pasión china

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Por Don Quiterio

       “Buñuel es el más grande de todos. Está en cada plano de mis películas aunque yo no quiera. Su cine es como el jazz: más complejo, más turbio, más difícil que el rocanrol, melodías de ganadores.

   La vida es un espacio gris, y eso es lo que mostraba Buñuel.  Me interesa tanto su etapa surrealista como la mexicana.  Nunca llegó a filmar un filme negro puro, pero en sus atmósferas siempre está el thriller, la tensión. Me gusta la actitud de Buñuel ante la vida, ese cinismo con el que se burla de nosotros. Me encanta cómo nos confunde a los espectadores”.

    Esta confesión del profundo amor por Luis Buñuel la manifiesta el chino DiaoYinan, que ha estrenado en los cines zaragozanos su película ‘Black coal’, un thriller tan negro como su título, atmosférico y tortuoso, sucio y atípico, gélido y decadente, crudo retrato de las calles de Xiansei, donde nace el cineasta hace cuarenta y cinco años y donde el crimen acecha en cada esquina. Un filme de obsesiones, como el universo buñueliano, el sentimiento que abruma a un policía retirado cada vez que recuerda un caso que jamás llegó a resolver y que cinco años después vuelve a cruzarse en su camino. Imprescindible.

    También resulta imprescindible ‘Magicalgirl’, del español Carlos Vermut, un puzle misterioso y fascinante, subversivo y desesperado, a modo de drama criminal que sabe crear una atmósfera malsana y magnética para hablarnos de la perpetuación del mal, donde la sombra de Tarantino no solo se nota en la estructura narrativa sino por la digresión lúdica que desemboca en una tormenta perfecta, la de un profesor de literatura en paro que trata de hacer realidad el último deseo de su hija, una niña enferma de cáncer terminal que sueña con el vestido de una serie japonesa, pese a su elevado precio.

     Seis episodios deliciosos, terribles, aterradores y escabrosos conforman el filme del argentino Damián Szifrón ‘Relatos salvajes’, que alternan la intriga, la comedia negra y la violencia en un mundo en el que las personas son seres vulnerables.  Igualmente interesante es el filme del vasco Mikel Rueda (sobrino del antaño creador de los pasatiempos de ‘Heraldo de Aragón’, Jesús Rueda) ‘A escondidas’, el relato de amor homosexual entre un muchacho marroquí que deambula sin saber qué hacer y el de un joven bilbaíno (sin diptongo). Un agudo cuento moral en cuatro tiempos que toma como modelo la obra del dramaturgo Antón Chéjov, con unos personajes que destilan miseria y humanismo a partes iguales, es la propuesta del turco NuriBilgeCeylan en ‘Sueño de invierno’. De la trayectoria del genial guitarrista Paco de Lucía a través de varias entrevistas realizadas entre 2010 y 2014 trata el valioso documental dirigido por su hijo, Curro Sánchez Varela. Acaso malogrado por un tramo final un tanto precipitado, que deja demasiado a la vista algunos agujeros en el guion, ‘Perdida’, de David Fincher, es un thriller inquietante y perturbador en la línea de ‘Seven’ y ‘Zodiac’, según una novela de GillianFlynn adaptada por la propia autora. Sin efectismos ni lagrimones, ‘Alguien a quien amar’, de la danesa Pernille Fischer Christensen, se basa en la vida de un cantautor, Thomas Jacob, para tejer un drama de reencuentros familiares. Retrato de la vida con tono y vocación documental, ‘Dos días, una noche’, de los hermanos belgas Jean-Pierre y LucDardenne, es un honesto y emocionante drama laboral que habla del mantenimiento de la dignidad en circunstancias duras, de la solidaridad y su ausencia, del sálvese quien pueda.

   Del resto de los estrenos del mes poco se puede salvar. Así, ‘La desaparición de EleanorRigby’ (Ned Benson) es un irregular relato dramático con un amplio abanico de comportamientos sicológicos y motivaciones filosóficas para explorar los rincones oscuros del amor. ‘La buena mentira’, del canadiense PhilippeFalardeau, es una comedia con tintes dramáticos, tan bienintencionada como muy mediocre, de encuentros y desencuentros, de sueños y lágrimas, basada en los hechos reales de un joven refugiado de la guerra civil sudanesa que gana una lotería para viajar a los Estados Unidos. ‘Ahí os quedáis’ (Shawn Levy) es una superficial y complaciente comedia negra repleta de golpes dramáticos sobre los entresijos del entorno familiar, basada en una novela de Jonathan Tropper, responsable asimismo del guion. ‘Lasa y Zabala’, de Pablo Malo, nos habla de la desaparición en Bayona, en octubre de 1983, de dos miembros etarras que doce años después son identificados sus cuerpos, torturados y enterrados en cal viva por los GAL, con lo que comienza un proceso para hacer justicia, pero todo a través de un guion burdo, en su abstracción de la política, que pierde o teme la oportunidad de apuntar más arriba. ‘Las tortugas ninja’ (Jonathan Lieberman) es una muy mala película de acción con unos quelonios tomados con antifaz para el público juvenil, todo un desprecio a su intelecto, repleta de chistes trasnochados, sin ningún interés y en la cuchilla del ridículo más espantoso, según el mítico cómic de Peter Laird y Kevin Eastman. ‘El protector’ (AntoineFuqua) es un ambiguo, salvaje e irregular thriller de justiciero urbano al margen de la ley, con referencias al pintor Edward Hooper o a los literatos Hemingway, Cervantes y H.G. Wells, revisión de la serie televisiva ‘El ecualizador’, creada en 1985 por Michael Sloan y Richard Lendheim.

    Tampoco resulta estimulante ‘Annabelle’ (John Leonetti), una historia que oscila entre el clasicismo, el susto ensordecedor y ese terror de discoteca, que recuerda al Polanski de ‘La semilla del diablo’, pero en malo. Ni ‘El chico del millón de dólares’ (Craig Gillespie), blanda y acaramelada historia de un agente deportivo estadounidense que, para relanzar su carrera, debe descubrir al mejor lanzador de béisbol de la siguiente generación. Ni ‘El juez’ (David Dobkin), típica película judicial en la que el protagonista debe defender a su padre, con el que hace años no se habla. Ni ‘Así nos va’ (RobReiner), previsible historia de amor otoñal, abusivamente sensiblera y decididamente senil, con una escena, la del parto, que es de esas que provoca verdadera vergüenza ajena. Ni ‘Dioses y perros’ (David Marqués y Rafael Montesinos), muy tópica historia de marginalidad que se propone ligar el amor entre opuestos con una trama criminal absorbida por el lumpen pugilístico. Ni ‘Mi vida ahora’ (Kevin MacDonald), irregular drama apocalíptico con bombas nucleares, aguas envenedadas y contagios, basado en una novela de MegRosoff, y que recuerda al John Hillcoat de ‘La carretera’. Ni ‘Vamos de polis’ (LukeGreenfield), tonta comedia sobre dos colegas, uno blanco y otro negro, que descubren el poder de llevar un uniforme después de una fallida fiesta de disfraces. Ni ‘Drácula, la leyenda jamás contada’ (Gary Shore), todo un deshonor a la novela de BramStoker, donde convierten al protagonista en una especie de superhéroe vampírico que gana batallas por sí mismo. Ni tampoco ‘El amor está en el aire’, del francés Alexandre Castagnetti, floja comedia romántica que quiere radiografiar el mundo de la pareja y se queda en medio de nada.

     Para terminar, el ruido catalán. Sí, el ruido catalán coincide en Zaragoza con el ruido cinero de Torrente. El cine debe ser una narración estética del mundo de su tiempo, y si nuestro tiempo es el tabarrón catalán, nuestro cine es el culebrón torrentero, una mina para los fabricantes del gusto social del consenso. Torrente llega a la independencia de Cataluña procedente de ‘Las autonosuyas’, con Landa, Codeso, Bódalo y Garisa -¡ah, el gran Garisa!- interpretando los chistes de Vizcaíno Casas en Rebollar de la Mata. Torrente fue una hipérbole y hoy, sin embargo, es un moderado esperpento si se le compara con la realidad que nos lleva a hacernos la eterna pregunta, o sea, cómo hemos llegado hasta aquí. España ha superado a su caricatura hasta tal punto que Santiago Segura cambió sobre la marcha a Bárcenas como sinónimo de insulto por el de Pujol porque ya supera al primero en la categoría de ilustres decepciones. La butifarra se ha convertido en chorizo. Y el cine, claro, brilla por su ausencia. Porque Segura va a lo seguro y deja que la franquicia funcione sola. Eso es lo que hace en cada una de las entregas de ‘Torrente’. En esta quinta secuela, la llamada ‘operación Eurovegas’, con su humor grueso y el habitual aluvión de cameos, repite la fórmula paso a paso y sitúa al casposo detective delante de otra desenfrenada aventura, esta vez, digo, con el ruido catalán de fondo. Un subproducto sin otro ánimo que la comercialidad barata y rastrera. Las posibles virtudes de la película seminal, aquel brazo tonto de la ley de 1997, desaparecen en un conjunto desmañado, de nula elaboración en guion y realización. Uno, la verdad, prefiere las cansinas pretensiones culturistas de los almodóvares y truebas a este remedo de ‘Martínez, el facha’ puesto al día. ¡Uf!

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