Solo se vive una vez: Godard


Por Don Quiterio

   Lo tengo claro: en los años sesenta del siglo veinte, junto con el aragonés Luis Buñuel, el sueco Ingmar Bergman o el italiano Federico Fellini, el francés nacionalizado suizo Jean-Luc Godard consigue que el cine esté a la altura de las otras artes.

    No es de la misma opinión Pedro Vallín, que en su libro ‘¡Me cago en Godard!’ (2019) lo pone a caldo, o el crítico Carlos Boyero, para quien el cineasta, nieto maoísta de un banquero amigo de Paul Valèry, es un fraude: “Con mentiras como Godard he tenido que vivir. Me parece de las cosas más inocuas e impostadas. Él decía que lo suyo no era cine, sino poemas fílmicos… Pues váyase a tomar por culo con sus poemas fílmicos”.

   Está claro que el mundo de la crítica de cine, de la cinefilia y aún de la cinefagia parece dividirse entre quienes aman (amamos) a Godard y su praxis del cine, y quienes lo detestan, incluso tanto o más como persona y personaje que como creador. Pero no entremos en disputas. Que cada uno es libre de expresar su opinión. Ya sabemos que las opiniones son como los culos: todos tenemos uno. Con una filmografía de más de cien títulos, Godard ha sido, a mi modo de ver, el más inquieto, políticamente comprometido, inclasificable e influyente de los componentes de la ‘nouvelle vague’ (Truffaut, Chabrol, Rivette, Rohmer, Malle, Resnais, Varda…). Si la obra fundacional del grupo se debe a François Truffaut y sus cuatrocientos golpes, es Godard con su escapada final, un año después, en 1960, quien dota de fundamento al movimiento. Porque encarna el tránsito del cine clásico al contemporáneo. Porque inventa una nueva forma de rodaje en sus límites estéticos y narrativos.

   Es, pues, el padre de esa nueva ola francesa y líder de las viejas vanguardias intelectuales desde siempre, de una filmografía visceral, revolucionaria y contrarrevolucionaria a la vez. Siempre libre, siempre contundente, Godard sintetiza su amor por el cine, pero también exhibe su necesidad de crear otro, único y sin concesiones, que dinamita la narrativa clásica y disloca la gramática de las imágenes. Su primer largometraje, ‘Al final de la escapada’,  marca el nacimiento de esta ola, en efecto, unas obras de espíritu libre rodadas por directores cinéfilos que rompen los esquemas burgueses, sacan las cámaras a las calles y llenan las calles de realidad.

   Visual y verbalmente hipnótico, este filme sobre lo juvenil y sus dramas y peligros parte de los códigos de la serie negra con París como gran plató, el relato de un gánster que ha matado a un policía y se debate entre el amor que siente por una periodista y la huida hacia otro país. Cámara en mano y con un jerárquico concepto del montaje, Godard filma a partir de un argumento escrito por Truffaut –con quien codirige unos años antes el subyugante cortometraje ‘Una historia de agua’-, una historia de crimen y desamor que exalta lo libertario y retrata lo efímero de la felicidad. En el fondo, Godard quiere hacer su ‘Casablanca’ y acaba creando un código que banaliza escenas importantes y jerarquiza otras intrascendentes, apoyado en el descaro de la interpretación bogartiana de Jean-Paul Belmondo y la presencia infantilmente trágica de Jean Seberg.

   Su segundo largometraje, ‘El soldadito’, lo rueda ese mismo año y es una especie de comedia romántica con la guerra de Argelia como telón de fondo. El humor de Godard aparece en un rótulo gigante que anuncia CINE y, con un leve movimiento de cámara hacia la izquierda, se convierte en PISCINE en su episodio de ‘Rogopag’ (1962). Ese mismo año, con ‘Vivir su vida’, realiza su particular viaje a la prostitución. En 1963 realiza dos películas, ‘Los carabineros’ y ‘El desprecio’. La primera es una parábola antimilitarista con la participación del gran Roberto Rossellini en el guion. La segunda es un homenaje al maestro Fritz Lang y una de las películas más hipnóticas de la historia del cine. O del cine dentro del cine.

  ‘Banda aparte’ (1964) es un espléndido retrato de los júbilos y las angustias juveniles desde la particular mirada del cineasta, suerte de parodia del cine policiaco clásico norteamericano a través de una inverosímil historia de robo y con tres únicos personajes, de sicología y reacciones por entero incomprensibles. Para los anales, la escena de los dos hombres y la mujer danzando en un bar de un barrio parisién, con ella en el medio, con una falda antigua, y ellos a su lado. Un hombre lleva un traje cruzado; el otro, un jersey con rombos. Un baile excepcional, de manos, porque es primitivo y representa la energía de la vida en bruto, que es una energía ciega y sin argumento posible. Como la propia película.

   Y van llegando más títulos, entre otros muchos: ‘Una mujer es una mujer’ (1964), ‘Pierrot, el loco’ (1964), ‘Alphaville’ (1965), ‘Made in USA’ (1966), ‘La chinoise’ (1967), ‘Week-end’ (1967), ‘Todo va bien’ (1972), ‘Salve quien pueda, la vida’ (1981), ‘Pasión’ (1982), ‘Nombre: Carmen’ (1983), ‘Yo te saludo, María’ (1984), ‘Detective’ (1985), ‘King Lear’ (1987), ‘Histoire(s) du cinéma’ (1989), ‘For ever Mozart’ (1996), ‘Elogio del amor’ (2001), ‘Nuestra música’ (2004), ‘Filme socialismo’ (2010), ‘Adiós al lenguaje’ (2014), ‘El libro de imágenes’ (2018)…

   Son filmes de ficción científica. Son también películas de cine negro. Y thrillers. Son, en definitiva, películas de Jean-Luc Godard, quien dinamita el cine de género. En ‘Alphaville’ dinamita el cine de género con la aventura de Lemmy Caution, personaje creado por el novelista Peter Cheyney, que Eddie Constantine interpreta en la pantalla. Constantine se alía con Godard para desmontar a su personaje y transitar por un París futurista fotografiado en un insólito blanco y negro por el gran Raoul Coutard. ‘Alphaville’ es un ejemplo de cine total, en el que un ventilador se convierte en una computadora, en el que las ejecuciones públicas se realizan en una piscina y en el que las palabras malditas desaparecen de las biblias. También es ‘Week-end’ otro gran filme, fijándose aquí en un relato de Cortázar para intentar conectar con su anarquía cinéfila primigenia.

   A partir de 1967, con ‘La chinoise’, crea, junto a Jean-Henri Roger, el grupo de cine militante Dziga Vertov. Se declara maoísta y, decidido a romper con las convenciones burguesas, dinamita el pensamiento conservador francófono con un rupturismo artístico e ideológico. Sus películas son reflexiones sobre los procesos de creación en las que se dan la mano comedia y drama, ensayo y documental, hirviendo a fuego vivo con profusión de citas al séptimo arte, la literatura, el arte, la política o cualquier otra disciplina.

   Godard, en ‘La chinoise’, parodia a un grupo de jóvenes maoístas que defienden el uso de la violencia para hacer la revolución en la sociedad burguesa. El guion del filme está inspirado en ‘Los demonios de Dostoievski’, el mejor retrato que jamás se ha escrito del nihilismo. En la película hay un personaje secundario fascinante: es Frances Jeanson, que encarna su propio papel de profesor universitario en una conversación en un tren con una de las jóvenes protagonistas, la actriz Anne Wiazemsky. Contra la apología del terror que hace la chica, Jeanson propugna el uso de vías pacíficas para defender al proletariado y argumenta que la revolución tiene que estar sustentada en la razón. Un panfleto rabiosamente pop.

   Si en ‘Nombre: Carmen’ ejecuta una peculiar adaptación de la novela de Próspero Merimée ilustrada con cuartetos de Beethoven, en ‘Yo te saludo, María’ se atreve a imaginar un mito de inmaculada concepción ligeramente distinto al bíblico. En ‘Histoire(s) du cinema’ decide reescribir la historia del cine y de los grandes acontecimientos del siglo veinte, contados a su manera punk, con un gigantesco collage en ocho episodios a través de una mirada genial e irrepetible.

   Desde la década de 1990, Godard comparte con la realizadora Anne-Marie Miéville su vida y parte de su creación, una obra postrera en la que teoriza sobre el lenguaje, el fin del cine y la mezcla de materiales para amantes del collage y la cartelería. Una última etapa ensayística, sí, en donde se recalca la noción de que el cine no nació para contar historias, sino para discutir ideas y generar conocimiento, por medio de ese instrumento científico y poético a la vez que es el montaje cinematográfico. No en balde, el montaje siempre ha sido la clave de su cine: juntar dos imágenes o dos sonidos para darles un nuevo significado. “Pensar con las manos”, decía.

   En su obra, el cine toma consciencia de sí mismo y de su lugar en el mundo. Y propone, como en ‘Filme socialismo’, un cine de personajes, un cine de ‘estatuas’. Y en ‘Adiós al lenguaje’ se escucha en off: “La conciencia hace ciego al hombre. Solo la mirada de un animal es libre. Ya no hay reglaje, perspectiva, todo es borroso y todo es limpio”. En cada una de sus películas, en fin, la imagen pierde la inocencia de su descubrimiento para adquirir la gravedad y culpabilidad de su destino, de su libertad y de su capacidad de resistencia. Como Montaigne, el cineasta siempre es el tema de su libro, de su libro (libre) de imágenes, mostrar y mostrarse a sí mismo mostrando. Así es el título de su testamento cinematográfico, ‘El libro de imágenes’.

   Como realizador fílmico, crítico e historiador, Godard influye de manera importante en la evolución de la historia del arte de la pasada centuria, estimando que el cine pudo comenzar con Manet, antes de descubrir a Goya en el museo del Prado. Las reflexiones de Godard con Raoul Coutard sobre la luz en algunas obras del pintor fuendetodino son para enmarcar. Y en ellas descubrimos al Godard surrealista, al Godard padre, al Godard luminoso con su arsenal estilístico: digresión, hipérbole, enumeración interminable. Dan ganas de vivir tras visionar las películas de Godard, cosa que, ni de lejos, sucede con otras obras de ciertos cineastas sobrevalorados.

   Es Godard, en fin, el cineasta del paraíso y del infierno, se pongan como se pongan Boyero y compañía. Y el cineasta visionario. Y el cineasta charlatán, por qué no. Es también, y solo tal vez, el eterno impostor que quiso ser cineasta a costa de cualquier autoficción. Es, desde luego, un placer redescubrirlo una y otra vez para ampliar su imagen y elaborar con ella la apasionante trayectoria de la cultura occidental en el siglo veinte. Con culos incluidos.

Artículos relacionados :