Labordeta y Carbonell, puro crepúsculo


Por Don Quiterio

   “Siempre quise tener una piscina”, dice en off el protagonista en el arranque de ‘El crepúsculo de los dioses’ (1950), de Billy Wilder, mientras una caravana de coches de policía y periodistas se dirige a la mansión.

    Y su cadáver yace flotando, boca abajo, en esa piscina deseada. La historia, pues, nos la cuenta un muerto, un  joven guionista que se refugia en casa de una vieja gloria del cine mudo para no pagar sus deudas, mientras la olvidada diva, demente, volverá a brillar bañada por los flashes de los reporteros de sucesos en la escalera de su mansión.

  El cineasta austriaco intenta equilibrar el melodrama grotesco con el aspecto testimonial en un dibujo sobre el paso del tiempo y la gloria, con gotas de cine negro y un chorreón de encanto cáustico y puro crepúsculo. “Mi mayor deseo siempre fue tener una piscina; conseguí la piscina y morí en ella”. Es el final de la historia, pero justo la película arranca en ese punto, y el espectador tiene el resto del metraje por delante. Algo así ha hecho, salvando todas las distancias, la realizadora zaragozana Sonia Llera en ‘Carbonell, amigo’ (2022), un largometraje documental que habla del cantautor, periodista y escritor allocino. Y que con ‘Labordeta, un hombre sin más’, otro largometraje documental (también de 2022) dirigido por el vasco Gaizka Urresti y Paula Labordeta –hija del cantautor zaragozano-, forma una suerte de díptico sobre estos dos personajes emblemáticos de la tierra aragonesa.

  Dos evocaciones, dos biografías filmadas que, sin caer en la redundancia y en los recursos tan manidos del género, no terminan de ajustar todas sus piezas. Dos documentales de muy discutibles valores fílmicos, tramposos pero eficaces, que no puntean, ay, los hilos de la narración. Para empezar, Sonia Llera proporciona a su documental un punto de vista más cinematográfico de lo que suele ser habitual. Y comienza, en efecto, con la noticia del fallecimiento de Joaquín Carbonell, a la manera de ‘El crepúsculo de los dioses’, y a partir de ahí se desglosa su trayectoria de forma cronológica, incidiendo en la gran cantidad de amigos y conocidos que tuvo, con testimonios de Jaime Armengod, Loquillo, Kase.O, Ismael Serrano, Ángel Petisme, Miguel Pardeza, Carmen Magallón, Mayte Pérez, Pablo Loscos, Roberto Artigas o Gabriel Sopeña.

  Las canciones de Carbonell (‘Soldado, así no he de ser’, ‘La beata’, ‘Siempre igual’, ‘La apretura está madura’, ‘Si fuera cosa mía’, ‘Me gustaría darte el mar’…) van hilando las diferentes etapas de su historia, como ‘Quién te cerrará los ojos’, que es cantado por Mariano Casanova y Diego Escusol, y nos remite a su infancia en Alloza, o ‘De Teruel no es cualquiera’, que recrea sus estudios en la capital y esa ‘generación paulina’ con autores como Eloy Fernández Clemente, José Sanchis Sinisterra o el propio Labordeta. Al mismo tiempo, la realizadora subraya todo el trabajo de traducción y adaptación de la música de Georges Brassens, uno de los maestros del cantautor turolense, al universo español y aragonés.

  En ‘Labordeta, un hombre sin más’, sobre una idea de la fundación que lleva su nombre y que preside su viuda Juana de Grandes –la gran protagonista del documental, que conduce-, estamos ante un viaje muy familiar por la vida y obra, las pasiones y miedos, dolores y satisfacciones, luchas y sueños, rebeldías y experiencias, banderas rotas y cantos a las libertades del cantautor, político, ensayista, poeta, filósofo, comunicador, profesor y actor zaragozano. Un diputado que sienta cátedra en el Congreso. Un viajero que, con el programa ‘Un país en la mochila’, acerca los paisajes desérticos al resto de españoles a través de las pantallas. Junto a recuerdos, contradicciones, películas en súper-8 milímetros, vídeos, lugares cargados de simbolismo, giras e imágenes familiares, el propio Labordeta también es narrador activo mediante un diario que escribe a lo largo de tres lustros, entre 1964 y 1978, y que su mujer descubre durante el rodaje del propio documental, donde muestra el origen de sus tristezas y frustraciones, sus angustias y dudas. El lugar donde esconde sus confesiones. Un hombre detrás del mito. En su papel de marido, padre, abuelo. En su vínculo con su hermano Miguel. En su relación con la localidad de Canfranc. Un hombre sin más. Una persona, esto es, más que un personaje.

   El documental arranca con su funeral, con las colas de miles de personas en el palacio de la Aljafería despidiendo a Labordeta un día de septiembre de 2010. Tres generaciones unidas por el cantautor son el hilo conductor de la película, es decir, su mujer, sus tres hijas y sus dos nietas, que componen los periodos respectivos del franquismo, la transición y la democracia. Con guion de Ángela Labordeta, otra de sus hijas que trabaja de forma conjunta con el escritor y locutor Miguel Mena, este trabajo cuenta con el testimonio de una cuarentena de personas, algunos de sus amigos y referencias en la cultura y la sociedad aragonesa y española. Un desfile constante de personajes que rememoran el infatigable activismo político de un insumiso que convierte la canción en rebeldía. De la socialista Carme Chacón a cantautores como Raimon o Serrat.

   Y más allá de que Mariano Gistaín se siga buscando o de que Julián Martín y Jorge Nebra se sientan saqueados, por la pantalla aparecen Eloy Fernández Clemente –con quien Labordeta funda ‘Andalán’-, Emilio Lacambra, José Luis Calvo Carilla, Luis Alegre, Ismael Grasa, Cristina Grande, José Luis Melero, Antón Castro… Todos ellos loan a ese cantautor calvo y bigotudo al que Joaquín Sabina cantaba una ‘Zarajota blues’, con Goya y Buñuel al fondo.

   José Antonio Labordeta y Joaquín Carbonell compartieron afanes, gestos, momentos, compañía, risas, respuestas francas. Eran hombres sencillos, directos, dispuestos a la conversación. Todo quedaba en el aire ligero sonando voces. Paseaban por el centro de Zaragoza como paisanos de toda la vida. La música, para ambos, era un innegociable territorio para abrir sendas, porque muchas veces una composición ilumina más que cualquier gran tratado filosófico. Sus canciones se convirtieron, en los últimos tiempos de la dictadura franquista, en una forma esencial de expresión política, pero también de temas sociales y denuncia de la despoblación y abandono del mundo rural.

  En cualquier caso, parece como si los autores de ‘Carbonell, amigo’ y ‘Labordeta, un hombre sin más’ no hubieran pensado sus respectivas películas para comunicar, sino para transmitir, maldita sea, órdenes y consignas en unos testimonios valiosos algunas veces, gratuitos en otras. Las muertes de estos dos cantautores confirman que los documentales necrológicos son, con diferencia, los más tramposos y eficaces artefactos gracias al poder de la imagen, al uso de la música y al recurso de la voz en off. Dos documentales, más allá de sus discutibles valores estrictamente cinematográficos, que quieren estar por encima (o por debajo) del bien y del mal. Porque son meros ejercicios de encubrimiento, con atmósfera de sueño y nostalgia pero sin meterse en charcas, que no puntean, decía, los hilos de la narración.

  Recuerden aquel hermoso wéstern titulado en España ‘Encubridora’ (1952), en el que el gran Fritz Lang pinta con su paleta de ocres el misterio del ser humano y la inevitable fatalidad: “Escuchad con atención la leyenda de Chuck-A-Luck; escuchad la leyenda de la rueda de la fortuna. Todo empezó un día de verano, cuando el sol ardía implacable. Fue allá por 1870, en un pueblo de Wyoming. ¿Dónde está y quién es Chuck-A-Lung? Escuchad la rueda del destino, gira y gira como un susurro, da vueltas y más vueltas, contando la vieja historia del bien y del mal, de la vida y la muerte, un recorrido por los paisajes desérticos y las baladas a las luces y las sombras de la condición humana”.

  Y así, más allá de unos documentales todo luces y cero sombras, que entierran a los cantautores con frases muy bonitas, quedan temas entrañables como ‘La peseta’ (Carbonell) o ‘Somos’ (Labordeta). Quedan vivos, sí, pese a sus muertos. Puro crepúsculo.

Artículos relacionados :