La Magdalena y el gallo que no canta

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Por Don Quiterio

    Al final de la calle Mayor (decumano romano) nos encontramos con la iglesia, de carácter mudéjar, Santa María Magdalena, de la que toma el nombre la plaza.

   Se trata del corazón de uno de los barrios con más historia de Zaragoza, enclavado en su casco histórico, uno de los más grandes de España, con sus contrastes sociales, económicos y culturales. También llamado del Gallo por la figura que existe en lo alto de la torre, a mediados del siglo veinte se produce en el barrio una transformación importantísima al abrirse la calle San Vicente de Paúl, llevándose por delante casas, iglesias y palacios, y, de este modo, quedar definitivamente separado del centro de la ciudad.

    Hoy, en pleno siglo veintiuno, gran cantidad de centros sociales, con una amplia programación artística, convierten este barrio en una de las zonas más alternativas e interculturales de la capital del Ebro. Así, la semana cultural celebrada en junio, diferentes festivales o los desfiles de la Modalena dan idea de la riqueza de sus actuaciones: música, teatro, cine, poesía, danza… La Magdalena (o también denominada sin la consonante ‘g’, es decir, Madalena) es el barrio de Zaragoza que más asociaciones tiene, cada una con sus tendencias o recorridos: Barrio Verde, Sarpantana, Gusantina, Revuelta, Rasmia, Liberación, Envestida, Nogará, Recicleta, Towanda, Arrebato, Peña Flamenca…

    Este pensamiento, primordial, de dar a conocer la dinámica de un barrio y sus colectivos dentro y fuera de él, para dar muestra del espíritu contestatario y rebelde, de compromiso, es el que se percibe en dos documentales de reciente producción, ‘La Magdalena’ y ’24 horas en la Magdalena’. Todos los personajes que salen en estos dos reportajes avanzan encadenando metáforas inesperadas, y construyen resonancias internas, relatos alegóricos de lucha, supervivencia y solidaridad. El primero es un monográfico realizado expresamente para celebrar los doscientos programas del espacio televisivo ‘Unidad móvil’, dirigido por Enrique Labiano, y muestra cómo viven los vecinos de toda la vida y también los recién llegados a uno de los barrios más antiguos de la ciudad de Zaragoza.

    El segundo es un trabajo realizado por un grupo de jóvenes estudiantes del CPA Salduie 1, entre los que se encuentran Adriana García, Juan Diego Mora, Beatriz Laín, Carlota Catalán, Luis Rodes, Juan Diego Mora, Elisa Blasco, Maite Peleato, Julia Mancho, David Jiménez o Mario Mingo. En ambos documentos, con sus aciertos y sus errores, el barrio del Gallo, como se conoce popularmente, es el objetivo de los documentos. En la calles de La Magdalena se pueden encontrar balazos de los Sitios de Zaragoza, comercios centenarios, años de reivindicaciones vecinales, edificios con solera y personajes que han pasado a la historia de Aragón, todo ello bajo la atenta mirada de un gallo que preside a modo de veleta el emblemático barrio.

    También se visita a las cinco hermanas que viven en el exclusivo monasterio de San Nicolás, un convento que todos los lunes recibe multitud de visitas turísticas. Asimismo, se hace un recorrido por  algunos locales con más solera de la Magdalena, desde el quiosco más antiguo de la ciudad, o el mítico bazar de las bromas y las baratijas, hasta una bodega que presume de servir el mejor vermú, con sifón o sin él, pero siempre oloroso. Y las mejores anchoas, del Cantábrico o no, pero siempre sabrosas. Estos dos bien hilvanados documentos, en realidad, tratan de la vida, del tiempo y la memoria del tiempo, y acaban por reflejar el desorden y el caos que es esto. La vida, en efecto, se antoja demasiado vulgar para no sorprendernos de, precisamente, eso: el profundo lirismo de lo banal.

    Así las cosas, un personaje clásico del barrio reflexiona sobre que ningún niño sabe lo que es la infancia. Para hablar de ella es necesario haberla perdido antes. Otro característico guarda un par de memorias vagas, pero son solo, dice, “sombras borrosas de mi infancia”. Y así. El resultado, como no podía ser de otro modo, es un recorrido por todo lo que duele. Como a esa mujer nacida, criada y residente en la zona, que recuerda la demolición de la antigua universidad de Zaragoza y de cómo esta curiosa ciudad, inmortal llamada, comenzó a llorar el edificio justo cuando no existía, en el preciso momento en que el patrimonio se convirtió en ceniza. O de cómo la iglesia que da nombre al barrio lleva cerrada al culto años, décadas, cuando en ella la bautizaron, la comulgaron y la casaron. Solo lo que hace sangre, recuerden, importa.

    El barrio del Gallo, en fin, se ha adaptado perfectamente a los tiempos, aunque el lenguaje no ayuda en la búsqueda de la igualdad. Se dice que “gallo que no canta, algo tiene en la garganta”. O bien que “no puede haber dos gallos en el mismo gallinero”. O aquello de que “no cantan dos gallos en un gallinero”. En cambio, nadie se pregunta cuántas gallinas caben en un gallinero sin que se arme la de Troya y lo refleje en una frase redonda. Al parecer, caben gallinas infinitas, aunque digo yo que de vez en cuando las gallinas se pelean y, como el gallo de la Magdalena, mejor no estar en medio ni organizar peleas con apuestas, que son ilegales. O eso dicen.

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